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En el interior, encuentra tres cosas: un sobre, un saquito de arpillera y una cinta de vídeo.

Laila saca la película y baja a la recepción. El anciano recepcionista que les dio la bienvenida la víspera le indica que en el hotel hay un único reproductor de vídeo, en la suite principal. La habitación está desocupada en ese momento, y el recepcionista accede a acompañarla, dejando la recepción a cargo de un joven con bigote y traje, que habla por un teléfono móvil.

El anciano conduce a Laila hasta el segundo piso y luego hasta la puerta del final de un largo pasillo. Abre la puerta con llave y hace pasar a Laila. El televisor está en el rincón. Laila no ve nada más.

Enciende el aparato y también el reproductor de vídeo. Mete la cinta y pulsa el botón correspondiente. Durante unos instantes no se ve nada, y Laila empieza a preguntarse por qué Yalil se molestaría en entregar una cinta virgen a Mariam. Pero entonces se oye una melodía y empiezan a aparecer imágenes en la pantalla.

Laila frunce el ceño. Sigue mirando la cinta durante un par de minutos. Luego detiene la reproducción, aprieta el botón de avance rápido y vuelve a ponerlo en marcha. Las imágenes corresponden a lo mismo.

El anciano la mira socarronamente.

La película es Pinocho, de Walt Disney. Laila no entiende nada.

Tariq y los niños vuelven al hotel poco después de las seis. Aziza corre hacia su madre y le enseña los pendientes que le ha comprado su padre, de plata y con una mariposa esmaltada. Zalmai lleva en la mano un delfín hinchable que suena cuando se le aprieta el hocico.

– ¿Cómo estás? -pregunta Tariq, rodeando a Laila con el brazo.

– Bien. Luego te cuento.

Se dirigen a un restaurante de kebabs, no lejos del hotel. Es un local pequeño, con pegajosos manteles de plástico, ruidoso y lleno de humo. Pero el cordero es tierno y el pan está caliente. Después dan un paseo. En un quiosco de la calle, Tariq compra helado de agua de rosas para los niños y se lo comen sentados en un banco, con las montañas a su espalda, recortadas sobre el rojo escarlata del atardecer. El aire, cálido, está perfumado con la fragancia de los cedros.

Laila ha abierto la carta en la habitación después de ver la cinta de vídeo en la suite. La carta estaba escrita a mano con tinta azul, en una papel amarillo pautado.

Decía así:

13 de mayo de 1987

Mi querida Mariam:

Rezo para que goces de buena salud cuando recibas esta carta.

Como ya sabes, fui a Kabul hace un mes para hablar contigo, pero tú no quisiste recibirme. Fue una decepción, pero no te culpo de nada. Yo en tu lugar tal vez habría hecho lo mismo. Perdí el privilegio de tu cortesía hace mucho tiempo, y de eso sólo yo tengo la culpa. Pero si estás leyendo estas líneas, es que también leíste la carta que deje en tu puerta. La leíste y has ido a ver al ulema Faizulá, tal como te pedía en ella. Te agradezco que lo hayas hecho, Mariam yo. Te agradezco que me concedas esta oportunidad de decirte unas palabras.

¿Por dónde empiezo?

Tu padre ha conocido mucho dolor desde que nos vimos por última vez, Mariam yo. A tu madrastra Afsun la mataron la primera jornada del alzamiento de 1979. Una bala perdida acabó con tu hermana Nilufar ese mismo día. Aún puedo ver a mi pequeña Nilufar haciendo el pino para impresionar a los invitados. Tu hermano Farhad se unió a la yihad en 1980. Los soviéticos lo mataron en 1982 a las afueras de Helmand. No llegué a ver su cadáver. No sé si has tenido hijos, Mariam yo, pero si los tienes, ruego a Alá que los proteja y te ahorre el sufrimiento que yo he padecido. Aún sueño con ellos. Aún sueño con mis hijos muertos.

