– Había llenado cuadernos enteros de dibujos -explicó Tariq-. Había pintado docenas de cuadros al óleo de flamencos caminando por lagunas, tomando el sol en marismas. Y me temo que también volando hacia puestas de sol.
– Flamencos -dijo Laila y miró a Tariq, que estaba sentado con la espalda apoyada en la pared y la pierna buena doblada por la rodilla. Sentía la necesidad de volver a tocarlo, como antes frente al portón, cuando había corrido hacia él. Ahora sentía vergüenza al recordar que se había lanzado a abrazarlo y había llorado sobre su pecho, susurrando su nombre una y otra vez con voz quebrada. ¿Había actuado con demasiada vehemencia?, se preguntaba, ¿con demasiada desesperación? Tal vez. Pero no había podido evitarlo. Y ahora deseaba tocarlo otra vez para comprobar de forma fehaciente que realmente estaba allí, que no era un sueño, una aparición.
– Eso -asintió Tariq-. Flamencos.
Cuando los talibanes habían descubierto todas sus pinturas, prosiguió, se sintieron ofendidos por las largas piernas desnudas de los animales. Habían azotado al primo en las plantas de los pies hasta hacerlo sangrar y luego le habían dado a elegir: o destruía las pinturas, o las rehacía para que fueran decentes. Así que el primo había cogido el pincel y había pintado pantalones a todos y cada uno de los flamencos.
– Y ya está: flamencos islámicos -añadió Tariq.
A Laila le entraron ganas de reír, pero se contuvo. Se avergonzaba de sus dientes amarillentos, del hueco del incisivo que le faltaba, de su aspecto envejecido y sus labios hinchados. Deseó haber tenido la oportunidad de lavarse la cara, o al menos de peinarse.
– Pero al final fue el primo quien rió el último -prosiguió Tariq-. Había pintado los pantalones con acuarelas, de manera que cuando los talibanes se fueron, sólo tuvo que lavarlos. -Sonrió (Laila reparó en que también a él le faltaba un diente) y se miró las manos-. Mira tú por dónde.
Tariq llevaba un pakol en la cabeza, botas de excursionista y un suéter de lana negro metido por dentro de unos pantalones caqui. Esbozaba una media sonrisa al tiempo que asentía lentamente. Laila no recordaba haberle oído nunca esa frase, y también aquel gesto pensativo, juntando las yemas de los dedos sobre el regazo y asintiendo, era nuevo. Era una frase de adulto, un gesto de adulto. ¿De qué se sorprendía? Tariq era ahora un hombre de veinticinco años, de movimientos lentos y sonrisa cansada. Alto, barbudo, más delgado que en sus sueños, pero con las manos fuertes, manos de trabajador, de venas abultadas y sinuosas. Su rostro seguía siendo delgado y atractivo, pero ya no tenía la piel blanca, sino que su rostro se veía curtido, quemado por el sol, igual que el cuello. Era el rostro de un viajero al final de un largo viaje agotador. Llevaba el pakol echado hacia atrás y se le notaba que el pelo le empezaba a ralear. Sus ojos castaños eran más apagados de lo que recordaba, más claros, aunque quizá fuera sólo un efecto de la luz de la habitación.
Laila pensó en la madre de Tariq, en sus ademanes pausados, su inteligente sonrisa, su peluca de color violáceo. Y en su padre, con su humor sardónico y su bizqueo. Antes, en la puerta, atropelladamente y con la voz entrecortada por la emoción, Laila le había contado lo que creía que había sido de él y de sus padres, y Tariq había meneado la cabeza, negándolo todo, de modo que Laila le preguntó por ellos. Pero se arrepintió enseguida cuando vio que Tariq inclinaba la cabeza y contestaba, un poco afectado:
– Murieron.
– Lo siento mucho.
– Bueno. Sí. Yo también. Mira. -Sacó una pequeña bolsa de papel del bolsillo y se la ofreció a Laila-. Con los saludos de Alyona. -Dentro había un queso envuelto en plástico.
– Alyona. Es un bonito nombre. ¿Tu esposa? -preguntó Laila, tratando de que no le temblara la voz.
– Mi cabra. -Tariq sonreía con aire expectante, como si esperara que Laila diera algún signo de reconocimiento.
