Kelly escapó de la oficina. Kinsman vio cómo se cerraba la puerta detrás de él. Luego volvió al teléfono. La pantalla no mostraba nada, y la voz de un técnico dijo:
—Señor, todas las comunicaciones con Lunagrad han sido cortadas.
—¿Las líneas están cortadas?
—No señor. No hay daño físico. Simplemente han cerrado su centro de comunicaciones. No entran ni salen mensajes. Nuestros monitores tampoco indican comunicaciones con la Tierra.
Se dio cuenta de repente. ¡Están luchando! Debe haber una verdadera guerra civil allá. Y no hay absolutamente nada que yo pueda hacer para ayudar a Pete.
Justo lo que haría falta: un grupo de americanos armados asaltando Lunagrad.
Pero no pudo permanecer en su oficina por más tiempo. Kinsman marcó el número del centro de comunicaciones de Moonbase y le dijo al técnico que respondió:
—Busque al capitán Perry y dígale que me encuentre en la portezuela de acceso al túnel principal de Lunagrad.
Había varios puntos en los que Lunagrad y Moonbase se tocaban: la plaza principal, el hospital, la cúpula de descanso. El túnel principal era el más antiguo y estratégico punto de contacto. Había sido ahí donde las dos bases antes separadas habían sido unidas. Y en una demostración de amistad permanente, la mayor parte de las cañerías vitales y los cables eléctricos pasaban por ese túnel.
Nunca alcanzó a llegar.
Mientras corría por el corredor que llevaba al túnel principal, los altoparlantes instalados en el techo de roca áspera comenzaron a llamar:
—¡Chet… Chet Kinsman!
Resbaló hasta detenerse bajo uno de los altoparlantes. Mientras lo miraba fijamente —estaba instalado entre dos luces y algunos caños— reconoció la voz de Frank Colt.
—Chet, escúchame. Hemos tomado la fábrica de agua. Ernie Waterman está aquí, y también Pat Kelly y muchos otros oficiales leales. Cortaremos el suministro de agua de Moonbase exactamente en una hora, salvo que te entregues a nosotros. Si tratas de atacarnos, volaremos la fábrica entera.
SÁBADO 11 DE DICIEMBRE DE 1999, 15:20 HT
La hora casi se había cumplido.
Kinsman estaba junto al antepecho del balcón que daba sobre el centro de comunicaciones. ¡Todo parecía ser tan condenadamente normal!
Abajo, en el nivel principal del centro, los técnicos estaban inclinados sobre sus consolas y sus pantallas. Todo en Moonbase parecía sereno y seguro. Todo, excepto la planta de agua. Y desde hacía más de seis horas no había habido comunicaciones con Lunagrad.
Chris Perry se acercó a Chet. Era más alto y más corpulento que Kinsman, con su amplio rostro de vikingo, de grandes huesos. Sus ojos eran del color de un cielo de verano.
—Hemos controlado tres veces a cada persona en la base —informó, con su voz de joven tenor—. Sólo faltan treinta y dos, la mayoría temporarios de la Fuerza Aérea. Deben ser los que están en la fábrica de agua.
—¿Treinta y dos? —repitió Kinsman.
De modo que los disidentes más recalcitrantes son pocos. Pero más que suficiente para detenernos.
Ellen estaba sentada en un escritorio, no lejos de él. También ella había trabajado sin cesar. Pero ahora se levantó y caminó lentamente hacia Kinsman, con una tarjeta plástica para mensajes en sus manos.
—Mensaje prioritario del general Murdock —dijo, mirando directamente a los ojos de Kinsman—. Acabamos de descifrarlo. Has sido destituido del comando. Frank Colt es el nuevo comandante de Moonbase. Se te ordena que te presentes en Washington inmediatamente.
Kinsman estiró la mano y tomó la tarjeta plástica de sus dedos. Había sido usada tantas veces, que las letras formadas por electrostática se veían borroneadas y confusas. ¿O eran sus ojos, que estaban comenzando a fallar? Kinsman sentía que la nuca se le había anudado; su pecho le dolía y le molestaba.
