El Presidente lo miró con sorpresa.
—¿No está en la agenda? ¿Y por qué no?
—La información llegó hace escasamente una media hora. No hubo tiempo…
El Presidente, mirando a los demás alrededor de la mesa, golpeteó la única hoja de papel que estaba delante de él.
—Media hora debería ser tiempo suficiente para revisar la agenda. Después de todo, para eso son las agendas.
El Secretario de Defensa asintió brevemente con la cabeza y luego dijo:
—Sí, lo sé. Pero no hubo tiempo. Los rusos han inutilizado tres de nuestros satélites ABM, en lo que va del día de hoy, es decir desde medianoche, hora universal, o sea las siete p.m., hora estándar…
—No nos confunda con las diferentes horas. —El Presidente alzó su agradable voz de barítono—. ¿Cuál ha sido el resultado de la semana pasada?
—Durante los últimos siete días —respondió el Secretario de Defensa, buscando entre los papeles que tenía delante—, los rojos han eliminado,… sí, aquí está, han inutilizado siete de nuestros satélites ABM, y nosotros hemos acabado con cuatro de ellos.
El Presidente se encogió de hombros.
—No está mal. ¿Hay heridos?
—No. No hubo muertos ni heridos desde que aquel capitán estrelló su nave espacial contra uno de sus satélites. Y, aparentemente, aquello fue accidente.
Un general de cuatro estrellas que vestía el uniforme azul de la Fuerza Aérea asintió.
—Hemos hecho una detallada investigación. No hubo posibilidad de acción enemiga en ese caso, salvo que el satélite fuera algún tipo de trampa.
—No quiero que haya heridos —dijo el Presidente.
El Secretario de Defensa frunció el ceño.
—Señor Presidente, en este caso estamos haciendo un juego de apuestas muy altas. Será necesario correr algunos…
—No quiero que haya heridos.
Con una mirada al general y a los otros que estaban sentados alrededor de la mesa, el Secretario de Defensa dijo:
—Hemos estado tratando de completar nuestra red ABM por los dos últimos años. Los rusos han estado inutilizando nuestros satélites para impedirnos terminarla. Si observan estos gráficos —deslizó tres hojas de papel hacia el Presidente—, verán que están dejando fuera de combate a nuestros satélites casi en un número que iguala nuestros lanzamientos.
—¿Y qué pasa con los satélites de ellos? —preguntó el Presidente, sin mirar los gráficos.
El general respondió severamente.
—Estamos restringidos en el número de misiones antisatélites que podemos enviar. El número de astronautas con experiencia es limitado, y los fondos para hacer el trabajo son exiguos. Mientras tanto, el enemigo aumenta la frecuencia de sus lanzamientos y cada vez colocan más y más satélites ABM en órbita. Además, los últimos que están lanzando están camuflados y fortalecidos. Son mucho más difíciles de encontrar y de eliminar.
El Secretario de Estado se aclaró la garganta y dijo:
—Usted insiste en llamarlos “el enemigo”. No estamos en guerra.
—¡Eso es absurdo! —gruñó un voluminoso hombre de pesada mandíbula que estaba al otro extremo de la mesa. Su voz era un trabajoso y elaborado murmullo; su cara era un perpetuo y rojo resplandor de furia—. Con el debido respeto, estamos en guerra y lo hemos estado desde hace dos años. Desde que nosotros y los rojos comenzamos a lanzar los satélites ABM, nos hemos estado atacando mutuamente. Ambos bandos sabemos que el primero que termine de instalar la red ABM tendrá una enorme ventaja: esos satélites pueden destruir la totalidad de las fuerzas estratégicas de choque del otro bando. El equilibrio nuclear se habrá roto.
Se detuvo un momento y con dificultad respiró hondo. Nadie hablaba. Apoyándose pesadamente sobre sus antebrazos y con los ojos brillantes por el dolor o la furia —o quizás por las dos cosas—, retomó su áspero murmullo.
