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– Mis hijos van a morir -dijo Laila-. Morirán ante mis ojos.

– No -aseguró Mariam-. No lo permitiré. Todo se arreglará, Laila yo. Sé lo que tengo que hacer.

Un día de sol abrasador, Mariam se puso el burka y se fue con su marido al hotel Intercontinental. El billete del autobús era un lujo que ya no podían permitirse, y la mujer estaba exhausta cuando llegaron a lo alto de la empinada cuesta. Había tenido que detenerse un par de veces durante la subida, a esperar que se le pasara el mareo.

En la entrada del establecimiento, Rashid saludó y abrazó a uno de los porteros, que llevaba un traje de color burdeos y una gorra con visera. Charlaron un momento amigablemente, con la mano de Rashid en el codo del empleado. Rashid señaló a Mariam en un momento dado y ambos hombres le lanzaron una mirada fugaz. Mariam tuvo la impresión de que conocía al portero.

Mariam y Rashid se quedaron esperando mientras el portero entraba en el hotel. Desde aquella atalaya, Mariam vio el Instituto Politécnico y, más allá, el viejo distrito Jair Jana y la carretera que llevaba a Mazar. Hacia el sur, distinguió la panificadora Silo, que llevaba mucho tiempo abandonada, con su fachada de amarillo pálido plagada de boquetes producidos por los bombardeos. Más al sur aún, divisó las ruinas del palacio Darulaman, adonde Rashid la había llevado de picnic hacía ya tantos años. El recuerdo de aquel día era una reliquia del pasado que ya no reconocía como suya.

Mariam se concentró en esos puntos de referencia, temiendo que perdería el valor si dejaba vagar sus pensamientos.

A cada rato llegaban jeeps y taxis a la entrada del hotel. Los porteros acudían presurosos a recibir a los pasajeros, que eran todos hombres armados, barbudos y con turbante, que se apeaban de sus vehículos con el mismo aire amenazador, seguros de sí mismos. Mariam oyó retazos de conversación antes de que cruzaran las puertas del hotel. Les oyó hablar en pastún y farsi, pero también en urdu y árabe.

– Ahí tienes a nuestros auténticos amos -murmuró Rashid-. Los islamistas pakistaníes y árabes. Los talibanes no son más que marionetas suyas. Éstos son los auténticos jugadores de la partida y Afganistán es su tablero de juego.

Rashid añadió que, según se rumoreaba, los talibanes habían permitido que esa gente estableciera por todo el país campos secretos, donde se entrenaba a hombres jóvenes que habían de convertirse en suicidas con bombas y en combatientes de la yihad.

– ¿Por qué tarda tanto? -dijo Mariam.

Rashid escupió y movió el pie para echar tierra sobre el salivazo.

Una hora más tarde, Mariam y Rashid entraban en el hotel y seguían al portero. Los tacones del empleado resonaban en el embaldosado del vestíbulo, donde se disfrutaba de un agradable frescor. Mariam vio a dos hombres sentados en sendas butacas de cuero ante una mesita, con sus rifles al lado. Bebían té negro y comían jelabi cubiertos de sirope, con azúcar en polvo por encima. Mariam pensó en Aziza, que sentía pasión por los jelabi, y desvió la mirada.

El portero los condujo a una terraza. Del bolsillo se sacó un pequeño teléfono negro inalámbrico y un papelito con un número escrito. Dijo a Rashid que era el teléfono por satélite de su supervisor.

– Tenéis cinco minutos -advirtió-. Nada más.

– Tashakor -dijo Rashid-. No olvidaré este favor.

El hombre asintió y se fue. Rashid marcó el número y entregó el teléfono a Mariam.

