Mariam también acabó dudando de esta parte de la historia. Sí, admitió Yalil, estaba montando a caballo en Tajt-e-Safar, pero al recibir la noticia no se había encogido de hombros. Había saltado sobre su caballo y regresado a Herat. La había acunado en sus brazos, le había pasado el pulgar por las cejas casi sin pelo, y le había tarareado una nana. Mariam no se imaginaba a Yalil diciendo que tenía la cara alargada, pero era cierto que la tenía así.
Nana afirmaba que ella había elegido el nombre de Mariam porque era el de su madre. Yalil aseguraba que el nombre lo había elegido él, porque Mariam, el nardo, era una flor preciosa.
– ¿Tu favorita? -preguntó Mariam.
– Bueno, una de mis favoritas -respondió él, y sonrió.
3
Uno de los primeros recuerdos de Mariam era el chirrido de las ruedas de hierro de una carretilla rodando sobre las piedras. La carretilla llegaba una vez al mes, llena de arroz, harina, té, azúcar, aceite para cocinar, jabón y pasta de dientes. La llevaban dos de los hermanastros de Mariam; por lo general eran Muhsin y Ramin, a veces Ramin y Farhad. Los muchachos se turnaban para empujar la carretilla cuesta arriba por el sendero, sobre piedras y guijarros, evitando baches y arbustos, hasta llegar al arroyo. Allí tenían que vaciarla y cargar los bultos para vadearlo: primero pasaban con la carretilla y luego volvían a cargarla. A continuación debían empujarla doscientos metros más a través de la alta y espesa hierba, rodeando matorrales. Las ranas se apartaban de un salto a su paso. Los hermanos espantaban los mosquitos de sus caras sudorosas a manotazos.
– Tiene criados -decía Mariam-. Podría enviarlos a ellos.
– Su idea de la penitencia -replicaba Nana.
Mariam y Nana salían al oír el sonido de la carretilla. Mariam recordaría siempre a su madre tal como la veía el día del aprovisionamiento: una mujer alta, huesuda y descalza, que se apoyaba en el dintel con sus perezosos ojos convertidos en rendijas y los brazos cruzados en un gesto desafiante y burlón. El sol iluminaba sus cabellos cortos y despeinados, sin cubrir. Llevaba una camisa gris que no le sentaba bien abotonada hasta el cuello, y los bolsillos llenos de piedras del tamaño de castañas.
Los chicos se sentaban junto al arroyo y esperaban a que ellas dos metieran las provisiones en el kolba. No osaban acercarse a menos de treinta metros, aunque Nana tenía mala puntería y la mayor parte de las piedras aterrizaban lejos de su objetivo. Nana gritaba a los muchachos mientras acarreaba los sacos de arroz al interior del kolba y les llamaba cosas que Mariam no entendía, maldecía a sus madres y les hacía muecas de odio. Los muchachos nunca le devolvían los insultos.
Mariam se compadecía de ellos. Qué cansados debían de tener los brazos y las piernas, pensaba, de tanto empujar aquella pesada carga. Le habría gustado ofrecerles agua. Pero no decía nada, y si ellos la saludaban con la mano, ella no les devolvía el saludo. En una ocasión, para complacer a Nana, Mariam incluso gritó a Muhsin y le dijo que su boca parecía el culo de un lagarto, aunque luego se moría de culpabilidad, vergüenza y miedo de que se lo contaran a Yalil. Pero Nana se rió tanto, mostrando los picados dientes, que Mariam temió que le diera uno de sus ataques. Nana miró a Mariam cuando terminó y dijo:
– Eres una buena hija.
Cuando la carretilla quedaba vacía, los muchachos volvían corriendo y se alejaban empujándola. Mariam esperaba a verlos desaparecer entre la alta hierba y los matojos floridos.
– ¿Vienes?
– Sí, Nana.
– Se ríen de ti. En serio. Los oigo.
– Ya voy.
– ¿No me crees?
– Aquí estoy.
– Ya sabes que te quiero, Mariam yo.
