Después de tomar el té con Nana, padre e hija siempre iban a pescar al arroyo. Él le enseñaba a lanzar el sedal y enrollar el carrete cuando picaba una trucha. Le enseñaba a destripar y limpiar el pescado, sacándole la espina con un solo movimiento. Le hacía dibujos mientras esperaban a que picaran, le mostraba cómo dibujar un elefante de un solo trazo sin levantar la pluma del papel. Le recitaba poemas. Juntos cantaban:
Yalil le llevaba recortes del Ittifaq-i Islam, el periódico de Herat, y se los leía. Era el vínculo de Mariam, la prueba de que existía todo un mundo más allá del kolba, más allá de Gul Daman y también de Herat, un mundo de presidentes con nombres impronunciables, trenes y museos y fútbol, cohetes que orbitaban alrededor de la Tierra y aterrizaban en la Luna, y cada jueves Yalil llevaba consigo una parte de ese mundo al kolba.
Fue él quien le contó en el verano de 1973, cuando Mariam tenía catorce años, que el sha Zahir, que había gobernado en Kabul durante cuarenta años, había sido derrocado por un golpe de estado incruento.
– Lo ha hecho su primo Daud Jan, mientras el sha estaba en Italia para recibir tratamiento médico. Sabes quién es Daud Jan, ¿verdad? Ya te había hablado de él. Era primer ministro en Kabul cuando tú naciste. El caso es que Afganistán ya no es una monarquía, Mariam. Ahora es una república y Daud Jan es el presidente. Corre el rumor de que los socialistas de Kabul le han ayudado a hacerse con el poder. No es que él sea socialista, claro, pero le han ayudado. Eso se rumorea al menos.
Mariam le preguntó qué era un socialista y Yalil empezó a explicárselo, pero Mariam apenas le prestaba atención.
– ¿Me estás escuchando?
– Sí.
Yalil vio que su hija miraba el bulto del bolsillo lateral de su chaqueta.
– Ah. Claro. Bueno. Pues toma. No hace falta esperar…
Sacó una cajita del bolsillo y se la entregó. De vez en cuando le llevaba pequeños regalos. Un brazalete de cornalinas una vez, una gargantilla con cuentas de lapislázuli otra. Ese día, Mariam abrió la caja y encontró un colgante con forma de hoja, del que pendían a su vez monedas pequeñas con lunas y estrellas grabadas.
– Póntelo, Mariam yo.
Mariam se lo puso.
– ¿Cómo me queda?
– Pareces una reina -respondió su padre con una sonrisa radiante.
Cuando Yalil se fue, Nana vio el colgante sobre el pecho de Mariam.
– Bisutería de los nómadas -dijo-. Ya he visto cómo la hacen. Funden las monedas que les echa la gente y hacen joyas. A ver cuándo te trae algo de oro, tu querido padre. A ver.
Llegado el momento en que Yalil tenía que irse, Mariam se quedaba siempre en el umbral de la puerta mientras él cruzaba el claro, abatida ante la idea de la semana que se extendía, como un objeto inmenso e inamovible, entre aquélla y la siguiente visita. Mariam siempre contenía el aliento mientras lo veía marchar. Contenía el aliento y contaba los segundos mentalmente, diciéndose que por cada segundo que no respirara, Dios le concedería otro día con Yalil.
Por la noche, se acostaba en su jergón y se preguntaba cómo sería la casa de Yalil en Herat. Se preguntaba cómo sería vivir con él, verlo todos los días. Se imaginaba tendiéndole una toalla mientras él se afeitaba, al tiempo que le preguntaba si se había cortado. Le prepararía el té. Le cosería los botones que se le cayeran. Darían paseos juntos por Herat, por los soportales del bazar en el que, según Yalil, era posible encontrar cuanto uno deseara. Irían en su coche y la gente los señalaría y diría: «Ahí va Yalil Jan con su hija.» Yalil le mostraría el famoso árbol bajo el cual habían enterrado a un poeta.
