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—De acuerdo —Kinsman sintió que se relajaba un poco.

—Otra cosa. —Leonov se puso serio nuevamente—. Esas dos muchachas que lleve a tu fiesta de cumpleaños eran agentes de seguridad. Una de ellas me disparó.

—¡Dios bendito! ¿Dónde? ¿Es serio?

El ruso frunció el ceño.

—En la parte de atrás… abajo. Creo que lo que intentaba era humillarme. De todos modos, los medicos me dicen que sobreviviré y disfrutaré de la vida… pero por un tiempo no voy a poder sentarme cómodamente.

Hubo una explosión de carcajadas. Pero aun cuando Kinsman también reía, su mente le estaba advirtiendo: las estaciones espaciales. Tenemos que apoderarnos de ellas rápidamente, o fracasaremos.

MARTES 14 DE DICIEMBRE DE 1999, 12:00 HT

El teniente coronel Stahl estaba de pie frente a las pantallas principales del estrecho centro de comunicaciones de la Estación Espacial Alfa.

—Veo que el tráfico de vacaciones está comenzando a aumentar.

El mayor Cahill sonrió débilmente ante la broma de su jefe.

El centro de comunicaciones era una caja de zapatos de metal y plástico con seis mesas de monitoreo, tan cercanas entre sí que si una de las operadoras hubiera tratado de estirar un brazo habría golpeado con los auriculares de la persona más próxima. Cuando cualquiera de ellas hablaba con una nave que se aproximaba, o que abandonaba la estación, lo hacía en un murmullo bajo y urgente, en la económica jerga de los controles de superficie de la Tierra.

El mayor Cahill estaba sentado en un compacto escritorio individual, instalado en el casco de metal a un costado del compartimiento. El casco anterior era en su totalidad un panel de controles de radar y pantallas visoras, un gigantesco ojo de insecto que mostraba todos los movimientos alrededor de la Estación Alfa.

Stahl siempre sentía claustrofobia en ese lugar, y sus axilas se ponían pegajosas. La habitación era demasiado pequeña, densamente llena de aparatos eléctricos que zumbaban y de seres humanos que murmuraban. Siempre olía a transpiración, a tensión. Señaló una de las pantallas que mostraba un campo visual casi vacío. Sólo una pequeña lucecita se podía descubrir contra el manto de estrellas.

—¿Es esa la lanzadera que viene de Moonbase?

Cahill asintió con la cabeza y apretó un botón en el panel de su escritorio. Símbolos numéricos y alfabéticos brotaron junto a la lanzadera lunar. Informaban su posición, hora estimada para el arribo, cargamento y tripulación.

El mayor Cahill era alto y delgado y tenía una larga quijada. Durante su misión en Alfa se había dejado crecer un bigote rubio que ya era lo suficientemente espeso como para curvarse en las puntas. Pensaba cortárselo antes de volver a su casa para las vacaciones. Su trabajo incluía el control de todos los satélites ABM no tripulados que estaban en órbita mucho más abajo, cerca de la Tierra y que caían dentro del campo visual de Alfa, el cual abarcaba un hemisferio. Además se encargaba de todos los aparatos tripulados que se aproximaban o se alejaban de la estación.

El teniente coronel Stahl era el comandante de la base: rechoncho, sólido, con cara de boxeador marcada por los años y el sol, y una nariz rota en un partido de football en la Academia Militar hacía ya mucho tiempo.

—Otro pájaro se aproxima —dijo Cahill a su comandante, señalando otra pantalla—. Es el transporte de tropas desde Kennedy. Su hora estimada para el arribo coincide con el de la lanzadera lunar.

—El transporte de tropas tiene prioridad —dijo Stahl, secamente.

Cahill estuvo de acuerdo y lo indicó así con un movimiento de cabeza.

—No hemos recibido provisiones de Moonbase en dos días. La catapulta está en reparaciones.

—Lo sé.

—Sí, claro, pero… si echa una mirada al cargamento que esa lanzadera trae…

Stahl trató de comprender los símbolos de los códigos.

