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A la mañana siguiente, después de desayunar té, pan recién hecho, mermelada de membrillo y huevos pasados por agua, Tariq va en busca de un taxi para Laila.

– ¿Estás segura de que no quieres que te acompañe? -pregunta, llevando a Aziza de la mano. Zalmai no le da la mano, pero está pegado a él, con un hombro apoyado en su cadera.

– Sí.

– Me preocupa.

– No pasará nada -lo tranquiliza Laila-. Te lo prometo. Lleva a los niños a un bazar. Cómprales algo.

Zalmai se echa a llorar al ver que el taxi se aleja, y cuando Laila vuelve la cabeza, lo ve alzando los brazos para que Tariq lo coja. Zalmai está empezando a aceptar a su nuevo padre, y para Laila es un alivio, pero también le parte el corazón.

– No eres de Herat -dice el taxista.

Los negros cabellos le llegan hasta los hombros -Laila ha comprobado que es una forma de desafío habitual hacia los expulsados talibanes-, y tiene una cicatriz que le corta el lado derecho del bigote. En el parabrisas lleva una foto pegada. Es de una muchacha con las mejillas sonrosadas y el pelo recogido en dos trenzas.

Laila le dice que ha estado viviendo en Pakistán durante un año, pero que ahora regresa a Kabul.

– A Dé Mazang.

Por la ventanilla, Laila ve herreros que sueldan asas de latón a sus correspondientes jarras, y fabricantes de sillas de montar que extienden cueros de animales para que se sequen al sol.

– ¿Hace mucho que vives aquí, hermano? -pregunta.

– Oh, toda la vida. Nací aquí. Lo he visto todo. ¿Recuerdas el alzamiento?

Laila asiente, pero él lo explica de todos modos.

– Fue en marzo de mil novecientos setenta y nueve, unos nueve meses antes de que nos invadieran los soviéticos. Unos cuantos heratíes furiosos mataron a unos asesores soviéticos, así que éstos enviaron tanques y helicópteros a machacarnos. Estuvieron bombardeando la ciudad durante tres días, hamshira. Derribaron edificios, destruyeron uno de los minaretes, mataron a miles de personas. Miles. Yo perdí a dos hermanas durante esos tres días. La pequeña sólo tenía doce años. -El taxista da unos golpecitos sobre la foto del parabrisas-. Es ella.

– Lo siento -dice Laila, y le parece casi increíble que la vida de todos los afganos esté marcada por la muerte y un sufrimiento inimaginable. Y, sin embargo, también ve que la gente encuentra el modo de sobrevivir y seguir adelante. Laila piensa en su propia existencia y en todo lo que le ha ocurrido, y le asombra que también ella haya sobrevivido, que siga en este mundo, sentada en un taxi, escuchando la historia de ese hombre.

La aldea de Gul Daman consta de unas cuantas casas cercadas por tapias y rodeadas de kolbas hechos de paja y adobe. Laila ve mujeres de rostro curtido por el sol cocinando a la puerta de los kolbas, con el rostro sudoroso por el vapor que desprenden las grandes ollas negras colocadas sobre fogatas. Las mulas comen en los pesebres. Los niños que perseguían a las gallinas acaban corriendo detrás del taxi. Laila ve hombres que empujan carretillas llenas de piedras y que se detienen a observar el paso del taxi. El conductor gira al llegar a un cementerio con un deteriorado mausoleo en el centro y explica a Laila que ahí yace un sufí de la aldea.

También hay un molino de viento. Tres niños pequeños juegan con el barro a la sombra de sus inmóviles aspas oxidadas. El taxista se detiene junto a ellos y saca la cabeza por la ventanilla. El niño que parece mayor le contesta, señalando una casa de más adelante. El taxista le da las gracias y vuelve a emprender la marcha.

Aparca frente a una casa de una planta rodeada por una tapia. Laila ve la copa de las higueras que asoman sobre el muro, con algunas ramas colgando por encima.

– No tardaré -le dice al taxista.

Le abre la puerta un hombre de mediana edad, bajo, delgado y de cabellos rojizos. En la barba tiene dos mechones grises paralelos. Lleva un chapan sobre el pirhan-tumban. Se saludan.