También sueño contigo, Mariam yo. Te echo de menos. Echo de menos el sonido de tu voz, tu risa. Echo de menos leerte en voz alta, y todas las veces que pescamos juntos. ¿Recuerdas cuando pescábamos juntos? Fuiste una buena hija, Mariam yo, y no puedo pensar en ti sin sentir vergüenza y arrepentimiento. Arrepentimiento… Cuando se trata de ti, Mariam yo, me asalta en oleadas. Me arrepiento de no haberte recibido el día que viniste a Herat. Me arrepiento de no haberte abierto la puerta y haberte invitado a entrar. Me arrepiento de no haberte reconocido como hija mía, de haber permitido que vivieras en ese lugar durante tantos años. ¿Y por qué? ¿Por el miedo a desprestigiarme? ¿A mancillar mi supuesto buen nombre? Qué poco me importa todo eso después de todas las pérdidas y las cosas terribles que he visto en esta maldita guerra. Pero ahora ya es demasiado tarde, por supuesto. Tal vez sea ése el castigo reservado a los duros de corazón: comprenderlo todo cuando ya nada se puede hacer. Ahora sólo puedo decirte que fuiste una buena hija, Mariam yo, y que jamás te merecí. Ahora sólo puedo pedirte que me perdones. Así pues, perdóname, Mariam yo. Perdóname. Perdóname. Perdóname.

No soy el hombre próspero que conocías. Los comunistas confiscaron gran parte de mis tierras y también todos mis negocios. Pero sería una mezquindad que me quejara, porque Alá, por razones que no alcanzo a comprender, ha seguido bendiciéndome con mucho más de lo que tiene la mayoría de la gente. Desde que volví de Kabul, he conseguido vender las pocas tierras que me quedaban. Con esta carta te dejo tu parte de la herencia. Está lejos de ser una fortuna, pero es algo. Es algo. (También verás que me he tomado la libertad de cambiar el dinero en dólares. Supongo que es lo más seguro. Sólo Alá sabe qué destino aguarda a nuestra moneda, en estos difíciles momentos.)

Espero que no pienses que pretendo comprar tu perdón, porque sé bien que tu perdón no puede comprarse. Simplemente te hago entrega, aunque sea con retraso, de lo que siempre te ha pertenecido por ley. No fui un buen padre para ti en vida. Tal vez pueda serlo tras mi muerte.

Ah, la muerte. No te cansaré con detalles, pero mi momento está ya muy cerca. Tengo el corazón débil, dicen los médicos. Una forma adecuada de morir, creo, para un hombre débil.

Mariam yo, me atrevo, me atrevo a esperar que, después de haber leído esto, serás más caritativa conmigo de lo que yo he sido contigo. Que se te ablandará el corazón y vendrás a ver a tu padre. Que llamarás a mi puerta un día y me concederás la oportunidad de abrirte esta vez, de darte la bienvenida, de abrazarte, hija mía, como debería haber hecho ese día, hace tantos años. Es una esperanza tan débil como mi corazón. Soy consciente. Pero seguiré esperando. Esperaré oír tu llamada. Mantendré la esperanza.

Que Alá te conceda una vida larga y próspera, hija mía. Que Alá te conceda muchos hijos saludables y hermosos. Que encuentres la felicidad, la paz y la aceptación que yo no te ofrecí. Te dejo en las manos amantes de Alá.

Tu indigno padre,

Yalil

Esa noche, cuando regresan al hotel, después de que los niños hayan jugado un rato y se hayan acostado, Laila le habla de la carta a Tariq. Le muestra el dinero de la bolsa de arpillera. Cuando se echa a llorar, su esposo la besa en la cara y la estrecha entre sus brazos.

51

Abril de 2003

La sequía ha llegado a su fin. Nevó por fin el invierno pasado, y la nieve llegaba hasta la rodilla. Y ahora lleva varios días lloviendo. El río Kabul de nuevo lleva agua. Las crecidas primaverales han barrido Ciudad Titanic.

Ahora las calles están embarradas. Los zapatos rechinan. Los coches se quedan atascados. Los burros avanzan trabajosamente con su carga de manzanas, salpicando barro al pisar los charcos. Pero nadie se queja del lodo, ni se lamenta de la desaparición de Ciudad Titanic. «Necesitamos que Kabul vuelva a ser verde», dice la gente.

Ayer, Laila vio a los niños jugando a pesar del aguacero, saltando en los charcos del patio, bajo el cielo plomizo. Los miraba desde la ventana de la cocina de la pequeña casa de dos habitaciones que han alquilado en Dé Mazang. En el patio crecen un granado y arbustos de eglantina. Tariq ha encalado los muros y ha construido un columpio y un tobogán para los niños, y un pequeño cercado para la nueva cabra de Zalmai. Laila se fijó en las gotas que se deslizaban por el cuero cabelludo de su hijo: ha querido afeitarse la cabeza, igual que Tariq, que ahora se encarga de rezar las oraciones Babalu con él. La lluvia empapaba los largos cabellos de Aziza, convirtiéndolos en tirabuzones mojados que salpicaban a su hermano cuando ella movía la cabeza.