– Salí bastante bien parado -dijo-. Tuve suerte. Resultó que el juez que instruía mi caso tenía un hermano casado con una afgana. Tal vez por eso decidió mostrarse clemente, no sé.
Cuando cumplió su condena, al iniciarse el invierno de 2000, Salim le dio la dirección y el teléfono de su hermano, que se llamaba Sayid.
– Me contó que Sayid tenía un pequeño hotel en Murri -siguió relatando Tariq-. Era un establecimiento con veinte habitaciones y un salón comunitario, un lugar pequeño para turistas. Me indicó que le dijera que iba de su parte.
A Tariq le había gustado Murri nada más bajarse del autobús: los pinos cubiertos de nieve, el aire frío y cortante, las casitas de madera con postigos, el humo saliendo de las chimeneas.
Mientras llamaba a la puerta de Sayid, Tariq pensó que finalmente había encontrado un lugar que no sólo era completamente ajeno a la miseria que había conocido hasta entonces, sino que allí la mera idea del sufrimiento y las penurias parecía obscena, inconcebible.
– Me dije a mí mismo que era un lugar donde un hombre podía empezar de nuevo.
Sayid lo contrató como conserje y encargado de mantenimiento. Durante un mes lo tuvo a prueba, con la mitad del salario, y Tariq cumplió adecuadamente con su cometido. Mientras él hablaba, Laila imaginó a Sayid como un hombre de ojos rasgados y rostro rubicundo, de pie en la recepción de su hotel, vigilando a Tariq mientras éste cortaba leña y limpiaba la entrada de nieve. Se lo representó de pie, observando al nuevo empleado mientras éste arreglaba una tubería, tumbado bajo el fregadero. O comprobando la caja registradora por si faltaba dinero.
Su cabaña se encontraba junto al pequeño búngalo de la cocinera, prosiguió Tariq, una vieja matrona viuda llamada Adiba. Ambas viviendas estaban separadas del edificio principal del hotel por unos cuantos almendros, un banco, y una fuente de piedra en forma de pirámide, que en verano borboteaba todo el día. Laila imaginó a Tariq en su cabaña, sentado en la cama, contemplando el frondoso mundo que se extendía al otro lado de su ventana.
Al acabar el mes de prueba, Sayid empezó a pagarle el salario completo, le dijo que la comida sería gratis, le regaló un abrigo de lana y le encargó una pierna nueva. La bondad de aquel hombre lo emocionó hasta las lágrimas.
Con su primer salario completo en el bolsillo, había ido a la ciudad y había comprado la cabra.
– Es completamente blanca -dijo Tariq, sonriendo-. Algunas mañanas, cuando ha nevado durante toda la noche, al mirar por la ventana sólo se ven dos ojos y un hocico.
Laila asintió. Se produjo un nuevo silencio. Arriba, Zalmai había empezado a botar de nuevo la pelota contra la pared.
– Pensaba que habías muerto -dijo Laila.
– Lo sé. Ya me lo has dicho.
A Laila se le quebró la voz. Tuvo que carraspear, dominarse.
– El hombre que vino a traer la noticia fue tan convincente… Le creí, Tariq. Ojalá no hubiera confiado en él, pero lo hice. Y me sentía muy sola y asustada. De lo contrario, jamás habría aceptado casarme con Rashid. No habría…
– No tienes que explicarme nada -la interrumpió él en voz baja, evitando su mirada. Su tono no traslucía reproche ni recriminación alguna. No sugería en absoluto que le echara la culpa de nada.
– Sí, debo hacerlo. Porque había un motivo aún más importante para casarme con él. Algo que aún no sabes, Tariq. Tengo que contártelo.
– ¿Y tú también has hablado con él? -preguntó Rashid a Zalmai.
El niño guardó silencio. Laila vio en su mirada que empezaba a vacilar, como si acabara de darse cuenta de que había revelado un secreto mucho más importante de lo que él creía.
– Te he hecho una pregunta, hijo.
Zalmai tragó saliva, sin dejar de mirar a un lado y a otro.
– Yo estaba arriba, jugando con Mariam.
– ¿Y tu madre?
El pequeño miró a Laila con expresión de culpabilidad, al borde de las lágrimas.
– No pasa nada, Zalmai -lo animó Laila-. Di la verdad.
– Ella… Ella estaba abajo, hablando con ese hombre -contestó Zalmai con una vocecilla apenas audible.
– Ya veo -asintió Rashid-. Trabajo en equipo.
