La portezuela al exterior se abrió y dejó entrar un golpe de aire frío. El hombre era el mismo marinero que había hablado con Richards anteriormente. Empujando su capucha hacia atrás, dijo, excitado:
—¡Capitán, señor, han encontrado una marca allí! Es metálica. Tiene inscripciones rusas.
—¿Escrita en ruso?
—Sí, señor. El doctor Carlati dice que parece que los rusos han estado aquí antes y reclaman este valle.
Richards arrugó el entrecejo.
—Déjese de hablar como si fuera una película de cowboys, maldición. Esto es territorio internacional. Nadie tiene el maldito derecho de reclamar nada.
El marinero se encogió de hombros. Richard buscó su parka y se la colocó. Mientras cerraba las cremalleras, murmuró:
—Vamos, veamos qué es eso. ¿Algunos de los científicos sabe leer ruso?
—Sí. El doctor Carlati, señor.
Al bajar del vehículo y poner un pie sobre el rocoso suelo nuevamente, Richards oyó al marinero que gritaba encima de éclass="underline"
—¡Eh, mire allá, señor! Otro oruga se acerca por el valle.
Richards lo vio. Era una mancha oscura que se movía a lo largo de las rocas grises. Miró escaleras arriba hacia el marinero que todavía estaba de pie en la portezuela.
—Saque una carabina del depósito y cargúela. Tráigala con usted.
—¿Le aviso por radio a McMurdo, señor?
Atrapado por un momento entre dos prioridades, Richards sacudió la cabeza.
—No. Traiga la carabina. Se lo diremos a McMurdo después de hablar con los rojos.
Cuando Richards y el marinero llegaron hasta el grupo de científicos, el oruga ruso estaba lo suficientemente cerca como para que se pudiera ver su estrella roja.
—Es el depósito de carbón más rico que jamás he visto —estaba diciendo uno de los geólogos—. Así deben haber sido los yacimientos de Montana antes de la década del sesenta.
—Sí —dijo otro hombre, arrebujado en su parka—. Pero aparentemente ellos llegaron primero.
—Hay suficiente para todos.
Estúpido inocente, pensó Richards.
El oruga avanzaba hacia ellos, mostrándose más grande y amenazador con cada crujido de su andar. Richards permaneció inmóvil, observándolo. Ya no sentía ni el frío ni el viento. Los científicos parecían estar tensos también.
—¿Crees que Podgorny estará entre ellos? —dijo uno.
—¿Está aquí este año?
—Algo de eso he oído.
—No lo he visto desde la conferencia de Viena.
Richards intervino en la conversación.
—Creo que será mejor que los civiles vuelvan al vehículo. Y usted, Jefferson, vaya y traiga dos carabinas más.
El doctor Carlati se enfrentó a él.
—Capitán, creo que está dramatizando demasiado. ¿Qué problema puede haber?
—¡Hágalo! —Richards mordió las palabras cuando las decía, luego paseó su mirada por sobre Carlati y la fijó en el oruga ruso que avanzaba.
Jefferson corrió hacia el vehículo americano, desapareció dentro de él, luego reapareció con un par de carabinas entre los brazos. Corrió hacia el capitán Richards mientras los científicos se movían incómodos alrededor.
El marinero tropezó con una piedra y cayó hacia adelante. Una de las armas se disparó. Fue un sólo y agudo disparo.
Inmediatamente un tableteo respondió desde el oruga ruso. Trocitos de piedra revolotearon alrededor del marinero caído en el suelo. Richards vio a un hombre sentado en el techo del vehículo ruso: estaba apuntando hacia ellos.
—¡Al suelo! —les gritó a los científicos.
Le quitó la carabina de las manos al sorprendido marinero que estaba junto a él, y apuntó hacia el vehículo que avanzaba. Se lo veía gris y enorme ahora, como un tanque de guerra. Richards cargó la carabina mientras oía otro disparo.
