Harriman lo miró fijo por un instante, con la boca abierta y lista para la próxima réplica. Pero cuando se dio cuenta de lo que Kinsman había querido decir, dijo:
—Sí. Están cerrando todas las escuelas. Tú sabes, es un lujo ahora.
Se alejó. Kinsman se volvió y miró hacia afuera otra vez, sintiendo el entorpecedor frío del infinito que se filtraba por la pared a pesar de la calefaccionada sala, observando la fascinante belleza de la Tierra colgada allá arriba. Ocho mil millones de personas preparándose para destruirse mutuamente.
Una mano se apoyó en su hombro. Ellen.
—Se supone que te tienes que estar divirtiendo, quieras o no.
—Ah, sí, seguro.
—Creo que se acerca el momento en que van a descubrir algo con gran ceremonia —hizo un gesto hacia la piscina.
Había un enorme envoltorio junto a la alberca ahora. Estaba cubierto con un plástico encerado de color azul. La forma era extraña, y Kinsman no pudo adivinar lo que era.
—Me enviaron para que te buscara y te llevara de vuelta —dijo Ellen.
Ella se había vuelto a poner sus pantalones y su jersey, pero su corto pelo aun estaba brillante por el agua. Su piel…
—Puedo pensar en mejores lugares para ir juntos —dijo él.
Ellen sonrió pero no dijo nada. Caminaron juntos entre la gente que se arremolinaba alrededor del envoltorio. Las charlas y murmullos se acallaron hasta convertirse en un silencio expectante a medida que Kinsman y Ellen se acercaban.
Piotr Leonov estaba de pie junto a esa forma velada, sonreía ampliamente. Todo el mundo estaba en silencio ahora.
—¡Ah!… el invitado de honor se acerca. Ha llegado la hora mágica.
Kinsman trataba de mostrarse tranquilo, pero en realidad estaba ansioso por saber lo que había debajo de la cubierta de plástico.
—Antes de descubrir tu regalo de cumpleaños, tengo que hacer un pequeño discurso… —todo el mundo protestó. Leonov levantó una mano para calmarlos—. Un momento, un momento. No es un discurso político. Es breve. Sólo dos oraciones.
—¡Las estamos esperando! —dijo una voz entre la gente.
—Muy bien. Una: tuvimos que hacer una profunda investigación en tus antecedentes para elegir este regalo, Chet.
La cara del astronauta muerto, alejándose sin remedio. Kinsman borró la imagen de su mente.
—Y dos: todos los residentes permanentes de Selene donaron dos meses de espacio de transporte personal para traer este… esta cosa hasta aquí arriba. El doctor Nakamura prestó su asistencia personal y usó sus conexiones familiares para adquirir el… eh… objeto. Y los expertos obreros de Lunagrad proveyeron la asistencia técnica necesaria para que esta cosa funcionara correctamente.
—¡Han sido cuatro oraciones, Leonov!
El ruso se encogió de hombros.
—Estoy dentro de un factor dos respecto de mi cálculo original. Eso es bastante bueno, comparado con lo que algunos de ustedes, científicos, han estado haciendo.
Risas generales.
Volviéndose a Kinsman, Leonov terminó.
—¡Muy bien, entonces! De todos nosotros los luniks, Chet: Lunagrad, Moonbase, Selene. ¡Feliz cumpleaños!
Tiró del plástico encerado y no ocurrió nada. La carcajada fue unánime. Repentinamente ruborizado, Leonov repitió el movimiento con más fuerza, y esta vez el telón cayó al suelo. Y se reveló un pequeño piano de cola, de ébano brillante.
Kinsman abrió la boca.
—¡Por todos los cielos!
Durante un momento estuvo simplemente allí, demasiado confundido como para hacer otra cosa que abrir la boca. Luego todos aplaudieron. Alguien comenzó a cantar “Cumpleaños Feliz”. Ellen se acercó a él, le puso los brazos al cuello y lo besó. Más aplausos.
—Sabes tocar, ¿no es cierto? —preguntó Leonov.
Manteniendo su tranquilizador abrazo en la cintura de Ellen, Kinsman dijo.
—No he tocado una tecla desde hace años. Pero supe hacerlo una vez.
Pat Kelly apareció por detrás de él.