—ALMTS LJ significa “alimentos de lujo”, Harry. Pollo, verduras frescas, y hasta es posible que venga algo de fruta. No sería mala idea esconderlos y ponerlos a salvo antes de que esos soldados novatos vengan a bordo.

Stahl frunció los labios.

—Hum. ¿Novatos, dice?

—Ninguno de ellos ha estado en misiones orbitales antes. Va a haber mucha gente vomitando, y mucha comida desperdiciada. Pero si ven lo bueno cuando lo descarguen, no se van a contentar con los sintéticos habituales.

—¿Quién está a cargo de ellos?

—Un capitán que viene directamente del estado mayor de Murdock. Tendrá comunicación directa con el jefe.

Stahl se rascó el lóbulo de la oreja y luego sonrió.

—Muy bien. Dirija el transporte de tropas a una órbita de estacionamiento mientras descargamos las golosinas y las escondemos. Luego podemos dejar que entren a bordo los mirones de Murdock.

Cahill sonrió ampliamente.

—Bien hecho, Harry.

Atado en su asiento anatómico, Kinsman sintió el leve golpe cuando la lanzadera se ajustó al lugar de descenso de Alfa. Se esforzó por permanecer relajado en su asiento mientras los leves golpecitos y vibraciones le decían que los hombres de la estación estaban conectando el túnel de acceso a la escotilla principal de la lanzadera.

Kinsman estaba en la primera fila de la sección principal para pasajeros del aparato. Este no llevaba ningún cargamento, a pesar de la información que se había transmitido por radio a Alfa. A bordo había veintiséis hombres, el máximo de la capacidad de la nave. El espacio para cargas estaba vacío. Los hombres venían armados.

Habían sido unas extrañas treinta y seis horas en caída libre. A Kinsman siempre le había gustado la sensación de no tener peso y el sentimiento de libertad que eso provocaba, pero esta vez se sentía confinado, aprisionado, atrapado. Se mantenía en contacto constante con Selene por medio de una transmisión de rayos láser, la que era imposible de interceptar desde las estaciones espaciales o desde la Tierra.

Todo estaba bajo control, aparentemente. En la Tierra no sospechaban nada. Aparentemente. Podría descender en medio de un comité de recepción, pensó. Quizás no creyeran la historia de la catapulta en reparaciones. Pero aun si no fuera así, tenía sólo veintiséis hombres para apoderarse de la Estación Espacial Alfa, que contaba con varios cientos de personas a bordo. Aunque la tropa era apenas un puñado, no más de cuarenta. Si podemos sorprenderlos, actuar con la rapidez necesaria…

Además ¿estaba todo realmente bajo control en Selene? Kinsman dudaba de su decisión final de confiar en Frank Colt. Y en Ellen.

Había ocurrido el domingo, después de una noche de cautelosa celebración en la que americanos y rusos se habían mezclado libremente. Todos, menos los muertos y los prisioneros. Aquella mañana, mientras Kinsman revisaba las listas de personal disponible y trataba de calcular cuántos hombres necesitaría para apoderarse de las estaciones espaciales y además mantener la disciplina en Selene, se dio cuenta de que no había suficientes hombres para ambos objetivos.

Entonces llamó a Colt, Ellen y Harriman a su oficina.

Harriman se veía cansado pero feliz. Se había pasado las horas de tranquila celebración y bebida la noche anterior, diciéndole a todo el mundo que por fin podría convertirse en ciudadano de algún país nuevamente.

Ellen estaba tranquila y se mostraba fría. Demasiado fría, pensó Kinsman. Como si tuviera que mantenerse a una cierta distancia de él. Estás suponiendo, pensó, que ella siente por ti lo mismo que tú sientes por ella.

Colt se mostraba prudente y… algo más. Kinsman no podía definirlo. Confuso. Indeciso, tal vez.

Se sentaron. Colt en una silla, mostrándose tan tranquilo como un gato al acecho. Harriman se echó en el sillón, murmurando acerca del vodka casero y dolores incipientes. Ellen se ubicó junto a él en silencio.