Tariq dijo que lo que más recordaba de Nasir Bag, donde había pasado un año, era el color marrón.
– Tiendas marrones. Gente marrón. Perros marrones. Gachas marrones.
Había un árbol pelado al que trepaba todos los días para sentarse a horcajadas en una rama y contemplar a los refugiados tumbados, exponiendo llagas y muñones al sol. Veía a los niños raquíticos que llevaban agua en bidones, recogían excrementos de perro para encender fuego, tallaban en madera rifles AK-47 de juguete con cuchillos embotados, y arrastraban sacos de harina de trigo, con la que nadie podía amasar un pan decente. El viento azotaba las tiendas. Hacía rodar las matas de hierba por todas partes y levantaba las cometas que se echaban a volar desde los tejados de las casuchas de adobe.
– Muchos niños murieron. De disentería, de tuberculosis, de hambre, de todo lo habido y por haber. Sobre todo de la maldita disentería. Dios mío, Laila. He visto enterrar a tantos niños… No hay nada peor que eso.
Tariq cruzó las piernas y el silencio volvió a instalarse entre ellos.
– Mi padre no sobrevivió al primer invierno -añadió él-. Murió mientras dormía. No creo que sufriera.
Ese mismo invierno, añadió, su madre enfermó gravemente de neumonía, y de hecho habría muerto de no ser por un médico del campamento que trabajaba en una camioneta convertida en clínica móvil. Su madre se pasaba la noche en vela, abrasada de fiebre y tosiendo unas flemas espesas y amarillentas. Había largas colas para ver al médico. Todo el mundo temblaba, gemía, tosía. Algunos con la mierda resbalándoles por las piernas, otros demasiado cansados, o hambrientos, o enfermos, para poder hablar.
– Pero el médico era un hombre decente. Trató a mi madre, le dio unas pastillas y le salvó la vida.
Ese mismo invierno, Tariq había atacado a un muchacho.
– Tendría unos doce o trece años -dijo, sin alterarse-. Le puse un trozo de cristal en la garganta y le robé una manta para dársela a mi madre.
Después de la enfermedad de su madre, continuó Tariq, se juró a sí mismo que no pasarían otro invierno en el campamento. Trabajaría y ahorraría dinero para instalarse en Peshawar, en un apartamento con calefacción y agua corriente. Y, en efecto, cuando llegó la primavera buscó trabajo. De vez en cuando, llegaba un camión al campamento por la mañana temprano y se llevaba a un par de docenas de chicos a un campo a quitar piedras, o a un huerto a recoger manzanas, a cambio de algo de dinero, o a veces una manta o un par de zapatos. Pero a él nunca lo querían, dijo Tariq.
– En cuanto me veían la pierna, nada.
Había otros trabajos, como cavar zanjas, construir chozas, acarrear agua, o sacar los excrementos de las letrinas a paladas. Pero los jóvenes competían con fiereza por esos trabajos, y Tariq nunca tuvo la menor oportunidad.
Hasta que un día, en otoño de 1993, conoció a un tendero.
– Me ofreció dinero por llevar una chaqueta de piel a Lahore. No era gran cosa, pero bastaría para pagar uno o dos meses de alquiler de un apartamento.
El tendero le dio un billete de autobús, añadió Tariq, y la dirección de la esquina de una calle cerca de la estación de trenes de Lahore, donde debía entregar la chaqueta a un amigo del tendero.
– Yo sabía de qué iba. Por supuesto que lo sabía -admitió Tariq-. Me advirtió que si me pillaban, estaría solo, y que recordara que él sabía dónde vivía mi madre. Pero el dinero era demasiado tentador, y el invierno estaba a punto de empezar.
– ¿Hasta dónde llegaste? -preguntó Laila.
– No muy lejos -contestó él, y se echó a reír, pero como disculpándose, con expresión avergonzada-. Ni siquiera llegué a subir al autobús. Me creía inmune a todo, ¿entiendes? Como si allá arriba hubiera una especie de contable, un tipo con un lápiz en la oreja que se ocupara de estas cosas, que lo hiciera cuadrar todo, y que al verme diría: «Sí, sí, puede hacerlo, lo dejaremos pasar. Ya ha pagado lo suyo.»
El hachís, que estaba en las costuras, quedó esparcido por toda la calle cuando la policía rompió la chaqueta con un cuchillo.
