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—¡No has ganado, Chet! —Colt desenfundó su pistola—. ¡No todavía!

Hizo un gesto con el arma, ordenando a Kinsman y Kelly que caminaran por el pasaje que corría por entre grandes cúpulas y maquinarias de acero. No era fácil hacerlo en la semioscuridad, pero a los pocos minutos se encontraron con Ernie Waterman.

—¡Cortaron la maldita electricidad! —gritó Waterman—. ¿Cómo demonios podré…?

En ese momento reconoció a Kinsman y se interrumpió. Colt hizo un movimiento con su pistola.

—¡Encuentra algo! ¿Acaso no puedes usar baterías?

—Sí. Sí. Eso era lo que precisamente iba a buscar. Baterías.

—Bueno, ¡consíguelas!

La voz de Colt tenía un tono de urgencia. Kinsman preguntó:

—Ernie, ¿puede realmente hacer volar todo esto, después de lo que ha trabajado para construirlo?

Una sorda y opaca explosión hizo temblar el suelo.

—Ahí tiene la respuesta —replicó el ingeniero—. Alguno de los otros equipos ha encontrado baterías. Es sólo maquinaria, coronel. Se la puede reconstruir. Las máquinas hacen lo que uno espera de ellas. No son como la gente. La gente puede volverse en contra de uno.

—También la gente puede comportarse como máquinas —replicó rápidamente Kinsman—, y obedecer un programa que ya es obsoleto.

—El patriotismo no es obsoleto.

—Lo es, cuando conduce a la destrucción del país al que uno es leal.

—¡Basta de hablar tonteras! —dijo Colt—. Ve y encuentra esas malditas baterías.

Waterman corrió por el pasaje. Sus zapatos repiqueteaban sobre el suelo metálico.

¿Qué es lo que habrán volado?, se preguntó Kinsman. ¿Cuánto daño habrán hecho? Sintió como si una parte de su pecho le raspara por dentro.

Otra explosión, más próxima. Los tres se estremecieron. Kelly se puso las manos sobre sus oídos.

—Parece que todos están encontrando baterías —sonrió Colt, sombríamente.

Caminaron hacia una fila de arcos eléctricos. Era una línea de electrodos de acero inoxidable que parecían proyectiles, con la sola diferencia de que eran tan grandes como una persona. Estaban erigidos sobre pedestales aislantes. Las cintas sin fin llevaban polvo de rocas trituradas a un extremo de cada uno de los electrodos y una madeja de cañerías en la base retiraba el agua y los minerales. Esos arcos alineados prolijamente le hicieron pensar a Kinsman en proyectiles de largo alcance a la espera de que alguien apretara finalmente el botón rojo.

Las cintas sin fin estaban ahora inmóviles; los arcos eléctricos permanecían silenciosos y sin energía. En algún lugar en la oscuridad pudo oír el ruido del polvo que se escapaba por una de las juntas de la cinta sin fin. Luego sus ojos descubrieron un feo montón de bultos rojos fijado bajo uno de los arcos: explosivo plástico, detonador eléctrico, rollos de cable.

Colt guardó su pistola y se apoyó contra uno de los electrodos de acero inoxidable. Kinsman estaba frente a él.

—Matarás a todos aquí —le dijo simplemente.

—No —replicó Colt—. Tú lo harás. Y a todos en la Tierra.

¿Dónde está Perry y su caballería? ¿Dónde diablos estarán todos? ¡Calma, Chet!

Colt dijo cansadamente:

—Chet, tú puedes permitirte nobles pensamientos. Corres tus propios riesgos. Sólo se trata de estropear tu blanco culo si llegas a fracasar. Pero ¿qué ocurrirá con los negros en la Tierra , si yo me convierto en un traidor? ¿Qué valor tendrán sus vidas si Washington cree que yo te estoy ayudando?

—¿Qué es lo que estás tratando de decirme? ¿Qué valor tienen sus vidas ahora? —preguntó Kinsman, lentamente—. ¿Qué pasará con ellos cuando los proyectiles entren en la atmósfera? Viven principalmente en las ciudades, ¿no? No viven en el campo, que es donde se han construido refugios y reservas de alimentos.

