El ceño fruncido del ingeniero se desvaneció. Sonrió.
—Entiendo. Usted quiere que dupliquemos la capacidad de la planta. Muy bien, tendrá el doble. Lo único que le pido es que deje de estar encima de mi nariz todos los días, ¿de acuerdo?
Con una risa de tranquilidad Kinsman dijo:
—¿Qué le parece si lo hago día por medio? Sabe Ernie, cuando descubrí que usted era ingeniero y además estaba interesado en plantas de agua, casi me hago religioso. Waterman: precisamente el presagio que necesitábamos para la fábrica.
—Religión —dijo el ingeniero con voz repentinamente baja y en tono serio—. Eso es lo que uno encuentra cuando descubre que puede caminar otra vez y puede hacer cosas útiles, en lugar de estar sentado en una silla de ruedas el resto de la vida—. Golpeó los soportes metálicos debajo del pantalón.
—La menor gravedad es una de nuestras atracciones turísticas —dijo Kinsman, mientras acompañaba lentamente a Waterman hacia la puerta.
El ingeniero hizo un gesto con la mano.
—No es sólo la gravedad. Es toda la actitud que reina aquí… el modo en que la gente hace las cosas. Nada de impedimentos, ni de toda esa porquería como allá en la Tierra. Nada de estar haciendo colas o pasarse el día llenando formularios. La gente aquí tiene fe en los otros.
Y esa fe los ha hecho más íntegros, se dijo Kinsman para sí. A Waterman le respondió:
—Son libres, Ernie. Tenemos suficiente espacio aquí como para ser libres.
Waterman se encogió de hombros.
—Sea lo que fuere, es como un milagro.
—¿No extraña la Tierra para nada? —preguntó Kinsman, deteniéndose en la puerta.
—¿Extrañar Pittsburgh, Pennsylvania? ¡Demonios, no! A mis dos hijas, sí. A ellas sí las extraño. Pero todo el resto… el resto es sólo hacinamiento, desde un mar contaminado hasta otro mar contaminado. Todo se está yendo al infierno con tanta rapidez, que no hay modo de detenerlo.
Kinsman pensó en sus últimos días en la Tierra , hacía ya más de cinco años. Su súbito deseo de ver San Francisco una vez más. La enloquecida batalla con las aerolíneas para conseguir un lugar en un avión que fuera al oeste. El golpe de ver una ciudad que él había amado convertida en una inmensa red de calles y casas sucias: las torres otrora brillantes, pudriéndose en el abandono con sus ascensores inútiles sin electricidad; los puentes herrumbrándose por falta de cuidado; la bahía sucia de casas flotantes y negra de escoria.
—¿Y usted? —preguntó Waterman—. ¿No la extraña? Usted ha estado aquí más tiempo que ninguna persona.
Kinsman evitó la pregunta.
—Yo puedo volver cuando quiera, realmente. No estoy restringido físicamente.
—Ah, sí… claro. ¿Y eso hace alguna diferencia?
El teléfono sonó.
—El deber me llama —dijo Kinsman.
Mientras el ingeniero cerraba la puerta detras de sí, Kinsman volvió al sillón. Inclinándose por sobre éste tocó el botón que decía ON junto a la red del parlante.
Una de las pantallas murales brilló, pero no apareció ninguna imagen en ella. En lugar de eso la femenina, melosa y tibia voz de la cinta de la computadora dijo:
—Coronel Kinsman, usted pidió que se le recordara que la lanzadora que trae la gente nueva es esperada a las 0930 horas. El control de tráfico confirma que la nave viaja a horario.
—Bien —dijo, y desconectó el teléfono.
Abandonó la oficina y se dirigió por el corredor hacia la escalera mecánica. Me pregunto qué haría Ernie si le dijera que deberíamos compartir nuestra agua con los rusos en caso de emergencia… ¿Renunciaría a su trabajo? ¿Avisaría inmediatamente a Washington?
Oficialmente, la base americana en la Luna se llamaba Moonbase. Los rusos llamaban a la de ellos Lunagrad. Oficialmente las dos bases estaban separadas y funcionaban independientemente una de la otra. Los expertos militares tanto en Washington como en Moscú, fruncían el ceño cuando pensaban en el breve entusiasmo de amistad internacional que había resultado en la construcción de las dos bases una junto a otra.
