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– Haz lo que te dé la gana. Pero no conseguirás eludir a los talibanes. No vengas después con que no te lo he advertido.

– Te acompaño -dijo Mariam, pero Laila no se lo permitió.

– Tienes que quedarte en casa con Zalmai. Si nos detuvieran a las dos… No quiero que él lo vea.

Y así, súbitamente, toda la vida de Laila empezó a girar en torno a la manera de llegar hasta el orfanato. La mitad de las veces no lo conseguía. Nada más cruzar la calle, la descubrían los talibanes y la acribillaban a preguntas -«¿Cómo te llamas? ¿Adónde vas? ¿Por qué vas sola? ¿Dónde está tu mahram?-, antes de enviarla a casa. Si tenía suerte, le echaban una buena bronca o le daban una única patada en el trasero o simplemente la empujaban. Otras veces, topaba con una variedad de garrotes, varas, o látigos, o le daban bofetadas y puñetazos.

Un día, un joven talibán golpeó a Laila con una antena de radio. Cuando terminó, le dio un último golpe en la nuca y dijo:

– Si vuelvo a verte, te pegaré hasta sacarte de los huesos la leche que mamaste.

Ese día, Laila regresó a casa. Se tumbó boca abajo, sintiéndose como un estúpido y lastimoso animal, y bufó entre dientes mientras Mariam le aplicaba paños húmedos en la espalda y los muslos ensangrentados. Pero, por lo general, se negaba a ceder. Fingía volver a casa, pero luego tomaba una ruta distinta por callejuelas. A veces la detenían, interrogaban y reprendía dos, tres, e incluso cuatro veces en un mismo día. Entonces caían sobre ella los látigos y las antenas hendían el aire, y Laila volvía a casa trabajosamente, cubierta de sangre, sin haber visto a Aziza. Pronto se acostumbró a llevar varias prendas de ropa superpuestas, aunque hiciera calor, dos o tres jerséis bajo el burka, para amortiguar los golpes.

Sin embargo, si conseguía llegar al orfanato a pesar de los talibanes, la recompensa valía la pena. Entonces podía pasar todo el rato que quisiera con Aziza, incluso varias horas. Se sentaban en el patio, cerca del columpio, entre otros niños y madres de visita, y charlaban sobre lo que había aprendido la niña durante la semana.

Aziza decía que Kaka Zaman insistía en enseñarles algo nuevo cada jornada, que casi todos los días leían y escribían, a veces estudiaban geografía, también un poco historia o ciencias, en ocasiones sobre plantas y animales.

– Pero tenemos que echar las cortinas -le contaba la niña-, para que los talibanes no nos vean.

Kaka Zaman siempre tenía a mano agujas de tejer y ovillos de lana por si se presentaban y hacían una inspección.

– Entonces escondemos los libros y hacemos ver que tejemos.

Un día, durante una de sus visitas, Laila vio a una mujer de mediana edad con el burka echado hacia atrás, que visitaba a tres niños y una niña. Laila reconoció el rostro anguloso y las cejas gruesas, aunque la boca hundida y el pelo canoso no le eran familiares. De ella recordaba los chales, las camisas negras y la voz cortante, y que solía llevar los negros cabellos recogidos en un moño, de modo que se le veía la pelusa negra en la nuca. Se acordó de que aquella mujer prohibía a las alumnas que llevaran velo, porque afirmaba que todas las personas eran iguales y no había razón alguna para que las mujeres se cubrieran, si los hombres no lo hacían.

En un momento dado, Jala Rangmaal alzó la vista y sus miradas se cruzaron, pero Laila no detectó en los ojos de su antigua maestra ningún destello de reconocimiento.

– Hay fracturas a lo largo de la corteza terrestre -dijo Aziza-. Se llaman fallas.

Era una cálida tarde del mes de junio de 2001. Ese viernes estaban los cuatro sentados en el patio del orfanato, Laila, Zalmai, Mariam y Aziza. Rashid había cedido por una vez -cosa que casi nunca hacía- y los había acompañado. Esperaba en la calle, junto a la parada del autobús.

Había niños descalzos correteando a su alrededor, dando patadas a un balón de fútbol deshinchado, persiguiéndolo con desgana.

