Y entonces descargó el golpe. En esta ocasión, puso el alma en ello.
46
Laila
Laila vio un rostro encima de ella, todo dientes y tabaco y ojos desorbitados. También vislumbró vagamente a Mariam, como una presencia detrás de la cara, que iba dejando caer una lluvia de puñetazos. Sobre ellos tres había el techo, y fue el techo lo que atrajo a Laila, las oscuras manchas de moho que se extendían de parte a parte como tinta vertida sobre un vestido, y la grieta en el yeso que era una sonrisa imperturbable o un ceño, dependiendo del lado de la habitación desde donde se mirara. Laila pensó en todas las veces que había atado un trapo a una escoba y había limpiado las telarañas de aquel techo, y en las tres veces que Mariam y ella lo habían pintado de blanco. La grieta ya no era una sonrisa, sino una mueca lasciva y burlona. Y retrocedía. El techo se alejaba, subía, huía de ella en dirección a una penumbra borrosa. En la oscuridad, el rostro de Rashid era como una mancha solar.
Breves estallidos de luz cegaron sus ojos, como estrellas plateadas que explotaran junto a ella. En la luz vio extrañas formas geométricas, gusanos, objetos con forma de huevo que se movían arriba y abajo y de lado a lado, fundiéndose unos con otros, separándose, transformándose en otra cosa antes de desvanecerse, dando paso a la negrura.
Captó unas voces apagadas y distantes.
Ante sus ojos cerrados brillaron y se apagaron los rostros de sus hijos. El de Aziza, alerta y preocupado, sabio, reservado. El de Zalmai, observando a su padre con temblorosa ansiedad.
Así pues, todo terminaría así, pensó Laila. Qué final tan lamentable.
Pero entonces la oscuridad empezó a aclararse. Tuvo la sensación de que subía, de que la levantaban del suelo. El techo ocupó lentamente su sitio, recuperó su tamaño habitual, y Laila distinguió de nuevo la grieta, que era la misma sonrisa sosa de siempre.
La estaban zarandeando. «¿Estás bien? Contesta, ¿te encuentras bien?» Mariam inclinaba sobre Laila su rostro lleno de preocupación, cubierto de arañazos.
Laila intentó respirar y su propio aliento le quemó la garganta. Probó de nuevo. Aún le quemó más, y no sólo la garganta, sino también el pecho. Y luego empezó a toser y a resollar. Jadeaba. Sin embargo, respiraba de nuevo. Oía un pitido en el oído bueno.
Rashid fue lo primero que vio al levantarse. Estaba tumbado de espaldas, con la mirada perdida, boquiabierto y con expresión impávida. Unos espumarajos levemente rosados le resbalaban por la mejilla. Tenía la entrepierna mojada. Laila se fijó en su frente.
Luego vio la pala y soltó un gemido.
– Oh -murmuró con voz trémula, apenas capaz de hablar-. Oh, Mariam.
Laila se paseaba de un lado a otro gimiendo y dando fuertes palmadas. Mariam permanecía sentada cerca de Rashid con las manos en el regazo, tranquila e inmóvil, sin decir nada durante un largo rato.
Laila tenía la boca seca y balbuceaba sin dejar de temblar como una hoja. Hacía esfuerzos para no mirar a Rashid, el rictus de su boca, sus ojos abiertos, la sangre que se iba coagulando en la clavícula.
Atardecía, y las sombras empezaron a alargarse. En la penumbra, el rostro de Mariam se veía delgado y consumido, pero no parecía alterada ni asustada, sino meramente pensativa, tan absorta que no prestó atención a una mosca que se le posó en la barbilla. Se limitaba a estar allí sentada, proyectando el labio inferior hacia delante, como siempre que se quedaba ensimismada en sus pensamientos.
– Siéntate, Laila yo -dijo finalmente.
La mujer más joven obedeció.
– Tenemos que sacarlo de aquí. Zalmai no puede ver esto.