Mariam decidió que un día no muy lejano hablaría con Yalil de todas esas cosas. Y cuando él la oyera, cuando supiera lo mucho que lo echaba de menos cada vez que se iba, seguro que se la llevaría consigo. La llevaría a Herat, a vivir en su casa, como sus otros hijos.
5
– Ya sé lo que quiero -dijo Mariam a Yalil.
Era la primavera de 1974, el año en que Mariam cumplía quince años. Los tres estaban sentados a la puerta del kolba, a la sombra de los sauces, en sillas plegables dispuestas en triángulo.
– Para mi cumpleaños… Ya sé lo que quiero.
– ¿Ah, sí? -dijo Yalil con una sonrisa alentadora.
Dos semanas antes, Mariam había preguntado al respecto y él había comentado que se estaba proyectando una película americana en su cine. Era una película especial, de lo que él llamó «dibujos animados». Toda la película era una serie de dibujos, explicó, miles de dibujos, y al convertirse en película y proyectarse sobre una pantalla, daba la impresión de que se movían. Yalil dijo que la película contaba la historia de un viejo fabricante de juguetes que se sentía muy solo y deseaba con todas sus fuerzas tener un hijo. Así que decidió tallar una marioneta, un niño de madera que mágicamente cobraba vida. Mariam le había pedido que le contara más cosas, y Yalil le relató que el anciano y su marioneta corrían toda suerte de aventuras, que había un sitio que se llamaba Isla de la Diversión, donde los niños malos se convertían en burros. Al final, una ballena se tragaba a la marioneta y su padre. Mariam refirió toda la historia al ulema Faizulá.
– Quiero que me lleves a tu cine -pidió Mariam para su cumpleaños-. Quiero ver los dibujos animados. Quiero ver al niño marioneta.
Al decir esto, Mariam notó un cambio en el ambiente que respiraban. Sus padres se removieron en sus sillas y Mariam notó que intercambiaban miradas.
– No es buena idea -señaló Nana. Su voz sonó tranquila, con el tono contenido y educado que usaba siempre que Yalil estaba con ellas, pero Mariam notaba su mirada dura y acusadora.
Él cambió de posición en la silla, tosiendo y carraspeando.
– ¿Sabes? -dijo-. La calidad de la imagen no es muy buena. Ni la del sonido. Y últimamente el proyector no funciona muy bien. Me parece que tu madre tiene razón. Será mejor que pienses en otro regalo, Mariam yo.
– Ané -dijo Nana-. ¿Lo ves? Tu padre está de acuerdo conmigo.
Pero más tarde, en el arroyo, Mariam insistió.
– Llévame.
– Vamos a hacer una cosa -propuso Yalil-. Enviaré a alguien a recogerte para que te lleve. Y me aseguraré de que te den un buen asiento y todas las golosinas que quieras.
– No. Quiero que me lleves tú.
– Mariam yo…
– Y también quiero que invites a mis hermanos y hermanas. Me gustaría conocerlos y que fuésemos todos juntos. Sí, eso es lo que quiero.
Yalil suspiró. Miraba a lo lejos, hacia las montañas.
Mariam recordaba que, según le había dicho, en la pantalla un rostro humano parecía tan grande como una casa, y cuando un coche se estrellaba, uno notaba en sus propios huesos cómo se retorcía el metal. Se imaginaba a sí misma sentada en un palco, lamiendo un helado, junto a sus hermanos y su padre.
– Eso es lo que quiero -repitió.
Yalil la miró con tristeza.
– Mañana. A mediodía. Nos encontraremos aquí mismo. ¿De acuerdo? ¿Mañana?
– Ven aquí -dijo él. Se agachó, la atrajo hacia sí y la estrechó entre sus brazos mucho, mucho tiempo.
Al principio, Nana se paseaba por el kolba, abriendo y cerrando los puños.
– De todas las hijas que podía haber tenido, ¿por qué Dios me ha dado una tan ingrata como tú? ¡Con todo lo que he tenido que soportar por tu culpa! ¡Cómo te atreves! ¿Cómo te atreves a abandonarme así, harami traidora?