Tariq volvió a reír al decir esto, con una risa temblorosa, que iba haciéndose agua, y Laila recordó que cuando de niño se reía así, siempre era para disimular la vergüenza, para restarle importancia a algún acto imprudente o escandaloso que hubiese cometido.
– Cojea -dijo Zalmai.
– ¿Es quien yo creo que es? -preguntó Rashid.
– Sólo ha venido de visita -intervino Mariam.
– Tú calla -espetó Rashid, alzando un dedo amenazador, y se volvió hacia Laila-. Bueno, ¿qué te parece? Laili y Maynun reunidos de nuevo, como en los viejos tiempos. -Su rostro se volvió pétreo-. Así que le has dejado entrar. Aquí. En mi propia casa. Le has dejado entrar. Ha estado aquí con mi hijo.
– Tú me engañaste. Me mentiste -le recriminó Laila, apretando los dientes-. Hiciste que aquel hombre viniera aquí y… Sabías que me marcharía si pensaba que él seguía vivo.
– ¿Y tú no me mentiste a mí? -bramó Rashid-. ¿Crees que no sabía lo de tu harami? ¿Me tomas por imbécil, puta?
Cuanto más hablaba Tariq, más temía Laila el momento en que callara, el silencio que sobrevendría, la señal de que le había llegado el momento de rendir cuentas, de explicar el porqué, el cómo y el cuándo, de hacer oficial lo que sin duda él ya sabía. Cada vez que Tariq hacía una pausa, Laila notaba una leve náusea. Apartó los ojos de él. Se miró las manos, el feo vello oscuro que le había salido en el dorso con el transcurso de los años.
Tariq no dijo gran cosa sobre su estancia en prisión, salvo que había aprendido a hablar urdu. Cuando Laila le preguntó, él sacudió la cabeza en un gesto de impaciencia. Mediante ese gesto, Laila vio barrotes oxidados y cuerpos sin lavar, hombres violentos y salas atestadas, techos podridos y enmohecidos. Leyó en el rostro de Tariq que había sido un lugar de humillaciones, de degradación y desesperación.
Tariq dijo que su madre trató de visitarlo después de su arresto.
– Tres veces vino. Pero no llegué a verla -se lamentó.
Tariq le escribió unas cuantas cartas, aunque no estaba muy seguro de que ella las recibiera.
– Y también te escribí a ti.
– ¿En serio?
– Oh, tomos enteros -contestó él-. Incluso Rumi habría envidiado mi prolífica obra. -Entonces volvió a reír, a grandes carcajadas esta vez, como si se sorprendiera de su propia audacia y se avergonzara de lo que acababa de confesar.
Zalmai empezó a berrear en el piso de arriba.
– Como en los viejos tiempos -repitió Rashid-. Vosotros dos. Supongo que habrás dejado que te vea la cara.
– Sí -intervino Zalmai. Luego dijo a Laila-: Es verdad, mammy. Te he visto.
– A tu hijo no le caigo bien -comentó Tariq cuando Laila volvió a bajar.
– Lo siento -dijo ella-. No es eso. Es sólo que… Nada, no te preocupes por él. -Luego cambió de tema rápidamente, porque se sentía malvada y culpable por pensar así de Zalmai, que sólo era un niño pequeño que amaba a su padre, y cuya aversión instintiva hacia aquel desconocido era legítima y comprensible.
«Y también te escribí a ti.»
«Tomos enteros.»
«Tomos enteros.»
– ¿Cuánto tiempo llevas viviendo en Murri?
– Menos de un año -contestó él.
En la cárcel se había hecho amigo de un hombre mayor, explicó, un pakistaní llamado Salim que había sido jugador de hockey. El tipo llevaba años entrando y saliendo de la cárcel, y a la sazón cumplía una condena de diez años por haber matado a un policía secreto. En todas las cárceles había un hombre como Salim, dijo Tariq. Siempre había alguien astuto y bien relacionado, que conocía el sistema a fondo y podía conseguir ciertos privilegios, del que emanaba una sensación de peligro y de oportunidad. Fue Salim quien se ocupó de que indagaran acerca de la madre de Tariq. Fue él quien se sentó a su lado y le comunicó con voz amable y paternal que su madre había muerto de frío.
Tariq pasó siete años en la cárcel pakistaní.