Una increíble fuerza lo golpeó en el pecho y lo derribó. Nunca sintió el golpe contra el suelo; sin embargo, repentinamente estaba mirando el cielo. Cabezas encapuchadas se interponían en su línea de visión. Se veían borroneadas.
¡El dolor! Su cuerpo estaba en llamas.
—¡Dios mío, lo alcanzaron!
Era una voz distante que se desvanecía cada vez más, y más.
—Creo que está muerto.
Kinsman se había alejado de los grupos que estaban alrededor de la piscina. Acariciando.su tercera copa —¿o era la cuarta?— estaba apartado de la gente que reía y charlaba, cerca de la base de la cúpula transparente. Se volvió para mirar la muralla inmóvil de Alphonsus, el guardián de la nada durante mil millones de años.
A la distancia podía oir trozos de conversación.
—…Takamara dice que no se han visto delfines en el Pacífico Norte en todo el año. Parece que han seguido el destino de las ballenas.
—…volver a tiempo para hacer las compras de Navidad. Los niños van a estar muy ansiosos…
—…simplemente rodearon el sitio y los llevaron a un campo de concentración. Se asegura que estaban retrasando deliberadamente el desarrollo del nuevo gas pacificador.
—¿El grupo completo?
—Dieciocho, entre hombres y mujeres. Se llevaron a sus familias también. Están ahora en algún lugar de Nebraska. Los están reeducando con electroshocks y correctores mentales. A todos sin excepciones, tanto hombres como mujeres.
—¿Sin juicio? ¿O proceso legal?
—¡Ja!
—¡No pueden hacer eso! Va contra la Constitución …
—No lo digas tan fuerte. Puedes conseguirte unas vacaciones pagas en Nebraska también, ya lo sabes.
Hugh Harriman se acercó a Kinsman. Ahora el hombre pequeño y regordete estaba serio y silencioso. Con un movimiento de cejas preguntó:
—¿Qué es eso que acabo de oír, acerca de la alerta amarilla?
—Cristo —murmuró Kinsman—. ¿Es que no hay ningún secreto en esta ciudad?
Hay uno. Pero quizás también lo descubran, pensó.
—Ya sé que nosotros los meros civiles no tenemos por qué saberlo —dijo Harriman—, pero… ¿qué tan serio es? ¿Leonov y Tú van a enfrentarse en una pulseada, o la cosa es real esta vez?
—Ojalá lo supiera.
Harriman tragó toda su bebida.
—¿Tan mal están las cosas?
—Yo no voy a jugar pulseadas.
—Malditos idiotas.
Un pensamiento cruzó la mente de Kinsman, y casi le hizo sonreír.
—Eli, si nos ordenan cerrar nuestra mitad de la base a todos los extranjeros, ¿qué haremos contigo? Brasil aun no ha enviado tus papeles, ¿verdad?
—Por supuesto que no. Bastardos… Hace ya casi dos años ahora. Oficialmente soy un apátrida. Unos pocos meses más, y no podré andar derecho en la Tierra. Me agarraron por las pelotas… Me invitan aquí con su equipo de sociólogos, y luego revocan mi ciudadanía.
—Alégrate. A Sócrates le dieron cicuta.
—El mundo aún no está listo para nosotros los filósofos —dijo Harriman suspirando.
—Quieres decir los tábanos.
—Lo que sea. ¿Sabes a quién han puesto en mi cátedra de San Pablo? A un coronel retardado. ¡Un coronel del maldito ejército es el jefe del departamento de Filosofía de la universidad más grande de Brasil! ¡Un coronel!
Kinsman sabía que eso era un anzuelo. Sólo dijo:
—¡Hmmm!
—Tú podrías presentarte como jefe de un departamento de Filosofía en San Pablo, Chet.
—Es algo que tendré que pensar cuando me retire.
—Para eso tendrías que estar vivo.
—Eso no fue gracioso. No esta noche, por lo menos.