El sendero se prolonga durante más de doscientos metros hasta que el suelo se nivela y llegan a un terreno más llano. Allí se detienen para recobrar el aliento. Laila se seca la frente con la manga y espanta una nube de mosquitos que vuelan delante de su cara. Desde allí se divisa el contorno de las montañas sobre la línea del horizonte, unos cuantos álamos y diversos arbustos silvestres cuyo nombre desconoce.
– Antes por aquí pasaba un arroyo -comenta Hamza, jadeando un poco-. Pero hace mucho que se secó.
El hombre le indica que cruce el lecho seco y que siga caminando en dirección a las montañas.
– Yo te espero aquí -dice, sentándose en una piedra, bajo un álamo-. Ve tú.
– Yo no…
– No te preocupes. Tómate tu tiempo. Ve, hamshiré.
Laila le da las gracias. Cruza el cauce, saltando de piedra en piedra, entre botellas de refrescos rotas, latas oxidadas y un recipiente metálico con tapa de zinc, cubierto de moho y semienterrado.
Toma el camino en dirección a las montañas, en dirección a los sauces que divisa a lo lejos, con sus largas y lánguidas ramas mecidas por las ráfagas de viento. El corazón le palpita con fuerza en el pecho. Ve que los sauces están dispuestos tal como le había contado Mariam, en círculo y con un claro en el centro. Laila aprieta el paso, casi echa a correr. Mira por encima del hombro y ve que Hamza no es más que una figura diminuta y que su chapan ha quedado reducido a una mancha de color sobre el fondo pardo de las cortezas de los árboles. Tropieza con una piedra y está a punto de caer, pero recupera el equilibrio. Recorre deprisa el resto del camino, subiéndose las perneras de los pantalones. Cuando llega a los sauces está sin aliento.
El kolba sigue allí.
Al acercarse, Laila ve que la única ventana carece de cristal y que la puerta ha desaparecido. Mariam le había descrito un gallinero, un tandur y también un excusado de madera, pero ella no los ve por ninguna parte. Se detiene ante la entrada. Oye el zumbido de las moscas en el interior del kolba.
Para pasar, tiene que esquivar una gran telaraña que se agita, temblorosa. Dentro reina la penumbra y Laila tiene que esperar unos instantes para que sus ojos se adapten. Entonces ve que el espacio es aún más pequeño de lo que había imaginado. Del suelo de madera sólo queda una única tabla podrida y astillada; supone que el resto lo habrá arrancado alguien para hacer leña. Ahora el suelo está cubierto por una alfombra de hojas secas, botellas rotas, envoltorios de chicles, viejas colillas amarillentas y setas. Pero sobre todo hay hierbajos, algunos raquíticos, mientras que otros crecen con descaro hasta mitad de pared.
Quince años, piensa Laila. Quince años en este lugar.
Laila se sienta con la espalda apoyada en la pared. Oye el silbido del viento entre los sauces. En el techo hay más telarañas. Alguien ha pintado algo en la pared con un spray, pero la mayor parte se ha borrado y Laila no consigue descifrarlo. Luego se da cuenta de que está escrito en ruso. Hay un nido vacío en un rincón y un murciélago colgando boca abajo en otro, justo donde la pared se junta con el techo.
Laila cierra los ojos y permanece inmóvil.
En Pakistán, a veces le resultaba difícil recordar los detalles del rostro de Mariam. Había veces en que sus facciones se le escapaban, igual que ocurre con una palabra esquiva que no acaba de venir a la memoria. Pero aquí, en este lugar, resulta fácil ver la imagen de Mariam: el suave brillo de su mirada, el largo mentón, la piel áspera de su cuello, la sonrisa con los labios apretados. Aquí Laila puede volver a apoyar la mejilla en su cálido regazo, nota el balanceo de Mariam mientras ésta le recita versículos del Corán, y cómo la vibración de las palabras recorre el cuerpo de la mujer y se transmite a sus oídos a través de las rodillas.
