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Ayer, Laila vio a los niños jugando a pesar del aguacero, saltando en los charcos del patio, bajo el cielo plomizo. Los miraba desde la ventana de la cocina de la pequeña casa de dos habitaciones que han alquilado en Dé Mazang. En el patio crecen un granado y arbustos de eglantina. Tariq ha encalado los muros y ha construido un columpio y un tobogán para los niños, y un pequeño cercado para la nueva cabra de Zalmai. Laila se fijó en las gotas que se deslizaban por el cuero cabelludo de su hijo: ha querido afeitarse la cabeza, igual que Tariq, que ahora se encarga de rezar las oraciones Babalu con él. La lluvia empapaba los largos cabellos de Aziza, convirtiéndolos en tirabuzones mojados que salpicaban a su hermano cuando ella movía la cabeza.

Zalmai está a punto de cumplir seis años. La niña tiene diez: celebraron su cumpleaños la semana pasada. La llevaron al Cinema Park, donde por fin se proyectó Titanic abiertamente para el público de Kabul.

– Vamos, niños, o llegaremos tarde -grita Laila, mientras mete el almuerzo de sus hijos en una bolsa de papel.

Son las ocho de la mañana. Laila se ha levantado a las cinco. Como siempre, Aziza la ha despertado para el namaz. Ella sabe que las oraciones son una manera de recordar a Mariam, es la forma que tiene la pequeña de mantener el recuerdo de su jala, antes de que el tiempo todo lo borre, antes de que la arranque del jardín de su memoria, como si se tratara de un hierbajo.

Después del namaz., Laila ha vuelto a acostarse, y estaba profundamente dormida cuando se ha ido Tariq, aunque recuerda vagamente que le ha dado un beso en la mejilla. Él ha encontrado trabajo en una ONG francesa que proporciona prótesis a gente que ha perdido alguna extremidad por culpa de las minas antipersona.

Zalmai entra corriendo en la cocina detrás de Aziza.

– ¿Lleváis los cuadernos? ¿Los lápices? ¿Los libros?

– Sí, aquí dentro -asegura la niña, mostrando la mochila. Una vez más, Laila comprueba que ya no tartamudea tanto.

– Pues vamos.

Laila sale de casa con sus hijos y cierra la puerta. La mañana es fría, pero hoy no llueve. El cielo está despejado y no hay nubes en el horizonte. Los tres se dirigen a la parada del autobús cogidos de la mano. Las calles son ya un hervidero, con un intenso tráfico de rickshaws, taxis, camiones de las Naciones Unidas, autobuses y jeeps de la ISAF. Los comerciantes abren las puertas de sus negocios con ojos somnolientos. Tras las pilas de chicles y paquetes de cigarrillos están sentados ya los vendedores ambulantes. Ya las viudas ocupan sus esquinas para pedir limosna.

A Laila le resulta extraño vivir de nuevo en Kabul. La ciudad ha cambiado. Ahora ve todos los días a gente que planta árboles o pinta casas viejas, y a otros que acarrean ladrillos para levantar nuevos hogares. Se cavan pozos y alcantarillas. En los alféizares de las ventanas hay flores plantadas en casquillos de antiguos misiles muyahidines; flores misil, las llaman en Kabul. Hace poco, Tariq llevó a toda la familia a los jardines de Babur, que se están arreglando. Por primera vez en años, Laila oye música en las esquinas de la capital, rubabs y tablas, dutars, armonios y tamburas, y las viejas canciones de Ahmad Zahir.

La mujer desearía que sus padres estuvieran vivos para ver estos cambios. Pero el arrepentimiento de Kabul llega demasiado tarde, como la carta de Yalil.

Laila y los niños están a punto de cruzar la calle en dirección a la parada de autobús, cuando de repente un Land Cruiser negro con los cristales ahumados pasa por delante a toda velocidad. El coche da un volantazo y la esquiva por muy poco, pero salpica a los niños de agua sucia. Con el corazón en un puño, la madre tira bruscamente de los niños para que suban a la acera.

Laila siente como una herida en el corazón que se haya permitido volver a Kabul a los cabecillas militares, que los asesinos de sus padres vivan en casas lujosas con jardines tapiados, que los hayan nombrado ministros de esto y de lo otro, que viajen impunemente en vehículos blindados por los barrios que ellos mismos arrasaron. Es una puñalada.