– Y a cada lado de las fallas, las placas de rocas forman la corteza terrestre -añadió Aziza.

Alguien le había trenzado los cabellos y se los había recogido en la coronilla. Laila pensó con envidia en la persona que se había sentado detrás de su hija para peinarla, pidiéndole que se estuviera quieta.

La niña hacía una demostración frotando una mano contra otra con las palmas hacia arriba. Zalmai la observaba con gran interés.

– ¿Placas quectónicas se llaman?

– Tectónicas -la corrigió Laila. Le dolía hablar. Aún tenía la mandíbula magullada y le dolían el cuello y la espalda. Tenía los labios tumefactos y la lengua se le metía en el agujero que había dejado el incisivo inferior que le había hecho saltar Rashid dos días atrás. Antes de que sus padres murieran y su vida cambiara tan drásticamente, Laila no habría creído posible que un cuerpo humano soportara tantas palizas, con tanta violencia y regularidad, y siguiera funcionando.

– Eso. Y cuando se deslizan una cerca de la otra, chocan así, ¿lo ves, mammy?, y entonces se libera energía, que se transmite hasta la superficie y hace que la tierra tiemble.

– Estás aprendiendo mucho -dijo Mariam-. Ahora eres mucho más lista que tu tonta jala.

– Tú no eres tonta, jala Mariam -replicó Aziza, con una sonrisa radiante-. Y Kaka Zaman dice que a veces los movimientos de rocas se producen a mucha, mucha profundidad, y que son muy potentes y terribles allí abajo, pero que en la superficie sólo notamos un leve temblor. Sólo un leve temblor.

En la visita anterior, la charla era sobre los átomos de oxígeno de la atmósfera, que dispersaban el color azul de la luz azul del sol. «Si la tierra no tuviera atmósfera -había dicho Aziza, jadeando un poco-, el cielo no sería azul, sino negro, y el sol no sería más que una gran estrella brillante en la oscuridad.»

– ¿Volverá Aziza con nosotros esta vez? -preguntó Zalmai.

– Pronto, mi amor -contestó su madre-. Pronto.

Laila vio que su hijo se alejaba con los andares de su padre: inclinado hacia delante y curvando los dedos de los pies. Zalmai se dirigió al columpio, empujó uno de los asientos vacíos y acabó sentándose en el cemento para arrancar hierbajos de una grieta.

«El agua se evapora de las hojas, mammy, ¿lo sabías?, igual que le ocurre a la ropa tendida. Y eso hace que el agua suba por el árbol desde la tierra y siguiendo las raíces, y luego hasta el tronco, pasando por las ramas hasta llegar a las hojas. Se llama transpiración.»

En más de una ocasión, Laila se había preguntado qué harían los talibanes si descubrían las clases secretas de Kaka Zaman.

Durante sus visitas, Aziza no permitía muchos silencios. Los llenaba todos con su cháchara aguda y cantarina. Tocaba todos los temas y gesticulaba ampliamente, exhibiendo un nerviosismo que no era propio de ella. También reía de una forma distinta. No era tanto una risa, en realidad, como una rúbrica nerviosa con la que Laila sospechaba que su hija trataba de tranquilizarla.

Y también observaba otros cambios. Se había fijado en que Aziza llevaba las uñas sucias y la niña, consciente de que su madre lo había notado, se metía las manos bajo los muslos. Siempre que un niño lloraba cerca de ellas, con los mocos colgándole de la nariz, o si pasaba alguno desnudo con el pelo sucio, Aziza parpadeaba y rápidamente trataba de justificarlo. Era como una anfitriona avergonzada por su mísera casa y sus desaliñados hijos.

Al preguntarle qué tal estaba, sus respuestas eran vagas, pero alentadoras.

– Estoy bien, jala. Estoy bien.

– ¿Te molestan los otros niños?

– No, mammy. Todos son buenos conmigo.

– ¿Comes? ¿Duermes bien?

– Como. También duermo. Sí. Anoche comimos cordero. O fue la semana pasada.

Cuando Aziza hablaba así, Laila reconocía en ella más de un rasgo de Mariam.

La niña había empezado a tartamudear. Fue Mariam la primera en notarlo. El tartamudeo era leve, pero perceptible, y más acusado en las palabras que empezaban con te. Laila preguntó a Zaman al respecto.