De repente, los hierbajos empiezan a desaparecer, como si algo tirara de las raíces bajo la tierra. Bajan y bajan hasta que el suelo engulle hasta la última hoja espinosa. Las telarañas se deshacen mágicamente. El nido se desmonta, las ramitas se sueltan una por una y salen volando del kolba girando sobre sí mismas. Un borrador invisible elimina la pintada rusa de la pared.
Las tablas del suelo han vuelto a su sitio. Laila ve ahora un par de catres, una mesa de madera, dos sillas, una estufa de hierro forjado en el rincón, estantes en las paredes, y en ellos cacharros de barro, una tetera renegrida, tazas y cucharitas. Oye las gallinas que cacarean en el corral y el rumor distante del agua del arroyo.
La niña Mariam está sentada a la mesa, haciendo una muñeca a la luz de una lámpara de aceite. Tararea una melodía. Tiene el cutis terso e inmaculado, los cabellos limpios y peinados hacia atrás. Conserva todos los dientes.
Laila contempla a la pequeña, que cose mechones de hilo en la cabeza de su muñeca. En unos cuantos años, la niña se habrá convertido en una mujer que no exigirá grandes cosas de la vida, que jamás supondrá una carga para nadie, que jamás revelará que también ella tiene penas y decepciones, y sueños que han sido ridiculizados. Será una mujer resistente, fuerte como una roca en un río, sin quejarse, sin que las aguas turbulentas consigan enturbiar su gentileza, sino meramente conferirle forma. Laila descubre algo en los ojos de esta niña, algo muy profundo que ni Rashid ni los talibanes conseguirán quebrar. Algo tan duro y resistente como un bloque de piedra caliza. Algo que, al final, será su perdición y la salvación de Laila.
La pequeña levanta la cabeza. Deja la muñeca sobre la mesa. Sonríe.
«¿Laila yo?»
Laila abre los ojos de pronto. Suelta una exclamación ahogada y salta hacia delante como un resorte. Asusta al murciélago, cuyas alas, al volar de un lado a otro del kolba, asemejan las hojas de un libro. Finalmente el animal sale volando por la ventana.
Laila se pone en pie y se sacude las hojas secas de los pantalones. Sale del kolba. Fuera, la luz ha cambiado un poco. Sopla el viento, ondulando la hierba y arrancando sonidos de las ramas de los sauces.
Antes de abandonar el claro, Laila echa una última mirada al kolba donde Mariam durmió, comió, soñó y contuvo el aliento mientras esperaba a Yalil. Sobre las paredes combadas, los sauces proyectan sombras huidizas que varían con cada ráfaga de viento. Un cuervo se ha posado sobre el tejado plano. Picotea alguna cosa, grazna, levanta el vuelo.
– Adiós, Mariam.
Y después, sin darse cuenta de que está llorando, Laila echa a correr.
Encuentra a Hamza sentado aún en la piedra. Él se levanta al verla llegar.
– Volvamos -dice. Luego añade-: Tengo que darte una cosa.
Laila espera a Hamza en el jardín, junto a la puerta. El niño que les ha servido el té antes la contempla desde debajo de una higuera, con una gallina entre las manos. Laila divisa dos rostros, de una vieja y una joven con yihabs, observándola recatadamente desde una ventana.
La puerta de la casa se abre y sale el dueño con una caja, que entrega a Laila.
– Yalil Jan le dio esto a mi padre un mes antes de morir -explica-, y le rogó que lo conservara hasta que Mariam viniera a buscarlo. Mi padre lo tuvo durante dos años. Luego, justo antes de fallecer, me lo dio a mí y me pidió que lo guardara. Pero ella… ya sabes, nunca vino.
Laila observa la pequeña caja ovalada de hojalata. Parece una vieja caja de chocolatinas. Es de color verde oliva, y tiene descoloridas volutas doradas alrededor de la tapa con bisagras. Los lados están un poco oxidados y tiene dos pequeñas melladuras por delante, en el borde de la tapa. Laila intenta levantar la tapa, pero el cierre no cede.
– ¿Qué hay dentro? -pregunta.
Hamza le pone una nave en la palma de la mano.
– Mi padre nunca la abrió. Y yo tampoco. Supongo que era voluntad de Alá que la abrieras tú.