– ¿Has oído lo que decían los talibanes sobre Bin Laden? -pregunta Tariq.
Aziza está sentada en la cama frente a él, observando el tablero con aire pensativo. Tariq le ha enseñado a jugar al ajedrez. La pequeña frunce el ceño y se da golpecitos en el labio inferior, imitando el lenguaje corporal de su padre cuando está decidiendo su siguiente movimiento.
Zalmai se encuentra un poco mejor del resfriado. Duerme, y Laila le frota el pecho con Vicks.
– Lo he oído -asiente.
Los talibanes han anunciado que no entregarán a Bin Laden porque es un mehman, un huésped, al que han dado refugio en Afganistán, y que va en contra del código ético Pashtunwali entregar a un huésped. Tariq ríe amargamente y Laila comprende que le repugna que tergiversen así una honorable tradición pastún, que falseen de tal forma las costumbres de su pueblo.
Unos cuantos días después del ataque, Laila y Tariq están de nuevo en el vestíbulo del hotel. En la pantalla del televisor, habla George W. Bush. A su espalda hay una gran bandera americana. En cierto momento, se le quiebra la voz y Laila cree que va a echarse a llorar.
Sayid, que sabe inglés, les explica que Bush acaba de declarar la guerra.
– ¿Contra quién? -pregunta Tariq.
– Contra tu país, para empezar.
– Puede que no sea tan malo -dice él.
Acaban de hacer el amor. Tariq está tumbado junto a ella con la cabeza apoyada en su pecho y el brazo rodeándole el vientre. Las primeras veces que lo intentaban, tenían problemas. Él no hacía más que disculparse y Laila no hacía más que tranquilizarlo. Aún tienen problemas, pero no son físicos, sino logísticos. La casita que comparten con los niños es pequeña. Los pequeños duermen en catres, justo al lado, de modo que el matrimonio no disfruta de mucha intimidad. La mayoría de las veces, Laila y Tariq hacen el amor en silencio, con pasión muda, controlada, completamente vestidos bajo la manta por si los interrumpen los niños. Siempre se preocupan por el ruido de las sábanas y el crujido de los muelles. Pero ella sobrelleva de buen grado todos esos temores, con tal de estar junto a Tariq. Cuando hacen el amor, Laila se siente apoyada, protegida. Se disipan sus temores de que esa nueva vida sea sólo una bendición temporal, de que pronto se haga nuevamente pedazos. Desaparece el miedo a la separación.
– ¿A qué te refieres? -pregunta.
– A lo que ocurre en Afganistán. Tal vez no resulte tan malo, después de todo.
En su tierra vuelven a caer las bombas, esta vez americanas. Todos los días Laila ve imágenes de guerra en la televisión, mientras cambia las sábanas y pasa la aspiradora. Los americanos han armado a los cabecillas militares una vez más y han conseguido ayuda de la OTAN para expulsar a los talibanes y encontrar a Bin Laden.
Pero las palabras de Tariq hieren a Laila, y le aparta la cabeza del pecho bruscamente.
– ¿Que no será tan malo? ¿La muerte de mujeres, niños y ancianos? ¿La destrucción de sus hogares, de nuevo? ¿Que no será tan malo?
– Shhh. Despertarás a los niños.
– ¿Cómo puedes decir eso después del supuesto error de Karam? -le espeta ella-. ¡Un centenar de inocentes! ¡Tú mismo viste los cadáveres!
– No -aduce Tariq. Se incorpora, apoyándose en un codo, y mira a Laila-. Me has entendido mal. Lo que quería decir…
– Tú no sabes lo que es -insiste Laila. Se percata de que está alzando la voz, de que están teniendo su primera riña conyugal-. Tú te fuiste cuando los muyahidines empezaron a luchar entre ellos, ¿recuerdas? Yo me quedé. Yo conozco la guerra. Perdí a mis padres por culpa de la guerra. Mis padres, Tariq. ¿Y ahora tengo que oírte decir que la guerra no es tan mala?
– Lo siento, Laila. Lo siento. -Tariq le toma la cara entre las manos-. Tienes razón. Perdóname. Lo que quería decir es que al final de la guerra quizá haya una esperanza, que quizá por primera vez en mucho tiempo…
– No quiero seguir hablando de esto -lo interrumpe Laila, sorprendida por cómo ha arremetido contra su marido.