Se volvió a Perry y le dijo:
—El Gran Padre Blanco me ha quitado el mando. ¿Cómo crees que reaccionarán los indios?
El joven capitán encogió sus rudos hombros.
—Ya no aceptamos órdenes de Washington. Seguimos tus órdenes ahora.
Kinsman miró fijo al rubio joven.
—¿Estás seguro de que te das cuenta de lo que dices? Puedes evitarte muchos problemas. Si fracasamos…
—No fracasaremos —dijo Perry, con una rápida sonrisa.
¡Será mejor que así sea!
—Muy bien, Chris. Esto es lo que quiero que hagas…
Faltaban cinco minutos para que se cumpliera el plazo impuesto por Colt cuando Kinsman llegó a la entrada de la fábrica de agua.
Saltó de la escalera mecánica y vio que la entrada —un espacio abierto que había sido una caverna natural— estaba ahora custodiada por dos hombres desarmados. Las armas estaban cuidadosamente guardadas en Selene. Sólo había unas pocas disponibles al mismo tiempo, y Kinsman tenía la mayoría bajo su control.
Reconoció a uno de los hombres: un contador de mediana edad que trabajaba en el grupo administrativo. Era asmático, y toda esta excitación no lo ayudaba a respirar bien. El otro hombre era más joven, un recién llegado, probablemente uno de los temporarios. Kinsman sabía que lo había visto antes, pero no recordaba dónde. Llevaba uniforme de fajina gris sin insignias ni colores que lo identificaran.
Sin hablar, lo condujeron a través de la cámara de ásperas paredes. Las luces fluorescentes brillaban en el techo, y el suelo rocoso era frío para los pies ligeramente calzados de Kinsman. Kinsman forzó una sonrisa y les dijo:
—Tranquilícense. Nadie sufrirá daño alguno.
No le respondieron. Al final de la cámara estaba, muy tensa, la pelirroja de la fiesta de Jill. Detrás de ella estaban las puertas que conducían al sector de oficinas de la fábrica. Tenía aspecto de estar enojada.
—No esperaba verte aquí —le dijo Kinsman.
Ahora no llevaba un vestido de fiesta, sino simplemente un traje de fajina color verde que la identificaba como miembro del grupo que atendía los suministros vitales.
—Sígueme.
Abrió la puerta y lo condujo en silencio por el corredor curvo. Kinsman no pudo evitar advertir el movimiento de sus nalgas dentro de los pantalones. Atravesaron el área de computadoras y miró con intensidad a través de la larga ventana mientras pasaban junto a ella. Las luces de la computadora se encendían y apagaban normalmente, si bien no había nadie sentado en los escritorios de control. Aún no han cerrado nada, todavía no.
—No pude oír bien tu nombre en la fiesta —le dijo a la pelirroja.
—No importa.
Se adelantó para caminar junto a ella.
—Oh, vamos… La política es una cosa, pero no hay que ser inhumano, no es necesario.
En un tono frío y preciso la pelirroja dijo:
—Lo que ocurrió en la fiesta fue estrictamente profesional.
—¿Profesional? —Mientras lo decía se dio cuenta—. ¡Cristo! ¡Agencia de Seguridad Interna!
Pronto salieron del corredor y entraron al área de la fábrica propiamente dicha. La pelirroja lo condujo a través de una madeja de cañerías, y subieron hacia los altos pasajes metálicos que se abrían paso a través de los arcos eléctricos y las bombas principales. Podía sentir las pulsaciones de la maquinaria, que hacía vibrar el metal por donde iban caminando. A la distancia se oía el apagado trueno de las trituradoras de rocas, que trabajaban sin cesar.
Pat Kelly estaba de pie en una plataforma, en un nivel más alto. Bajo las duras luces Kinsman pudo observar que Kelly se movía nerviosamente. Su cara de conejo era la imagen de la preocupación. Y llevaba una pistola en un estuche ajustado a la cadera.