—Cuando uno de los dos lados complete su red ABM podrá dictar con impunidad sus términos a la otra parte. No podemos permitir que los rusos terminen antes que nosotros. ¡No podemos!
El Presidente se movió incómodo en su sillón y apartó la vista del corpulento y furioso hombre que había hablado. El Secretario de Defensa dijo nerviosamente:
—Totalmente correcto. Si los rojos completan su red antes que nosotros, podrán derribar nuestros cohetes tan pronto como los lancemos. Y ya no tendremos ninguna fuerza que oponerles. Estaremos a su merced.
—Esto es una guerra —reafirmó el general Hofstader—. El hecho de que no haya lucha en la superficie y hasta ahora no se hayan producido víctimas, no debe engañarnos y hacernos creer que sea un juego.
—Y tarde o temprano habrá víctimas —dijo el Secretario de Defensa.
—¿Qué? ¿Qué quiere decir? —Por primera vez el Presidente se mostró sobresaltado.
—Si usted observa los gráficos que le di —dijo el de Defensa con cansina paciencia— verá que no podremos continuar así por mucho tiempo. Necesitamos por lo menos ciento cincuenta satélites en órbitas bajas para cubrir a todo el mundo y protegerlo de cualquier ataque de cohetes rusos o chinos.
—Pero… los chinos están arruinados —murmuró el Presidente con la cabeza baja, mientras colocaba los gráficos uno junto al otro sobre la mesa.
—Pero aun así pueden lanzar su puñado de proyectiles sobre nosotros, o sobre los rusos —se oyó decir al forzado murmullo del otro extremo de la mesa—. Ellos pueden hacer que todo entré en ebullición. Y están lo suficientemente desesperados como para hacerlo.
El de Defensa retomó la palabra.
—Necesitamos ciento cincuenta satélites en órbita y funcionando. Hasta ahora logramos mantener unos ochenta. Pero en las últimas semanas los rojos han estado inutilizándolos a la misma velocidad que los lanzamos.
—¿Y por qué no reparamos los que están dañados?
—Por razones económicas, señor —respondió el general Hofstader—. Es más barato lanzar un satélite automático producido en masa que enviar una tripulación para repararlos.
El Presidente pestañeo intrigado.
—Pero yo creía que esos láseres eran terriblemente caros…
El general sonrió con los labios apretados.
—Sí, señor, lo son. Pero mantener a un hombre en órbita cuesta aún más. Ya es bastante costoso mantener nuestros centros tripulados de control y comando en órbita, y funcionan en las estaciones espaciales, que ya estaban construidas cuando comenzamos este programa.
—Ya veo…
Pero el Presidente movió la cabeza como si realmente no entendiera, o no creyera necesariamente en todo lo que se le estaba diciendo.
—Por otra parte —continuó el de Defensa inexorablemente—, el número de lanzamientos rusos va en aumento. Eso aparece en el gráfico central, ahí. En este momento ellos tienen treinta y cinco satélites ABM funcionando y en órbita. Hace cuatro semanas sólo tenían treinta, aun cuando nosotros encontramos y destruimos once satélites de ellos en el mismo período de tiempo. Salvo que tomemos algunas medidas al respecto, los rusos completarán su red en un año más, un año y medio como máximo. Y nosotros aún estaremos lejos de haber alcanzado nuestro objetivo.
—En ese caso, ellos habrán triunfado —dijo el general.
—Y estarán aquí, dictándonos los términos —murmuró el hombre voluminoso al otro extremo de la mesa.
El Presidente se pasó la mano por la nariz.
—Bien, ¿qué recomiendan ustedes, entonces?
El de Defensa casi sonrió. Se enderezó en su silla y se inclinó levemente hacia adelante. Comenzó a marcar los puntos con sus dedos.
—Primero, debemos incrementar nuestros propios lanzamientos de satélites por lo menos en un cincuenta por ciento. Lo ideal sería duplicar el número actual de lanzamientos. Segundo, debemos aumentar el número de satélites rusos destruidos, de otro modo nos sobrepasarán en cuestión de meses.