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Laila pasa el aspirador, hace la cama y limpia el polvo. Mientras, Tariq limpia el lavabo y la bañera, frota el váter con la escobilla y friega el suelo de linóleo. En los estantes dispone toallas limpias, diminutos botes de champú y pastillas de jabón con olor a almendras. La niña ha reclamado para sí la tarea de limpiar las ventanas. La muñeca nunca anda lejos de donde ella trabaja.

Unos cuantos días después del nikka, Laila contó a su hija que Tariq era su verdadero padre.

Es extraño, piensa la mujer, casi perturbador, lo que ocurre entre Tariq y Aziza. La niña termina las frases que empieza su padre, y viceversa. Le tiende objetos que necesita antes de que él los pida. Se intercambian sonrisas de complicidad en la mesa, como si no fueran casi desconocidos, sino compañeros que se hubieran reencontrado tras una larga separación.

Aziza se había mirado las manos pensativamente al recibir la noticia.

– Me gusta -dijo, después de una pausa.

– Él te quiere.

– ¿Te lo ha dicho?

– No hace falta, hija.

– Cuéntame el resto, mammy. Cuéntamelo para que yo lo sepa.

Y ella se lo refirió todo.

– Tu padre es un buen hombre. Es el mejor hombre que he conocido.

– ¿Y si se va? -preguntó la niña.

– Nunca se irá. Mírame, Aziza. Tu padre no nos hará daño y no se irá nunca.

El alivio que Laila vio en la cara de su hija le partió el corazón.

Tariq ha comprado a Zalmai un caballo balancín, le ha construido un carrito. Un compañero de prisión le enseñó a hacer animales de papel, y el hombre ha cortado y doblado infinidad de hojas para convertirlas en leones y canguros, en caballos y aves de vistosos plumajes. Pero Zalmai rechaza sus obsequios sin miramientos, a veces con malevolencia.

– ¡Eres un asno! -grita-. ¡No quiero tus juguetes!

– ¡Zalmai! -exclama Laila.

– No pasa nada -dice Tariq-. Laila, no importa. Déjalo.

– ¡Tú no eres mi baba yan! ¡Mi auténtico baba yan está de viaje, y cuando vuelva te dará una paliza! ¡Y no podrás salir corriendo porque él tiene dos piernas y tú sólo una!

Por la noche, Laila aprieta la mano de Zalmai contra su pecho y recita las plegarias Babalu con él. Cuando su hijo le pregunta, repite la mentira, le dice que baba yan se ha ido y que no sabe cuándo volverá. Aborrece esta tarea, se aborrece a sí misma por engañar así a un niño. Sin embargo, sabe que se verá obligada a contar esa vergonzosa falsedad una y otra vez. Porque Zalmai preguntará, al saltar del columpio al suelo, al despertar después de una siesta. Y más tarde, cuando tenga edad suficiente para atarse los cordones de los zapatos e ir solo al colegio, tendrá que volver a contarle la mentira.

Laila sabe que las preguntas se acabarán un día. Lentamente, Zalmai ya no querrá saber por qué su padre lo ha abandonado. Ya no le parecerá divisarlo de repente, parado en un semáforo, ni lo confundirá con uno de los viejos encorvados que ve por la calle o que se sientan en las terrazas de las casas de té. Y un día, caminando a orillas de un río sinuoso, o contemplando un campo cubierto por un manto de nieve, Zalmai se dará cuenta de que la desaparición de su padre ya no es una herida abierta. Que se ha convertido en algo completamente distinto, algo más borroso e indiferente. Como un cuento popular. Algo que lo dejara perplejo.

La mujer es feliz en Murri. Pero su felicidad no es fácil. Su felicidad tiene un precio.

En sus días libres, Tariq lleva a Laila y los niños al Mall, donde hay tiendas que venden baratijas y una iglesia anglicana construida a mediados del siglo XIX. Compra kebabs de chapli picante a los vendedores ambulantes. Luego pasean entre la muchedumbre de nativos, de europeos con sus teléfonos móviles y cámaras digitales, y de gente del Punyab que acude a Murri para escapar del calor de las llanuras.