Mientras ella escuchaba los ásperos timbrazos, sus pensamientos regresaron a la última vez que había visto a Yalil, de eso hacía ya trece años, en la primavera de 1987. Su padre se encontraba en la calle, frente a la casa donde vivía ella, apoyado en un bastón junto al Benz azul con matrícula de Herat que tenía una raya blanca que partía en dos el techo, el capó y el maletero. Se había pasado horas esperándola, llamándola de vez en cuando, igual que ella había gritado el nombre de él en otro tiempo, ante la puerta de su casa. Mariam había separado las cortinas una vez, sólo un poco, para mirarlo. No había sido más que un vistazo, pero le bastó para saber que había encanecido y que empezaba a encorvarse. Yalil llevaba gafas, corbata roja, como siempre, y el habitual pañuelo blanco en el bolsillo del pecho. Lo más sorprendente había sido que estaba mucho más delgado de lo que ella recordaba, que la chaqueta del traje marrón oscuro le colgaba de los hombros y los pantalones le hacían bolsas en los tobillos.

Yalil también la había visto a ella, aunque sólo fuera un instante. Sus miradas se habían cruzado brevemente por entre la abertura de las cortinas, igual que había ocurrido muchos años atrás en otra ventana parecida. Pero Mariam se había apresurado a correr de nuevo los cortinajes y se había sentado en la cama a esperar que su padre se marchara.

Pensó en la carta que Yalil había dejado finalmente en su puerta. La había guardado durante días bajo la almohada, de donde la sacaba de vez en cuando para darle vueltas entre las manos. Al final, la había roto sin abrirla.

Y después de tantos años, intentaba hablar con él por teléfono.

Mariam se arrepentía de su estúpido orgullo juvenil y deseaba haberle dejado entrar aquel día. ¿Qué daño le habría hecho sentarse con él y escuchar lo que hubiera ido a decirle? Era su padre. No había sido un buen padre, cierto, pero qué corrientes le parecían sus defectos en ese momento, qué fáciles de perdonar comparados con la maldad de Rashid, o con la brutalidad y la violencia que había visto practicar a otros hombres.

Deseó no haber destruido su carta.

La profunda voz masculina que le habló por el teléfono le informó de que se había puesto en contacto con el despacho del alcalde de Herat.

Mariam carraspeó.

– Salam, hermano, estoy buscando a un hombre que vive en Herat. O que vivía allí hace años. Se llama Yalil Jan. Vivía en Shar-e-Nau y era el dueño del cine. ¿Tienes alguna información sobre su paradero?

– ¿Y para eso llamas al despacho del alcalde? -dijo el hombre, con irritación.

Mariam explicó que no sabía a quién más llamar.

– Perdóname, hermano. Sé que tienes cosas importantes que atender, pero se trata de una cuestión de vida o muerte.

– No lo conozco. Hace muchos años que se cerró ese cine.

– Tal vez haya alguien ahí que lo conozca, alguien…

– No hay nadie.

Mariam cerró los ojos.

– Por favor, hermano. Está en juego la vida de unos niños, unos niños pequeños.

Oyó un largo suspiro.

– Tal vez alguien de ahí…

– Está el encargado de mantenimiento. Creo que ha vivido aquí toda la vida.

– Pregúntaselo a él, por favor.

– Vuelve a llamar mañana.

– No puedo. Sólo dispongo de cinco minutos con este teléfono. No…

Mariam oyó un clic al otro lado y creyó que el hombre había colgado, pero luego oyó pasos y voces, el claxon de un coche a lo lejos, y un zumbido mecánico con chasquidos a intervalos, tal vez de un ventilador eléctrico. Mariam se pasó el teléfono al otro lado y cerró los ojos.

Recordó a Yalil sonriendo, metiéndose la mano en el bolsillo.

«-Ah. Claro. Bueno. Pues toma. No hace falta esperar…

»Un colgante con forma de hoja, del que pendían a su vez monedas pequeñas con lunas y estrellas grabadas.

»-Póntelo, Mariam yo.

»-¿Qué te parece?

»-Creo que pareces una reina.»

Transcurrieron unos minutos. Luego Mariam volvió a oír unos pasos, un crujido y un nuevo chasquido.

– Lo conoce.

– ¿Sí?

– Eso es lo que él dice.

– ¿Dónde está? -preguntó Mariam-. ¿Sabe ese hombre dónde está ahora Yalil Jan?

Hubo una pausa.

– Dice que murió hace años, en mil novecientos ochenta y siete.

A Mariam se le cayó el alma a los pies. Había pensado en esa posibilidad, por supuesto, ya que su padre debía de rondar los setenta y tantos años, pero…