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Laila vislumbró el patio: lleno de malas hierbas, con un columpio desvencijado, neumáticos viejos y una pelota de baloncesto deshinchada. Pasaron por delante de habitaciones sin muebles apenas y con las ventanas tapadas con plásticos. Un niño salió corriendo de una de las habitaciones y cogió a Laila por el codo, tratando de encaramarse a sus brazos. Un ayudante, que estaba limpiando lo que parecía un charco de orina, dejó la fregona y se lo llevó.

Zaman se mostraba como un amable dueño con los huérfanos. Dio palmaditas en algunas cabezas al pasar, les dijo unas palabras cordiales, les alborotó el pelo, sin ser condescendiente. Los niños recibían sus caricias con agrado, alzando la mirada hacia él, esperando su aprobación, según le pareció a Laila.

El director les indicó que pasaran a su despacho, una habitación con tan sólo tres sillas plegables y una desordenada mesa cubierta de pilas de papeles.

– Eres de Herat -dijo Zaman a Mariam-. Se te nota en el acento.

El hombre se recostó en su silla, enlazó las manos sobre el vientre y dijo que su cuñado había vivido en Herat. Incluso en esos gestos corrientes, Laila percibió cierto esfuerzo en sus movimientos. Y aunque Zaman sonreía ligeramente, Laila lo notaba inquieto y dolido, como si disimulara la decepción y el sentimiento de derrota con un barniz de buen humor.

– Trabajaba el cristal -añadió el director-. Fabricaba hermosos cisnes del color del jade verde. Al mirarlos a la luz del sol, brillaban por dentro, como si el cristal estuviera lleno de joyas diminutas. ¿Has vuelto alguna vez a Herat?

Mariam dijo que no.

– Yo soy de Kandahar. ¿Has estado alguna vez en Kandahar, hamshira? ¿No? Es precioso. ¡Qué jardines! ¡Y qué uvas! Oh, las uvas. Son un deleite para el paladar.

Unos cuantos niños se apiñaban en la puerta para asomarse. Zaman los echó afablemente, habiéndoles en pastún.

– Por supuesto, también me encanta Herat. Ciudad de artistas y escritores, de sufíes y místicos. Ya conoces el viejo chiste: que no se puede estirar una pierna en Herat sin darle a un poeta un puntapié en el trasero.

Aziza soltó una carcajada.

Zaman fingió sorprenderse.

– Ah, vaya. Te he hecho reír, pequeña hamshira. Ésa suele ser la parte más difícil. Me tenías preocupado. Pensaba que tendría que cloquear como una gallina, o rebuznar como un burro. Pero ya está. Y eres encantadora.

El director llamó a un ayudante para que cuidara de la niña unos instantes. La pequeña se subió al regazo de Mariam y se aferró a ella.

– Sólo vamos a hablar, mi amor -la tranquilizó Laila-. Estaré aquí mismo. ¿De acuerdo? Estaré aquí.

– ¿Por qué no salimos unos minutos, Aziza yo? -dijo Mariam-. Tu madre necesita hablar con este señor. Sólo será un momento. Vamos.

Cuando se quedaron solos, el director preguntó la fecha de nacimiento de Aziza, así como su historial de enfermedades y alergias. Preguntó también por el padre de la niña y Laila vivió la extraña experiencia de contar una mentira que en realidad era verdad. Zaman la escuchó con una expresión que no revelaba credulidad ni escepticismo. Afirmó que dirigía el orfanato basándose en el honor. Si una hamshira decía que su marido había muerto y que no podía cuidar de sus hijos, él no lo ponía en duda.

Laila se echó a llorar.

Zaman dejó a un lado el bolígrafo.

– Estoy avergonzada -dijo la mujer con voz ronca, apretando la palma de la mano contra la boca.

– Mírame, hamshira.

– ¿Qué clase de madre abandona a su propia hija? -sollozó ella.

– Mírame.

Laila alzó la vista.

– No es culpa tuya. ¿Me oyes? No es culpa tuya. Es de esos salvajes, esos washis. Por su culpa siento vergüenza de ser pastún. Han deshonrado el nombre de mi pueblo. Y no eres tú sola, hamshira. Aquí vienen madres como tú a cada momento, a cada momento. Madres que no pueden alimentar a sus hijos porque los talibanes no les permiten trabajar para ganarse la vida. Así que no te culpes. Nadie aquí te culpa. Lo comprendo. -Se inclinó adelante-. Hamshira, lo comprendo.