—Descubrimos que habías sido un niño prodigio.
—Son sólo cuentos —replicó Kinsman—. Di un recital cuando tenía quince años, más o menos… mis padres me obligaron.
Se querían morir cuando entré en la Fuerza Aérea , recordó.
—¡Pues toca! —insistió Leonov—. Tuve que esconder este aparato en Lunagrad durante semanas. Luego encontrar a alguien que lo afinara, ya que no existe un talento semejante en tu guarida de capitalistas charlatanes. Vamos, toca algo… Tchaikovsky, por lo menos.
Kinsman, sacudiendo la cabeza, dijo:
—Considérate afortunado si puedo recordar “Palitos Chinos”.
Se sentó en la banqueta y observó el teclado. Blanco y negro. Como los moralistas. Le temblaban las manos. ¿Por qué? ¿Estaba excitado… o tenía miedo? ¿O eran ambas cosas?
Acarició las teclas. Tocó algunas notas al azar. Hizo algunas escalas. Las manos recuerdan. Entonces supo cuál sería la primera música que se tocaría en la Luna.
Cerró los ojos involuntariamente. Se sorprendió cuando se dio cuenta de que lo había hecho, e inmediatamente los abrió otra vez. Ya sus manos habían ejecutado los primeros compases y se adentraban en la interpretación de la sonata Claro de Luna.
La gente guardaba un silencio absoluto. Las suaves y mesuradas notas flotaban por la cúpula, a casi trescientos años y medio millón de kilómetros del momento y lugar de su nacimiento.
Llegó más o menos hasta la mitad del primer movimiento y se detuvo. Tocó algunas notas de algún recordado ejercicio de la infancia y luego se puso de pie. Todos aplaudieron.
Leonov se le acercó.
—¡Felicitaciones! Pero debes sacar el instrumento de esta cúpula. Demasiado húmeda. Se va a desafinar aquí.
—Podemos ponerlo en tus habitaciones, Chet —dijo Kelly—. Ya estuvimos viendo. Hay espacio suficiente.
—No —dijo Kinsman—. Todos tienen que poder usarlo. Pongámoslo abajo, en la sala de reuniones.
—En un mes estará arruinado. Los niños…
—No, nadie lo estropeará. Además siempre podemos pedirle a Pete que nos preste su afinador.
—De acuerdo —dijo Leonov—. Pero con dos condiciones.
Kinsman levantó las cejas.
—Primero, que permitas a mis músicos frustrados usar el instrumento de vez en cuando.
—Oh, por supuesto.
—Y segundo —Leonov levantó dos dedos—, que dejes el piano aquí, en tu parte de Selene…, ¡así no tengo que escucharlos!
—Seguro —dijo Kinsman—. Y tu policía secreta puede instalar sus micrófonos ahí si quiere, también.
—¡Magnífico! Eso los hará muy felices.
Harriman estaba de pie junto a Ellen.
—Eres un tipico hombre del Renacimiento, Kinsman, ¿no es cierto? Músico, soldado, astronauta…
—Y también fui espadachín, en el equipo de esgrima de la Academia.
—¡Uf! ¡El maldito Cyrano de Bergerac entre nosotros!
—Bueno; mi nariz no da para tanto —replicó Kinsman.
—A mí me gusta tu nariz —dijo Ellen.
Harriman trató de fruncir su cara redonda y casi lo consiguió.
—Me consumen los celos —refunfuñó—. Tú lo puedes hacer todo, Kinsman. Yo no puedo tocar ni una nota. Ni siquiera puedo hacer que mi estéreo funcione bien.
Con una carcajada, Kinsman respondió:
—Tocar el piano es como la política, Hugh. El secreto consiste en no dejar que tu mano izquierda sepa lo que está haciendo la mano derecha.
Algunos otros probaron también el piano. La cúpula resonó con rock, Chopin, soul, Strauss. Una de las recién llegadas temporarias tocó algo en el estilo neo-oriental que se estaba haciendo popular en la Tierra.
—¡Bah! Campesinos y degenerados —gruñó Leonov finalmente, y se instaló decididamente en la banqueta del piano. Se lució con algunas enérgicas piezas de Mussorgsky y luego pasó a tocar melancólicas melodías populares rusas.