Por la mañana, despertaban con lejanos balidos de ovejas y el agudo sonido de una flauta, cuando los pastores llevaban sus rebaños a pastar en la ladera de la colina. Mariam y Nana ordeñaban las cabras, daban de comer a las gallinas y recogían los huevos. Hacían el pan juntas. Nana le enseñaba a amasar, a encender el tandur y aplastar la masa de las tortas de pan contra las paredes interiores.
También a coser y a guisar el arroz y todos los demás ingredientes: estofado de shalqam con nabos, sabzi de espinacas, coliflor con jengibre.
Nana no ocultaba el desagrado que le producían las visitas -y, de hecho, la gente en general-, pero hacía excepciones con unos pocos escogidos. Y así, el arbab de la aldea de Gul Daman, Habib Jan, un hombre barbudo de cabeza pequeña y enorme vientre, se presentaba una vez al mes, más o menos, con un criado que portaba un pollo, o a veces una cazuela de arroz kirichi, o un cesto de huevos pintados, para Mariam.
También las visitaba una anciana rechoncha a la que Nana llamaba Bibi yo, cuyo difunto marido había sido cantero y amigo del padre de Nana. A Bibi yo la acompañaban siempre una de sus seis nueras y un par de nietos. Atravesaba el claro cojeando y resoplando, y se frotaba la cadera con grandes aspavientos antes de sentarse, con un suspiro de dolor, en la silla que le ofrecía Nana. Bibi yo siempre llevaba algo para Mariam: una caja de dulces dishlemé, una cesta de membrillos. A Nana, primero le soltaba las quejas sobre sus achaques, y luego los chismorreos de Herat y Gul Daman, en los que se explayaba a gusto, mientras su nuera permanecía sentada detrás de ella, callada y sumisa.
Pero el visitante favorito de Mariam, aparte de Yalil, por supuesto, era el ulema Faizulá, el anciano profesor del Corán en la aldea, el ajund. Éste subía una o dos veces por semana desde Gul Daman para enseñar a Mariam las cinco oraciones namaz diarias. También le enseñaba a recitar el Corán, tal como había hecho con su madre cuando ésta era una niña. El ulema Faizulá había enseñado a Mariam a leer, mirando pacientemente por encima de su hombro mientras los labios de su alumna formaban las palabras en silencio y su dedo índice se detenía en cada palabra, apretando hasta que la uña blanqueaba, como si de esta manera pudiera exprimir el significado de los símbolos. El ulema Faizulá le había sostenido la mano, guiando el lápiz en la elevación de cada alif, en la curva de cada bá, y los tres puntos de cada zá.
Era un anciano delgado, adusto y encorvado con una sonrisa desdentada y una barba blanca que le llegaba hasta el ombligo. Por lo general iba solo al kolba, aunque a veces lo acompañaba su hijo de cabello rojizo, Hamza, unos años mayor que Mariam. Cuando el ulema Faizulá se presentaba en el kolba, Mariam le besaba la mano -y parecía que besaba un grupo de ramitas secas cubiertas por una fina capa de piel-, y él le daba un beso en la frente, antes de sentarse para empezar la clase. Después, los dos salían a sentarse a la puerta del kolba para comer piñones y beber té verde, mientras observaban los bulbul, los ruiseñores que volaban velozmente de un árbol a otro. Algunas veces paseaban entre los alisos y la hojarasca color bronce, siguiendo el arroyo en dirección a las montañas. El ulema Faizulá pasaba las cuentas de su rosario tasbé mientras caminaban y con su voz temblorosa contaba a Mariam historias de todas las cosas que había visto en su juventud, como la serpiente de dos cabezas que había encontrado en Irán, en el Puente de los Treinta y Tres Arcos de Isfahán, o la sandía que había partido a las puertas de la mezquita Azul de Mazar, para descubrir que las pepitas formaban la palabra «Alá» en una mitad y «Akbar» en la otra.
El ulema Faizulá confesó a Mariam que en algunas ocasiones no comprendía el significado de las palabras del Corán, pero que le gustaban los sonidos cautivadores que surgían de su lengua al pronunciar las palabras en árabe. Dijo que lo consolaban, que sosegaban su corazón.