Laila se secó los ojos con la tela del burka.

– En cuanto a este lugar… -Zaman suspiró y señaló con la mano-, ya ves que se encuentra en un estado desastroso. Siempre andamos faltos de recursos, siempre tenemos que arañar lo que podemos, improvisando. Hacemos lo que tenemos que hacer, como tú. Alá es bueno y generoso; Alá provee, y mientras Él provea, yo me encargaré de que Aziza esté vestida y alimentada. Eso puedo prometértelo.

Laila asintió.

– ¿De acuerdo? -preguntó Zaman, sonriendo amistosamente-. Pero no llores, hamshira. Que ella no te vea llorar.

– Que Alá te bendiga -dijo Laila con voz estrangulada de emoción, secándose de nuevo los ojos-. Que Alá te bendiga, hermano.

Pero cuando llegó el momento de las despedidas, se produjo la escena que tanto temía Laila.

A la niña le entró el pánico.

Mientras caminaba de vuelta a casa, apoyada en Mariam, la madre no dejaba de oír los agudos gritos de Aziza. En su cabeza, veía las grandes manos callosas de Zaman rodeando los brazos de su hija, veía cómo tiraban de ella suavemente al principio, con más fuerza después, y finalmente con energía, para obligar a la pequeña a soltarse de ella. Veía a Aziza pataleando entre los brazos de Zaman mientras éste se la llevaba apresuradamente, y oía sus gritos como si estuviera a punto de desvanecerse de la faz de la tierra. Y también se veía a sí misma corriendo por el pasillo con la cabeza gacha y conteniendo un aullido que pugnaba por salir de su garganta.

– La huelo -le dijo a Mariam cuando llegaron a casa. Sus ojos miraban ciegamente más allá de la otra mujer, del patio y de sus muros, en dirección a las montañas, oscuras como la saliva de un fumador-. Noto su olor cuando dormía. ¿Tú no? ¿No lo hueles?

– Oh, Laila yo. -Mariam suspiró-. No sigas. ¿De qué sirve lamentarse? ¿De qué sirve?

Al principio, Rashid seguía la corriente a Laila y los acompañaba -a ella, a Mariam y a Zalmai- al orfanato, pero durante el camino procuraba por todos los medios que Laila viera bien su expresión dolida y lo oyera despotricar por todo lo que le estaba haciendo sufrir, por lo mucho que le dolían las piernas y la espalda y los pies con tanto ir y venir del orfanato. Quería que supiera lo mucho que le molestaba.

– Ya no soy joven -se quejaba-. Claro que a ti eso no te importa. Acabarías conmigo si te dejara salir con la tuya. Pero no, Laila, de eso nada.

Se separaban a dos manzanas del orfanato y nunca les permitía quedarse más de un cuarto de hora.

– Un minuto de más y me voy. Lo digo en serio.

Laila tenía que insistirle y suplicarle para que alargara un poco más el tiempo que le permitía pasar con Aziza. A ella y a Mariam, que vivía la ausencia de Aziza con gran desconsuelo, aunque prefería, como siempre, sufrir calladamente a solas. Y también a Zalmai, que preguntaba por su hermana todos los días y tenía rabietas que a veces daban paso a interminables llantinas.

A veces, de camino al orfanato, Rashid se detenía y se quejaba de que le dolía la pierna. Entonces daba media vuelta y emprendía la vuelta hacia casa a largas zancadas, sin cojear lo más mínimo. O hacía chasquear la lengua y decía: «Son los pulmones, Laila. No respiro bien. Quizá mañana me encuentre mejor, o pasado mañana. Ya veremos.» Jamás se molestaba siquiera en fingir que le faltaba el aire. A menudo, cuando giraba en redondo para emprender el regreso, encendía un cigarrillo. Laila no tenía más remedio que seguirlo, temblando de resentimiento, rabia e impotencia.

Hasta que un día, Rashid anunció a Laila que ya no la acompañaría nunca más.

– Estoy demasiado cansado después de andar por la calle todo el día, buscando trabajo -afirmó.

– Entonces iré yo sola -declaró Laila-. No puedes impedírmelo, Rashid. ¿Me oyes? Ya puedes pegarme todo lo que quieras, que yo iré de todas formas.