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En 1987.

«Entonces, es que se estaba muriendo. Había venido desde Herat para despedirse.»

Mariam se acercó al borde de la terraza. Desde allí vio la famosa piscina del hotel, ahora vacía y sucia, con agujeros de balas y azulejos rotos. Y también la deteriorada pista de tenis, con la red hecha jirones, caída en el centro de la pista como la piel mudada de una serpiente.

– Tengo que colgar -dijo la voz al otro lado del teléfono.

– Siento haberte molestado -se disculpó Mariam, llorando en silencio. Recordó a Yalil saludándola con la mano, saltando de piedra en piedra para cruzar el arroyo, con los bolsillos llenos de regalos. Evocó todas las veces que había contenido la respiración por él, para que Dios le concediera un poco más de tiempo con él-. Gracias -empezó a decir, pero el hombre ya había cortado la comunicación.

Rashid la miraba. Ella meneó la cabeza.

– Inútil -dijo Rashid, arrebatándole el teléfono de las manos-. De tal palo tal astilla.

Cuando atravesaron el vestíbulo, Rashid se acercó rápidamente a la mesita del café, ahora abandonada, y se metió en el bolsillo el último jelabi que quedaba. Al llegar a casa se lo dio a Zalmai.

42

Laila

Aziza metió sus posesiones en una bolsa de papeclass="underline" la camisa de flores y su único par de calcetines, los guantes de lana disparejos, una manta vieja de color naranja con estrellas y cometas, una taza de plástico rota, un plátano y su juego de dados.

Era una fría mañana de abril de 2001, poco antes del vigésimo tercer cumpleaños de Laila. El cielo era de un gris translúcido y las ráfagas de viento frío y húmedo sacudían la puerta mosquitera sin cesar.

Habían pasado unos días desde que Laila se enteró de que Ahmad Sha Massud se había ido a Francia y había hablado en el Parlamento europeo. Luego se había trasladado al norte de Afganistán, de donde era oriundo, y desde allí dirigía la Alianza del Norte, el único grupo que seguía combatiendo a los talibanes. En Europa, había advertido a Occidente sobre los campamentos para terroristas que había en Afganistán, y había pedido el apoyo de Estados Unidos en su lucha contra los talibanes.

«Si el presidente Bush no nos ayuda -había dicho-, muy pronto esos terroristas harán daño en Estados Unidos y Europa.»

Un mes antes, Laila había oído que los talibanes habían colocado trilita en las grietas de los budas de Bamiyán y los habían hecho volar en pedazos, aduciendo que eran motivo de pecado e idolatría. Su acción había suscitado un gran clamor en el mundo entero, desde Estados Unidos hasta China. Gobiernos, historiadores y arqueólogos de todo el planeta habían escrito cartas, rogando a los talibanes que no demolieran el monumento histórico más importante de Afganistán. Pero ellos habían seguido adelante con sus planes y habían hecho detonar los explosivos colocados en el interior de los budas milenarios. Habían entonado el Alá-u-akbar con cada explosión, lanzando vítores cuando las estatuas perdían un brazo o una pierna en medio de una nube de polvo. Laila evocó el día que había subido hasta lo alto de los budas con babi y Tariq, en 1987: recordaba la brisa acariciando sus rostros iluminados por el sol, mientras contemplaban un halcón que planeaba en círculos sobre el valle. Pero la noticia de la destrucción de las efigies la había dejado indiferente. No le parecía que tuviese demasiada importancia. ¿Cómo iban a afectarla unas estatuas cuando su propia vida se estaba haciendo añicos?

Hasta que Rashid anunció que había llegado la hora de marcharse, Laila permaneció sentada en el suelo en un rincón de la sala de estar, muda, con el rostro impávido y los cabellos cayéndole sobre la cara. Por mucho aire que tratara de inhalar, le parecía que nunca alcanzaría a llenarle los pulmones.