– ¿Es ésta la casa del ulema Faizulá? -pregunta Laila.

– Sí. Yo soy su hijo Hamza. ¿Qué puedo hacer por ti, hamshire?

– He venido por una vieja amiga de tu padre, Mariam.

El hombre parpadea con expresión perpleja.

– Mariam…

– La hija de Yalil Jan.

Hamza vuelve a parpadear. Luego se lleva la mano a la mejilla y su rostro se ilumina con una sonrisa que pone al descubierto una dentadura en la que faltan piezas y otras están podridas.

– ¡Oh! -exclama, alargando el sonido como si dejara escapar el aire-. ¡Mariam! ¿Eres su hija? ¿Está…? -El hombre estira el cuello para mirar detrás de Laila, buscando a Mariam con emoción-. ¿Está aquí? ¡Hace tanto tiempo! ¿Ha venido Mariam?

– Lo siento: ha muerto.

La sonrisa se borra del rostro de Hamza.

Así se quedan los dos, inmóviles en la puerta, Hamza mirando al suelo. Se oye el rebuzno de un burro.

– Pasa -dice Hamza, abriendo la puerta de par en par-. Por favor, entra.

***

Se sientan en el suelo de una habitación escasamente amueblada. Hay una alfombra típica de Herat, cojines bordados con cuentas y una foto enmarcada de La Meca colgada de la pared. Se sientan junto a la ventana abierta, a ambos lados de un rectángulo de luz. Laila oye voces femeninas que susurran en otra habitación. Un niño descalzo deposita en el suelo una bandeja con té verde y turrón gaaz de pistachos. Hamza lo señala con la cabeza.

– Mi hijo.

El niño se va sin decir nada.

– Cuéntame -indica el hombre en tono cansado.

Laila se lo relata todo. Tarda más de lo que pensaba. Hacia el final de la historia, tiene que esforzarse para no perder la compostura. Aunque ha pasado un año, sigue resultándole muy doloroso hablar de Mariam.

Cuando termina, Hamza guarda silencio durante un buen rato. Lentamente hacer girar la taza de té en el plato, primero hacia un lado, luego hacia el otro.

– Mi padre, que en paz descanse, la quería mucho -dice finalmente-. Fue él quien le cantó el azan en el oído cuando nació. La visitaba todas las semanas sin falta. A veces me llevaba con él. Era su tutor, sí, pero también su amigo. Mi padre era un hombre muy caritativo. Se le partió el corazón cuando Yalil Jan la dio en matrimonio.

– Siento mucho la muerte de tu padre. Que Alá perdone sus pecados.

Hamza agradece sus palabras con una inclinación de cabeza.

– Murió siendo muy anciano. De hecho, sobrevivió a Yalil Jan. Lo enterramos en el cementerio de la aldea, no lejos de donde descansa la madre de Mariam. Mi padre era un hombre muy bueno, que merecía el paraíso.

Laila bebe un poco de té.

– ¿Puedo preguntarte una cosa? -dice luego.

– Por supuesto.

– ¿Podrías mostrarme dónde vivía Mariam? -dice Laila-. ¿Podrías llevarme hasta allí?

***

El taxista acepta esperar un poco más.

Hamza y Laila salen de la aldea y bajan por la carretera que conecta Gul Daman con Herat. Al cabo de unos quince minutos, Hamza señala una angosta abertura en la alta hierba que bordea la carretera.

– Se va por ahí -dice-. Hay un sendero.

El camino es agreste, tortuoso, y apenas se intuye entre la vegetación y la maleza. Mientras Laila avanza con Hamza por la sinuosa vereda, la alta hierba agitada por el viento le azota las pantorrillas. A ambos lados crecen las flores silvestres que se inclinan a merced de la brisa, algunas altas y con pétalos redondos, otras bajas y con las hojas en forma de abanico, en un caleidoscopio de colores. Aquí y allá, asoman los ranúnculos por entre pequeños arbustos. Laila oye el chillido de las golondrinas en el cielo y el canto de las cigarras a sus pies.