Sabe que no ha sido justa con él -¿acaso la guerra no se llevó también a sus padres?-, y su encendida reacción empieza ya a apagarse. Tariq sigue hablando dulcemente, y cuando intenta atraerla hacia sí, ella se lo permite. Tariq le besa la mano y luego la frente, sin hallar resistencia. Laila sabe que seguramente tiene razón. Sabe a qué se refería. Tal vez todo esto sea necesario. Tal vez sea cierto que habrá una esperanza cuando las bombas de Bush dejen de caer. Pero no puede decirlo en voz alta, porque la tragedia de sus padres se está repitiendo para otras personas en Afganistán, porque algún niño desprevenido que volvía a casa acaba de quedarse huérfano por culpa de un misil, igual que le ocurrió a ella. No, Laila no puede expresarlo en voz alta. Es difícil alegrarse de eso. Le parece hipócrita, perverso.
Esa noche Zalmai se despierta tosiendo. Antes de que Laila pueda moverse, Tariq se levanta. Se coloca la prótesis, se acerca al niño y lo toma en brazos. Desde la cama, Laila observa la forma de Tariq moviéndose en la oscuridad, meciendo al pequeño. Ve el contorno de la cabeza de Zalmai sobre su hombro, las manos del niño enlazadas en el cuello de Tariq y los piececitos colgando junto a su cadera.
Cuando el niño vuelve a la cama, ninguno de los dos dice nada. Laila le toca la cara. Él tiene las mejillas húmedas.
50
La vida en Murri transcurre cómoda y tranquila para Laila. El trabajo no es pesado, y en los días libres, Tariq y ella llevan a los niños a montar en el telesilla hasta lo alto de la colina Patriata, o a Pindi Point, desde donde se divisa Islamabad y, los días especialmente despejados, incluso el centro de Rawalpindi. Allí, extienden una manta sobre la hierba, comen bocadillos de albóndigas con pepinos y beben ginger ale frío.
Es una buena vida, se dice Laila, por la que ha de estar agradecida. Es, de hecho, la clase de vida con la que soñaba cuando padecía los peores momentos con Rashid. Todos los días Laila se lo recuerda a sí misma.
Una cálida noche de julio de 2002, Tariq y ella están tumbados en la cama, hablando en voz baja sobre todos los cambios que se han producido en Afganistán. Han sido muchos. Las fuerzas de la coalición han expulsado a los talibanes de todas las ciudades importantes, obligándolos a cruzar la frontera con Pakistán y a refugiarse en las montañas del sur y el este de Afganistán. Se ha enviado a Kabul la ISAF, una fuerza internacional de pacificación. El país tiene ahora un presidente interino, Hamid Karzai.
Laila decide que ha llegado el momento de decírselo a Tariq.
Hace un año, no habría vacilado en dar un brazo por salir de Kabul. Pero en los últimos meses ha empezado a echar de menos la ciudad de su infancia. Añora el bullicio del bazar Shor, los jardines de Babur, la voz de los aguadores que acarrean sus pellejos de piel de cabra. Se acuerda de los vendedores de ropa de la calle del Pollo y sus regateos, y los vendedores ambulantes de melones de Karté Parwan.
Pero no es sólo la nostalgia del hogar lo que le trae el recuerdo de Kabul. Es la inquietud lo que la consume. Oye decir que se están construyendo escuelas, se están reparando las carreteras, que las mujeres vuelven al trabajo, y a pesar de que su vida en Murri es muy agradable y de que se siente muy agradecida por ella, le parece… insuficiente. Intrascendente. Peor aún, desperdiciada. Últimamente, ha empezado a oír la voz de babi resonando en su cabeza. «Puedes llegar a ser lo que tú quieras, Laila -dice-. Lo sé. Y también sé que, cuando esta guerra termine, Afganistán te necesitará.»
Laila oye asimismo la voz de mammy, recuerda aquella frase suya tan significativa: «Quiero ver el sueño de mis hijos convertido en realidad. Quiero estar aquí cuando eso ocurra, cuando Afganistán sea libre, porque así también mis hijos lo verán. Yo seré sus ojos.» Ahora Laila desea regresar a Kabul por sus padres, para que ellos lo vean a través de sus ojos.