Pero Laila ha decidido que no se dejará llevar por el resentimiento. Mariam no lo querría. «¿Para qué? -habría dicho, con una sonrisa inocente y sabia a la vez-. ¿De qué sirve, Laila yo?» Así pues, se ha resignado a seguir adelante por su propio bien, por el bien de Tariq y el de los niños. Y por Mariam, que sigue visitándola en sueños, que nunca se aleja demasiado de sus pensamientos. Ella sigue adelante. Porque sabe que no puede hacer otra cosa. Eso y tener esperanza.

Zaman se encuentra en la línea de tiros libres con las rodillas flexionadas, haciendo botar una pelota de baloncesto. Está entrenando a un grupo de chicos que llevan camisetas iguales y forman un semicírculo en la cancha. Divisa a Laila, sujeta la pelota bajo el brazo y saluda con la mano. Les dice algo a los chicos, que saludan a su vez, gritando: «Salam moalim sahib!» Laila les devuelve el gesto.

El patio del orfanato tiene ahora una hilera de manzanos jóvenes plantados a lo largo del muro que da al este. Laila proyecta plantar otra fila a lo largo de la pared que da al sur en cuanto la hayan reconstruido. Hay columpios nuevos y estructuras de barras para jugar.

Laila vuelve a entrar en el edificio por la puerta mosquitera.

Han pintado el orfanato, tanto las paredes de dentro como la fachada. Tariq y Zaman han reparado todas las goteras, han enyesado los muros, han puesto cristales en las ventanas y han alfombrado las habitaciones donde duermen y juegan los niños. El invierno pasado, Laila compró unas cuantas camas para los dormitorios infantiles, y también almohadas, y mantas de lana. Además hizo que instalaran estufas de hierro forjado.

El mes pasado, uno de los periódicos de Kabul, el Anis, ofreció un artículo sobre la reforma del orfanato. También publicó una foto de Zaman, Tariq, Laila y uno de los ayudantes, colocados en fila detrás de los niños. Cuando la mujer vio el artículo, pensó en sus amigas de la infancia, Giti y Hasina, y recordó lo que solía decir esta última: «Cuando cumplamos los veinte, Giti y yo habremos parido ya cuatro o cinco niños cada una. Pero tú, Laila, harás que dos tontas como nosotras nos sintamos orgullosas de ti. Serás alguien. Sé que un día cogeré un periódico y encontraré tu foto en primera plana.» La foto no había salido en primera plana, pero ahí estaba, de todas formas, tal como Hasina había vaticinado.

Laila dobla al llegar al mismo pasillo donde, hace dos años, Mariam y ella habían dejado a Aziza a cargo de Zaman. Recuerda a la perfección que entonces tuvieron que soltar los dedos de Aziza a viva fuerza, porque se aferraba a su muñeca. Recuerda que corrió por ese mismo pasillo, conteniendo un aullido, y a Mariam gritando su nombre y a Aziza chillando de pánico.

Ahora las paredes están cubiertas de pósters de dinosaurios y de personajes de dibujos animados, de los budas de Bamiyán y de diferentes muestras de las obras artísticas de los huérfanos. En muchos de los dibujos aparecen tanques que derriban chozas y hombres empuñando AK-47, o tiendas de campamentos de refugiados, o escenas de la yihad.

Laila vuelve a doblar cuando llega al extremo del pasillo y ve a los niños que la esperan en la puerta del aula. La reciben con sus pañuelos, sus cráneos afeitados con casquete, sus figuras menudas y delgadas, la belleza de sus sencillas ropas.

Al ver llegar a Laila, los niños salen disparados hacia ella a todo correr, y se arremolinan a su alrededor. Quieren saludarla todos a la vez con sus agudas voces, y le dan palmadas, le tironean de la ropa, se aferran a ella y se empujan unos a otros en su afán por encaramarse a sus brazos. Elevan las manitas, tratando de llamar su atención. Algunos la llaman «madre». Laila no los corrige.

Esta mañana le cuesta un poco calmarlos para que formen la fila y entren en el aula. Fueron Tariq y Zaman los que prepararon la clase, tirando el tabique que separaba dos habitaciones contiguas. El suelo aún está muy agrietado y le faltan algunas baldosas. Por el momento, lo han tapado con una lona, pero Tariq ha prometido poner muy pronto un pavimento nuevo y alfombras.