Mariam sacó la llave del dormitorio del bolsillo de Rashid antes de envolverlo en una sábana. Laila lo cogió por las corvas y aquélla lo agarró por debajo de las axilas. Trataron de levantarlo, pero pesaba demasiado y al final tuvieron que llevarlo a rastras. Cuando se disponían a salir al patio, el pie de Rashid se enganchó en el marco de la puerta y se le dobló la pierna hacia un lado. Tuvieron que retroceder e intentarlo de nuevo; justo en ese momento se oyó un golpe sordo en el piso de arriba y a Laila le fallaron las piernas. Soltó a Rashid y se desplomó, sollozando y temblando, y Mariam tuvo que plantarse ante ella con los brazos en jarras y decirle que tenía que dominarse, que lo hecho, hecho estaba.
Al cabo de un rato, Laila se levantó, se secó las lágrimas, y las dos juntas sacaron al hombre al patio sin más incidentes. Lo llevaron al cobertizo de las herramientas y allí lo dejaron, detrás de la mesa de trabajo, sobre la que había una sierra, clavos, un cincel, un martillo y un bloque cilíndrico de madera que Rashid tenía previsto utilizar para tallarle algo a Zalmai, pero lo había ido dejando.
Luego volvieron a la casa. Mariam se lavó las manos, se las pasó por el pelo, respiró hondo y dejó escapar el aire.
– Ahora deja que te cure a ti. Estás llena de heridas, Laila yo.
Mariam dijo que necesitaba consultar con la almohada para aclarar las ideas y trazar un plan concreto.
– Existe un modo de solucionar esto -aseguró-; sólo hay que encontrarlo.
– ¡Tenemos que huir! No podemos quedarnos aquí -dijo Laila con voz ronca. De repente pensó en el sonido que debía de haber hecho la pala al golpear la cabeza de Rashid, y se dobló por la cintura con la sensación de la bilis que le subía a la garganta.
Mariam aguardó pacientemente a que Laila se recuperara. Luego la obligó a tumbarse con la cabeza apoyada en su regazo y, mientras le acariciaba el pelo, le dijo que no se preocupara, que todo se arreglaría. Le prometió que se irían todos: ella, Laila, los niños, y también Tariq. Abandonarían aquella casa y aquella ciudad implacable. Saldrían de aquel destrozado país, prosiguió Mariam, sin dejar de acariciar los cabellos de Laila, para irse a algún lugar remoto y seguro donde nadie los encontrara, donde pudieran renegar de su pasado y hallar refugio.
– Algún lugar con árboles -añadió-. Sí, con muchos árboles.
Vivirían en una casita a las afueras de alguna ciudad de la que nunca hubieran oído hablar, continuó Mariam, o en una aldea remota de callejuelas estrechas y sin asfaltar, pero bordeadas de toda clase de plantas y arbustos. Habría un sendero que conduciría a un prado donde jugarían los niños, o quizá un camino de grava que los llevaría hasta un lago azul de aguas cristalinas, lleno de truchas y con juncos asomando a la superficie. Tendrían ovejas y gallinas, y amasarían el pan juntas y enseñarían a leer a los niños. Forjarían juntos una vida nueva, pacífica y solitaria, y se librarían de la pesada carga que durante tanto tiempo habían tenido que soportar, y obtendrían toda la felicidad y la sencilla prosperidad que merecían.
Laila musitó palabras de aliento. Sabía que en esta nueva vida no faltarían las dificultades, pero serían dificultades placenteras, de las que causaban orgullo y se apreciaban como una vieja reliquia de familia. La dulce voz maternal de Mariam siguió hablando y procurándole cierto consuelo. «Existe un modo de solucionar esto», había afirmado, o sea que a la mañana siguiente Mariam le contaría lo que debían hacer y lo harían, y quizá a esa misma hora habrían emprendido ya el camino hacia su nueva vida, llena de abundantes posibilidades, alegrías y dificultades. Laila agradecía que Mariam se hiciera cargo de todo sin alterarse, con lucidez, que fuera capaz de pensar por las dos. Porque ella estaba muerta de miedo, nerviosa, hecha un lío.
– Ahora deberías ir a ver a tu hijo -dijo Mariam, levantándose. En su rostro, Laila vio la expresión más acongojada que había visto jamás en un ser humano.
Laila encontró a Zalmai a oscuras, acurrucado en el lado de la cama donde dormía Rashid. Se deslizó bajo las sábanas y echó la manta por encima de ambos.
– ¿Estás dormido?
– Todavía no puedo ponerme a dormir -respondió él, sin darse la vuelta-. Baba yan no ha rezado las oraciones Babalu conmigo.