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El hombre alzó la vista.

Mariam quiso decir algo, pero él levantó una mano.

– Demasiado tarde, Mariam -espetó, sin mirarla-. Vete arriba, hijo -ordenó a Zalmai con frialdad.

Mariam vio la alarma pintada en el rostro del niño, que los miró a los tres con nerviosismo. Sin duda presentía que, jugando al acusica, había provocado una situación muy grave, de adultos. Lanzó una mirada abatida y contrita a Mariam y luego a su madre.

– ¡Vete! -exigió el padre con voz desafiante.

Rashid cogió a Zalmai por el codo y el niño se dejó conducir dócilmente.

Las dos mujeres se quedaron abajo petrificadas, con la vista clavada en el suelo, como si temieran que sólo con mirarse fueran a corroborar la certidumbre de Rashid: la convicción de que, mientras él abría puertas y acarreaba maletas de personas que ni siquiera le dedicaban una mirada, se estaba tramando una libidinosa conspiración a sus espaldas, en su propia casa, en presencia de su amado hijo. Las dos guardaron silencio. Oyeron el ruido de pasos en el pasillo de arriba, unos pesados y amenazadores, otros leves como los de un animalillo asustado. Les llegaron voces amortiguadas, una súplica chillona, una réplica cortante, una puerta que se cerraba y el ruido de la llave en la cerradura. Y finalmente, unas pisadas que volvían, más apresuradas.

Mariam vio los pies de Rashid en las escaleras. Observó que mientras bajaba se metía la llave en el bolsillo; se fijó en su cinturón con el extremo perforado firmemente envuelto en torno a los nudillos. Arrastraba la hebilla de falso latón por el suelo.

Mariam se lanzó sobre él para detenerlo, pero el hombre la empujó y pasó junto a ella como una exhalación. Sin pronunciar palabra, Rashid golpeó a Laila con el cinturón. Ocurrió todo tan rápido que Laila no tuvo tiempo de retroceder ni agacharse, ni siquiera de protegerse con el brazo. Se tocó la sien, miró la sangre y luego a su marido con asombro. Aquella expresión incrédula sólo duró un instante, y enseguida dio paso al odio.

Rashid volvió a blandir el cinturón.

Esta vez Laila se protegió con el brazo y trató de agarrar el cinto, pero falló, y él volvió a golpearla. La mujer consiguió atraparlo brevemente antes de que Rashid se lo arrebatara de un tirón para azotarla de nuevo. Ella echó a correr por la habitación al tiempo que Mariam empezaba a gritar atropelladamente y a suplicar a Rashid, que perseguía a Laila y le cerraba el paso sin dejar de vapulearla. En un momento dado, Laila lo esquivó y consiguió asestarle un puñetazo en la oreja, con lo que sólo consiguió que Rashid escupiera una maldición y la persiguiera aún con más saña. La atrapó, la estampó contra la pared para azotarla con el cinturón una y otra vez. La hebilla se clavó en su pecho, sus hombros, sus brazos alzados, sus dedos, haciendo brotar la sangre.

Mariam perdió la cuenta de las veces que oyó restallar el cinto, de las palabras de súplica que gritó a Rashid, de las vueltas que dio en torno a la mezcla incoherente de dientes, puños y cinturón, antes de distinguir unos dedos que se clavaban en el rostro de Rashid, unas uñas desiguales que se hundían en sus flácidos carrillos y le tiraban del pelo y le arañaban la frente, antes de darse cuenta, con sorpresa y deleite a la vez, de que esos dedos eran suyos.

El hombre soltó a Laila y se volvió hacia ella. Al principio, la miraba sin verla, luego entornó los párpados y la examinó con interés. Su expresión varió del asombro a la sorpresa, luego a la reprobación, la decepción incluso, y siguió así unos instantes.

Mariam recordó la primera vez que había visto los ojos de Rashid, bajo el velo nupcial, en presencia de Yalil, cuando sus miradas se habían cruzado en el espejo, indiferente la de él, dócil la suya, sumisa, casi como disculpándose.

Disculpándose.

Mariam vio ahora en esos mismos ojos que había sido una estúpida.

¿Acaso había sido una esposa infiel?, se preguntó. ¿Una esposa ingrata? ¿Había sido su comportamiento deshonroso? ¿Vulgar? ¿Qué daño había hecho ella voluntariamente a ese hombre para granjearse su maldad, sus continuos ataques, el placer con que la atormentaba? ¿Acaso no había cuidado de él cuando estaba enfermo? ¿No había agasajado a sus amigos, y había atendido la casa con diligencia?