– Quiero conocerla -dijo él, al despedirse-. Quiero verla.
– Lo arreglaré -aseguró Laila.
– Aziza. Aziza. -Tariq sonrió, saboreando la palabra. Siempre que Rashid pronunciaba el nombre de la niña, a Laila le sonaba desagradable, casi vulgar-. Aziza. Es precioso.
– También lo es ella. Ya lo verás.
– Estaré contando los minutos.
Habían transcurrido casi diez años desde su último encuentro. Por la mente de Laila desfilaron rápidamente todas las veces que se habían encontrado en el callejón para besarse en secreto. Se preguntó qué opinaría él de su aspecto. ¿Aún la encontraba guapa? ¿O la veía envejecida, ajada, patética, como una vieja que se arrastraba temerosa por los rincones? Casi diez años. Pero, por un momento, al verse de nuevo a la luz del día con Tariq, se sentía como si todos aquellos años no hubieran pasado. La muerte de sus padres, el matrimonio con Rashid, las matanzas, los misiles, los talibanes, las palizas, el hambre, incluso sus hijos, todo se le antojaba un sueño, un extraño rodeo, un mero interludio entre la última tarde que habían estado juntos y el momento presente.
Entonces el gesto de Tariq cambió, se volvió grave. Laila conocía aquella expresión. Era idéntica a la de aquel día, siendo aún niños, cuando se había quitado la pierna ortopédica y se había abalanzado sobre Jadim. Tariq alargó la mano y le tocó el labio inferior.
– Él te ha hecho esto -declaró en tono glacial.
Al notar el tacto de su mano, Laila evocó vivamente el frenesí de aquella tarde en que habían concebido a Aziza. Recordó el aliento de Tariq en su cuello, los músculos de sus caderas flexionándose, su pecho contra sus senos, sus manos entrelazadas.
– Ojalá te hubiera llevado conmigo -dijo Tariq, en un susurro casi.
Laila tuvo que bajar la vista, tratando de contener el llanto.
– Sé que ahora estás casada y eres madre. Y yo me presento en tu puerta después de tantos años, después de todo lo ocurrido. Seguramente no es correcto, ni justo, pero he hecho un largo viaje para verte y… Oh, Laila, ojalá no te hubiera abandonado.
– No sigas -le rogó Laila con voz entrecortada.
– Debería haber insistido. Debería haberme casado contigo cuando tuve la oportunidad. ¡Qué distinto habría sido todo!
– No hables así, por favor. Es demasiado doloroso.
Él asintió, fue a dar un paso hacia ella, pero finalmente se detuvo.
– No doy nada por sentado. No pretendo trastornar tu vida, apareciendo así de la nada. Si quieres que me vaya, si prefieres que vuelva a Pakistán, dilo, Laila. En serio. Dilo y me iré. No volveré a molestarte jamás. Yo…
– ¡No! -exclamó Laila, con más vehemencia de la que pretendía. Se dio cuenta de que había cogido a Tariq por el brazo, que lo aferraba. Dejó caer la mano-. No, no te vayas, Tariq. No. Por favor, quédate.
Él asintió.
– Rashid trabaja desde mediodía hasta las ocho. Ven mañana por la tarde. Te llevaré a ver a Aziza.
– No le temo, ya lo sabes.
– Lo sé. Vuelve mañana por la tarde.
– ¿Y después?
– Después… No lo sé. Tengo que pensar. Esto es…
– Lo sé -intervino él-. Lo entiendo. Lo siento. Lamento muchas cosas.
– No lo sientas. Prometiste que volverías y lo has hecho.
Los ojos de Tariq se llenaron de lágrimas.
– Es agradable volver a verte, Laila.
Laila temblaba mientras él se alejaba caminando. Pensó: «Tomos enteros», y un nuevo escalofrío le recorrió el cuerpo, una sensación de tristeza y desamparo, pero también de expectación y de una esperanza temeraria.
45
Mariam
– Yo estaba arriba, jugando con Mariam -dijo Zalmai.
– ¿Y tu madre?
– Ella… Ella estaba abajo, hablando con ese hombre.
– Ya veo -asintió Rashid-. Trabajo en equipo.
Mariam vio que el rostro de su marido se relajaba. Vio que se borraban los surcos de su frente. Sus ojos lanzaban destellos de recelo y suspicacia. Rashid se irguió, y durante unos breves instantes, pareció meramente pensativo, como un capitán de barco al que acabaran de informar de un motín inminente y se tomara su tiempo para sopesar su siguiente movimiento.