Entonces Laila lo recordó: la película soviética. Alyona era la hija del capitán, la muchacha enamorada del primer oficial. Fue el día en que Tariq, ella y Hasina vieron salir los tanques y los jeeps soviéticos de Kabul, el día que Tariq se puso aquel ridículo gorro ruso de piel.
– Tuve que atarla a una estaca -explicó Tariq-. Y levantar una cerca. Por los lobos. Vivo al pie de unas montañas y a medio kilómetro más o menos hay un bosque, de pinos sobre todo, con algunos abetos y cedros del Himalaya. Los lobos no suelen salir de la espesura, pero una cabra a la que le gusta corretear sin ton ni son, balando, puede atraerlos a campo abierto. Por eso levanté la cerca y la até a la estaca.
Laila le preguntó a qué montañas se refería.
– A Pir Panjal, en Pakistán -respondió él-. Vivo en un sitio que se llama Murri; es un refugio estival a una hora de Islamabad. Es montañoso y muy verde, con muchos árboles, y está muy por encima del nivel del mar, así que en verano refresca. Perfecto para los turistas.
En la época victoriana, los británicos habían levantado la ciudad cerca de su cuartel general de Rawalpindi, explicó, para que sus funcionarios y militares pudieran escapar al calor. Aún quedaban algunas reliquias de la época colonial, algún que otro salón de té, búngalos con tejado de zinc, y demás. La ciudad era pequeña y agradable. En la calle principal, llamada el Mall, había una estafeta de correos, un bazar, unos cuantos restaurantes y tiendas donde pedían precios desorbitados a los turistas por objetos de cristal pintados y alfombras tejidas a mano. Curiosamente, en el Mall, el tráfico de un solo sentido cambiaba de dirección cada semana.
– Los nativos dicen que en Irlanda también hay sitios donde el tráfico es así -explicó Tariq-. No lo sé. Pero de todas formas es un lugar agradable. Llevo una vida sencilla, pero me gusta. Me gusta vivir allí.
– Con tu cabra. Con Alyona.
Laila lo dijo no tanto como una broma, sino como una subrepticia manera de desviar la conversación hacia otros temas, como por ejemplo, quién más se ocupaba con él de que los lobos no se comieran a las cabras. Pero Tariq se limitó a asentir.
– Yo también siento mucho lo de tus padres -dijo.
– Te has enterado.
– Antes he hablado con unos vecinos -asintió Tariq, e hizo una pausa, que sirvió para que Laila se preguntara qué más le habrían contado-. No conozco a nadie. De los viejos tiempos, quiero decir.
– Todos se han ido. Ya no queda nadie de la gente que tú conocías.
– No reconozco Kabul.
– Ni yo tampoco -dijo Laila-. Y eso que no he salido de aquí.
– Mammy tiene un nuevo amigo -dijo Zalmai después de la cena, esa misma noche, cuando Tariq ya se había ido-. Un hombre.
Rashid alzó la vista.
– ¿Ah, sí?
Tariq preguntó si podía fumar.
Él y sus padres habían pasado una temporada en el campamento de refugiados de Nasir Bag, cerca de Peshawar, explicó, al tiempo que echaba la ceniza en un platito. Cuando llegaron, había ya sesenta mil afganos viviendo allí.
– Gracias a Dios, no era tan malo como otros campamentos, como el de Yalozai, por ejemplo. Supongo que fue incluso una especie de campamento modelo en la época de la guerra fría. Un sitio que los occidentales podían señalar para demostrar al mundo que no se limitaban a enviar armas a Afganistán.
Pero eso había sido durante la guerra contra los soviéticos, añadió Tariq, en la época de la yihad y del interés internacional, de las generosas aportaciones y de las visitas de Margaret Thatcher.
– Ya conoces el resto, Laila. Después de la guerra, la Unión Soviética cayó y Occidente pasó a preocuparse de otros temas. Ya no había nada que les interesara en Afganistán, de manera que dejaron de mandar dinero. Ahora Nasir Bag no es más que polvo, tiendas de campaña y cloacas abiertas. Cuando llegamos nosotros, nos entregaron un palo y pedazo de lona, y nos dijeron que con eso montáramos una tienda.