De camino a Karté-Sé, Rashid llevó a Zalmai en brazos mientras Aziza caminaba a paso vivo, de la mano de Mariam. El viento hacía ondear el sucio pañuelo que la niña llevaba atado bajo el mentón y también su vestido. La pequeña tenía ahora una expresión más lúgubre, como si con cada paso que daba fuera dándose cuenta de que la habían engañado. Laila no había tenido valor para contarle la verdad. Le había dicho que la llevaban a un colegio especial donde los niños se quedaban a comer y dormir y no volvían a casa después de las clases. Aziza no hacía más que repetir a Laila las mismas preguntas que llevaba días formulando. ¿Los alumnos dormían en habitaciones separadas o en un único dormitorio común? ¿Haría amigos? ¿Estaba segura de que los maestros serían agradables? En más de una ocasión quiso saber cuánto tiempo tendría que quedarse allí.

Se detuvieron a dos manzanas del edificio achaparrado, semejante a un barracón.

– Zalmai y yo esperaremos aquí -dijo Rashid-. Oh, antes de que se me olvide…

Sacó un chicle del bolsillo como regalo de despedida y se lo dio a Aziza con expresión de envarada magnanimidad. Ella lo aceptó y musitó las gracias. A Laila le maravilló el buen talante de su hija, su inmensa capacidad para perdonar, y los ojos se le llenaron de lágrimas. La abrumó una gran congoja y se le encogió el corazón de dolor al pensar que esa tarde la niña no dormiría la siesta a su lado, que no notaría el leve peso de su brazo sobre el pecho, la curva de su cabeza en las costillas, su cálido aliento en el cuello y sus pies en el vientre.

Cuando Laila y Mariam se alejaron con Aziza, Zalmai empezó a gemir y a gritar: «¡Ziza! ¡Ziza!», retorciéndose y pataleando en brazos de su padre, sin dejar de llamar a su hermana hasta que el mono de un organillero que había al otro lado de la calle distrajo su atención.

Recorrieron las dos últimas manzanas las tres solas. Cuando se acercaron al edificio, Laila vio su fachada agrietada, el tejado combado, los tablones de madera clavados en las aberturas donde faltaban las ventanas y la parte superior de un columpio asomando por encima de una tapia ruinosa.

Se detuvieron frente a la puerta y Laila repitió a Aziza lo que ya le había explicado antes.

– Y si te preguntan por tu padre, ¿qué dirás?

– Que lo mataron los muyahidines -respondió la niña con expresión recelosa.

– Eso es, cariño, ¿lo entiendes?

– Sí, porque ésta es una escuela especial -añadió la pequeña.

Ahora que ya había llegado y el edificio era algo real, parecía angustiada. Le temblaba el labio inferior y sus ojos amenazaban con llenarse de lágrimas. Laila comprendió que hacía denodados esfuerzos por mostrarse valiente.

– Si decimos la verdad -prosiguió Aziza con un hilillo de voz-, no me aceptarán. Es una escuela especial. Quiero ir a casa.

– Vendré a visitarte todos los días -consiguió decir la madre-. Lo prometo.

– Yo también -aseguró Mariam-. Vendremos a verte, Aziza yo, y jugaremos juntas, como siempre. Sólo será por una temporada, hasta que tu padre encuentre trabajo.

– Aquí tienen comida -añadió Laila con voz entrecortada. Se alegraba de que el burka impidiera que su hija viera cómo se desmoronaba-. Aquí no pasarás hambre. Tienen arroz, pan y agua, y puede que incluso te den fruta.

– Pero tú no estarás. Y jala Mariam tampoco estará conmigo.

– Vendremos a verte -insistió la madre-. Todos los días. Mírame, Aziza. Vendré a verte. Soy tu madre. Vendré a verte, cueste lo que cueste.

El director del orfanato era un hombre encorvado y enjuto con un rostro de facciones agradables. Se estaba quedando calvo, lucía una barba hirsuta y tenía los ojos como guisantes. Se llamaba Zaman. Llevaba casquete y el cristal izquierdo de sus gafas estaba roto.

De camino hacia su despacho, preguntó a Laila y a Mariam por sus nombres y también el nombre y la edad de Aziza. Recorrieron pasillos tenuemente iluminados en los que vieron niños descalzos que se apartaban para dejarles paso y se quedaban mirándolas. Iban despeinados o con la cabeza afeitada. Llevaban jerséis de mangas raídas, téjanos rotos con las rodillas deshilachadas y chaquetas con parches de cinta aislante. A Laila le llegó el olor a jabón y talco, amoníaco y orines, y al creciente temor de Aziza, que había empezado a gimotear.