—¡Pero eres tú quién va a permitir a los rojos arrojar sus proyectiles!

—No, Frank…

—¡Sí! ¡Maldita sea, hombre, abre los ojos! Si dejas que los rusos se apoderen de los satélites ABM podrán bombardearnos indefinidamente, y a la vez podrán detener cualquier contraataque que organicemos.

—Nadie usará los satélites ABM, excepto nosotros —dijo Kinsman, elevando el tono de su voz—. El pueblo de Selene. Y los usaremos contra toda clase de proyectiles, sean rusos o americanos. ¡O chinos, franceses, o afganos!

—¡Mentiras! —gritó Colt—. ¡Te han engañado, hombre! Una vez que los rusos se apoderen de nuestros satélites bien sabes que no van a cooperar contigo. Te has dejado convencer por sus dulces palabras.

—Podemos confiar en Leonov.

—¡Como si confiaras en el diablo! No puedes tener confianza en los rusos. En ningún ruso.

Kinsman se sentía como si hubiera corrido mil metros… no, mil kilómetros.

—Frank, tienes miedo de confiar en alguien. Tienes miedo de correr riesgos. Y te digo que si no confiamos en Leonov y su gente, si no comenzamos a confiar los unos en los otros, el mundo inevitablemente se consumirá en el fuego atómico. —Colt meramente sacudió la cabeza—. Eres un cobarde, Frank. Tienes miedo de intentar algo nuevo. Por eso te apoyas en los reglamentos. Cuando tienes alguna duda, sigues los reglamentos. ¿Verdad?

—¡Correcto!

—Haz entonces el juego de Murdock. Obedece sus órdenes ciegamente. Haz exactamente lo que te digan. Empuja aquel lanchón, levanta aquel fardo…

Colt le dio un puñetazo. Fue una breve y salvaje derecha que vino desde la cadera y le dio directamente a Kinsman en la mandíbula. Kinsman sintió que sus pies no tocaban ya el suelo y se sintió planear ridículamente en la poca gravedad lunar hasta caer hecho un montón: trasero, columna vertebral, hombros, piernas, cabeza…, todo terminó sobre el suelo de piedra.

Durante un momento se quedó inmóvil, con el sabor de sangre en su boca.

—Ese es el modo, Frank. Matar y ser muerto.

Una enredada madeja de expresiones cruzó la cara de Colt. No dijo nada.

—Frank —dijo Kinsman, todavía tirado en el suelo, apoyándose en un codo—, los negros de América, de Africa, de todas partes van a morir. Antes de que pase un mes. ¿Es eso lo que quieres?

—¿Y tú los vas a salvar entregándolos a los rojos?

—Los voy a salvar liberándolos.

—¡Oh, vamos! —La expresión de Colt se tornó agria—. Hablas como un maldito estúpido revolucionario. Conozco el lenguaje. Da asco.

—¿Por qué no regresa Ernie? —preguntó Kelly en voz alta, mirando nerviosamente a través del pasaje.

Quizá los hombres de Perry lo encontraran, pensó Kinsman. Una lejana explosión se oyó débilmente. ¿Sería una granada? Lo más probable era que otra parte de la fábrica hubiera sido destruida.

Kinsman se puso lentamente de pie.

—Frank, Pat, ¿alguno de ustedes ha pensado qué es lo que están tratando de defender? Los Estados Unidos de América. ¿Es ése realmente el país que quieren? ¿Funciona del modo que ustedes quieren?

—No empieces otra vez con eso —murmuró Kelly.

—Piénsenlo —dijo Kinsman—. Vean lo que está pasando allá. Escasez de combustible. Escasez de alimentos. Desórdenes. Más gente en las prisiones que en las calles. Patrullas del ejército en todas las ciudades. Toque de queda. Vigilancia. ¿Qué maldita clase de país es ése?

—¿Y por eso lo quieres hacer desaparecer?

—¡No! Quiero cambiarlo. Pero así no lo van a cambiar. Ahora están condenándonos a la guerra.

—Los Estados Unidos nunca comenzarán la guerra —dijo Kelly.

—¿Qué importa quién la comience? —replicó Kinsman—. Lo importante es quién va a impedirla. Y nosotros somos los únicos que podemos.