Técnicamente, Moonbase y Lunagrad eran ambas autosuficientes, cada una capaz de sobrevivir sin el auxilio de la otra. En realidad, los americanos y los rusos que vivían unos junto a otros como vecinos se llamaban a sí mismos luniks y a toda la comunidad Selene.
Ahora Kinsman caminaba a través de la gran caverna que unía las dos mitades de Selene. Era una vasta cámara subterránea con un alto y blanco techo de yeso y ásperas paredes de piedra gris. Los rusos y los americanos la habían convertido en una plaza, con prados de hierba y senderos bordeados de árboles. Pequeños negocios y cantinas de refrescos establecidos por comerciantes individuales de diferentes países competían con los almacenes gubernamentales que proveían una limitada cantidad de utensilios personales de la Tierra. La plaza estaba siempre llena de gente que había terminado sus tareas. A Kinsman le recordaba un bazar oriental, pero contenido, silencioso, en la suave y leve gravedad del controlado estilo lunar.
Kinsman saludó con la cabeza y sonrió a casi todo el mundo mientras atravesaba la plaza. Conocía a todos los residentes permanentes por su nombre. Eran solamente unos mil. Pero mientras viajaba en la escalera mecánica que conducía a la cúpula principal en la superficie, sus pensamientos volvieron a Waterman. ¿Cuánta de nuestra gente aun piensa como si estuviera ligada a la Tierra ?, se preguntó. Cuando abandonó la escalera y pisó el suelo rocoso de la enorme cúpula tenía la frente arrugada.
Siga el camino de ladrillos amarillos. La cúpula se mantenía a oscuras. Flechas levemente luminosas marcaban el suelo de roca fundida, señalando el camino hacia distintos lugares. Kinsman caminó como entre algodones siguiendo las flechas amarillas. Se dirigía hacia la esclusa neumática principal.
La cúpula era tan grande como una catedral moderna, e igualmente vacía. Era la estructura más grande que había en la superficie de la Luna , un símbolo del eterno espíritu de hermandad y cooperación entre los pueblos de los Estados Unidos y la Unión Soviética. Ese espíritu había muerto un poco antes de que la cúpula estuviera terminada, envenenado por un mundo ahogado por el exceso de población y la escasez de recursos.
El ruido del liviano calzado de Kinsman arrastrándose por sobre el suelo de roca fundida, era absorbido por la oscura y sepulcral cúpula. Se podía sentir el frío de la nueva noche lunar filtrándose por la roca. El techo de la cúpula también estaba hecho de rocas lunares, apoyado sobre una estructura geodésica hecha del aluminio recuperado de las agotadas etapas de los cohetes. Las paredes principales de la cúpula eran de plastiglás transparente, traído hacía años de la Tierra , valioso kilo por kilo.
Filas de tractores, orugas y otro equipo pesado estaban mudas, quietas y cada una en su lugar. Mirando a la esclusa neumática principal, el lado derecho era para el equipo americano, el izquierdo para el ruso.
Eso es sutileza política, se dijo Kinsman.
Al cruzar la cúpula Kinsman no solamente caminaba, sino que se deslizaba. Sus años en la Luna lo habían llevado a un acuerdo inconsciente entre sus piernas con músculos terrestres y la poca gravedad lunar. El resultado eran unos pasos en cámara lenta que lo hacían deslizarse casi flotando. Nada se le parecía más que el silencioso y decidido avance de un gato al acecho. En las sombras que emanaban de las débiles y muy altas luces, su cara huesuda y de mandíbula alargada, junto con las sombras de su ceño fruncido, aumentaban esa sensación de felino cazador.
Se acercó a la pesada estructura de metal de la esclusa neumática principal, y caminó alrededor de sus paredes —que habían sido brillantes— hasta llegar al área de observación. A pesar de la poca iluminación pudo ver la débil refracción de su imagen en la pared de plastiglás. Su traje enterizo se veía un poco abultado alrededor de la cintura. Te estás poniendo gordo, pensó. Demasiado trabajo de oficina y poco ejercicio. Es la desgracia de los ejecutivos de mediana edad. Mirando a través de su propia imagen observó la desolada llanura lunar afuera.