De vez en cuando, cogen el autobús que los lleva a Kashmir Point. Desde allí, Tariq les muestra el valle del río Yhelum, las lomas pobladas de pinos y las colinas boscosas, donde dice que aún es posible ver monos saltando de rama en rama. También van a Nathia Gali, a treinta kilómetros de Murri, una zona llena de arces, donde Tariq coge a Laila de la mano mientras pasean por la avenida arbolada en dirección a la Casa del Gobernador. Visitan el antiguo cementerio británico, o suben en taxi a la cima de un cerro para disfrutar de la vista del verde valle envuelto en su mortaja de niebla.

A veces, durante estas excursiones, cuando pasan por el escaparate de una tienda, Laila ve su imagen reflejada. Marido, mujer, hija, hijo. Sabe que a ojos de los desconocidos deben de parecer una familia normal, libre de secretos, mentiras y pesares.

Aziza tiene pesadillas de las que se despierta chillando. Laila ha de tumbarse con ella en su catre, enjugarle las lágrimas con la manga y tranquilizarla hasta que vuelve a dormirse.

Laila tiene sus propios sueños. En ellos siempre se encuentra de nuevo en la casa de Kabul, caminando por el pasillo, subiendo las escaleras. Está sola, pero detrás de la puerta oye el rítmico siseo de una plancha, de sábanas que se sacuden y luego se doblan. A veces oye a una mujer tarareando una vieja canción de Herat. Pero cuando entra en la habitación, descubre que está vacía. No hay nadie allí.

Estos sueños dejan a Laila muy alterada. Se despierta bañada en sudor, con los ojos llorosos. Se siente desgarrada. Todas las veces se siente desgarrada.

49

Un domingo de septiembre, Laila está acostando a Zalmai, que tiene un resfriado, para que haga la siesta, cuando Tariq irrumpe en el búngalo.

– ¿Te has enterado? -dice, un poco jadeante-. Lo han matado. A Ahmad Sha Massud. Está muerto.

– ¿Qué?

Tariq le cuenta lo que sabe desde el umbral.

– Dicen que concedió una entrevista a dos periodistas que afirmaban ser belgas oriundos de Marruecos. Mientras hablaban, detonaron una bomba que llevaban oculta en la cámara. El artefacto mató a Massud y a uno de los periodistas. Al otro le dispararon cuando trataba de huir. Por lo visto los periodistas eran hombres de Al Qaeda.

Laila piensa en el póster que su madre había colgado en la pared de su dormitorio. En él aparecía Massud inclinado hacia delante, enarcando una ceja y con expresión concentrada, como si escuchara a alguien respetuosamente. Recuerda lo agradecida que estaba su madre porque Massud había rezado una oración junto a la tumba de sus hijos, y cómo se lo había contado a todo el mundo. Incluso después de que estallara la guerra entre la facción de Massud y las otras, su madre se había negado a censurarlo. «Es un buen hombre -decía-. Sólo busca la paz. Quiere reconstruir Afganistán. Pero los demás no lo dejan. Simplemente no quieren que lo haga.» Para su madre, incluso al final, incluso después de que todo se hubiera ido al traste y Kabul estuviera en ruinas, Massud seguía siendo el León de Panyshir.

Ella no es tan indulgente. El violento fin de Massud no le causa alegría, pero recuerda demasiado bien los barrios arrasados, los cadáveres que se sacaban de debajo de los escombros, las manos y los pies infantiles que se encontraban en las azoteas o las ramas altas de algún árbol días después del funeral. Evoca con excesiva claridad la expresión de su madre momentos antes de que cayera el cohete, y por mucho que ha tratado de olvidarlo, recuerda el torso decapitado de su padre aterrizando cerca de ella, con el puente estampado en su camiseta asomando por entre la densa humareda y la sangre.

– Se le va a hacer un funeral -dice Tariq-. Estoy convencido. Seguramente en Rawalpindi. Será digno de verse.

Zalmai, que casi se había dormido, se incorpora, frotándose los ojos con los puños.