¿Acaso no había entregado su juventud a ese hombre?

¿Había merecido alguna vez, en justicia, su crueldad?

El cinturón produjo un chasquido sordo cuando Rashid lo dejó caer y fue a por ella. Algunas cosas, decía ese ruido, debían hacerse con las manos desnudas.

Pero justo cuando Rashid se le echaba encima, Mariam vio a Laila detrás de él cogiendo algo del suelo. Vio la mano de Laila alzándose por encima de su cabeza y cayendo luego hasta estrellarse contra un lado de la cara de Rashid. Un cristal se hizo añicos. Los restos del vaso cayeron al suelo. Laila tenía las manos ensangrentadas, y también manaba sangre de la herida abierta en la mejilla del hombre, sangre que le bajaba por el cuello hasta la camisa. Él se dio la vuelta, enseñando los dientes con fiereza y echando chispas por los ojos.

Rashid y Laila fueron a parar al suelo, retorciéndose y pegándose. El hombre acabó encima de ella con las manos en torno a su cuello.

Mariam le arañó, le golpeó en el pecho, se arrojó sobre él. Trató de separarle los dedos del cuello de Laila. Los mordió. Pero esas garras seguían apretando con fuerza y Mariam comprendió que esa vez no iba a detenerse ante nada.

Pretendía estrangular a Laila, y nada ni nadie podría impedirlo.

La mujer mayor se apartó y salió de la estancia. Oyó un golpeteo en el piso de arriba y comprendió que Zalmai aporreaba la puerta cerrada con sus manos diminutas. Mariam corrió por el pasillo y cruzó el patio en un vuelo.

Una vez en el cobertizo, Mariam cogió la pala.

Rashid no advirtió que ella volvía a entrar en la sala de estar. Seguía encima de Laila con mirada de loco y apretándole el cuello. El rostro de la mujer se estaba amoratando y tenía los ojos en blanco. Mariam comprendió que había dejado de debatirse. «Va a matarla -se dijo-. Está decidido a matarla.» Y ella no podía, no pensaba permitir que lo hiciera. En veintisiete años de matrimonio, era mucho lo que Rashid le había arrebatado. No iba a dejar que también le quitara a Laila.

Mariam afianzó los pies y aferró con fuerza el mango de la pala. La levantó. Dijo el nombre de Rashid: quería que él lo viera todo.

– Rashid.

El hombre levantó la vista.

Ella blandió la pala.

Lo golpeó en la sien. El impacto hizo que soltara a Laila.

Rashid se tocó la cabeza. Miró la sangre que le manchaba la yema de los dedos. Observó a Mariam. A ella le pareció que la expresión de su marido se suavizaba. Le dio la impresión de que algo había cambiado entre los dos, que quizá con el golpe había conseguido literalmente meterle algo de sentido común en la cabeza. Tal vez él también descubría algo en su rostro, pensó Mariam, algo que le hacía vacilar. Acaso apreciaba algún indicio de la abnegación, el sacrificio y el esfuerzo que había supuesto para ella vivir con él tantos años, vivir con su actitud condescendiente y su violencia, con sus reproches y su mezquindad. ¿Era respeto lo que Mariam detectaba en sus ojos? ¿Arrepentimiento?

Pero luego Rashid torció los labios en una sonrisa desdeñosa y ella comprendió la futilidad, tal vez incluso la irresponsabilidad de dejar la tarea inconclusa. Si permitía que se levantara, ¿cuánto tiempo tardaría ese hombre en sacar la llave del bolsillo y subir a por la pistola que guardaba en la habitación donde había encerrado a Zalmai? Si Mariam hubiera tenido la certeza de que él se habría contentado con dispararle sólo a ella, de que existía la posibilidad de que no matara a Laila, tal vez habría soltado la pala. Pero los ojos de Rashid sólo transmitían la determinación de matarlas a las dos.

De modo que Mariam alzó la pala lo más alto que pudo, arqueándose hasta que le tocó la parte baja de la espalda. La hizo girar para que el extremo afilado quedara vertical y, al hacerlo, se le ocurrió que aquélla era la primera vez que decidía por sí misma el rumbo de su propia vida.