Kinsman estaba en su escritorio. El presidente, se dijo a sí mismo. El revolucionario que ahora tiene que preocuparse por los revolucionarios.
—¿Cómo están las cosas en el centro de comunicaciones? —preguntó a Ellen.
—Bien —respondió—. Ninguna sospecha en la Tierra. El tráfico es perfectamente normal.
Kinsman se pasó la lengua por los labios.
—Bien. Ahora el próximo paso es tomar las estaciones espaciales. Si Ellen tiene razón, no sospechan ni remotamente qué es lo que ocurrió aquí ayer.
—Sin embargo… —murmuró Colt.
—Y no lo sospecharán —replicó Kinsman—, mientras tengamos un equipo leal en el centro de comunicaciones. —Mientras decía esto miraba a Ellen. Ella le devolvió la mirada—. Aparte de la guardia en el centro de comunicaciones y en las instalaciones de lanzamiento —continuó—, no hay ninguna razón para que todo no se desarrolle normalmente aquí en Selene.
—Las barreras entre Moonbase y Lunagrad ya no existen —dijo Harriman, tocándose la cabeza con sus grandes manos.
—Eran sólo barreras de papel. Somos parte de una misma nación, de un mismo pueblo. Lo hemos sido durante años. No habrá muros entre nosotros.
Colt no dijo nada.
—Necesitaré todo el personal militar disponible para tomar las estaciones espaciales, más unos pocos para mantener el centro de comunicaciones y las instalaciones de lanzamiento con la máxima seguridad. La catapulta está clausurada.
—¿Y los rusos —preguntó Colt.
—Leonov está haciendo lo mismo que nosotros. Sus lanzaderas ya están en camino hacia sus estaciones. No habrá otros vuelos de entrada ni de salida en Lunagrad.
—Es sólo cuestión de tiempo —dijo Harriman— antes de que se den cuenta de que nada sale de Moonbase, como de Lunagrad. Y entonces comenzarán a sospechar.
—Es por esa razón que tenemos que movernos con rapidez. —Kinsman se levantó y dio unos pasos alrededor de su escritorio—. Hugh, he pensado pedirte que hagas de gran jefe mientras yo no esté…
—¡Cielos, no!
Kinsman levantó una mano para calmarlo.
—Lo sé. Lo sé. No eres el hombre adecuado para el cargo. Los filósofos no son buenos conductores.
—¡Mierda! Chet, tienes el mejor de los modos para desinflar a la gente.
Se volvió hacia Colt.
—Pero los militares sí lo son, por su preparación y por su actitud. Los militares son buenos conductores de hombres.
El negro se mostró sorprendido.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy preguntando, Frank, te estoy preguntando si puedo confiar en ti para que dirijas nuestra mitad de Selene hasta que yo vuelva de las estaciones espaciales.
Colt rió amargamente.
—Estás loco, hombre.
—Te necesito, Frank. Necesito que alguien haga ese trabajo, y que lo haga bien. Tú puedes hacerlo.
—¡Yo no estoy de tu parte! ¿No te has dado cuenta de eso todavía?
Kinsman se sentó en el borde del escritorio.
—Frank, podrías haberme detenido perfectamente en la fábrica de agua. Pero te pedí que tuvieras confianza en mí, y lo hiciste. Creo que ya puedes darte cuenta de que Leonov ha mantenido su palabra.
—Aún pueden hacerte caer en una trampa en cualquier momento, compañero. En cualquier momento.
—Es posible. Es posible que Leonov esté mintiendo; sin embargo, no creo que se haya hecho disparar en el trasero sólo para…
—¿Un disparo dónde?
Harriman murmuró:
—¡Tendrías que haberlo visto anoche! ¡Tenía el culo en cabestrillo! ¡Auténtico!
Confundido, Colt sacudió la cabeza.
—Frank —Kinsman estaba muy serio—, ahora te pregunto si estás dispuesto a comandar Selene por unos pocos días, nuestra mitad de Selene por lo menos. Hay que comenzar con las reparaciones de la fábrica de agua. Hay que asegurarse de que todo funcione sin dificultades. Lo que estarás haciendo no tendrá nada que ver con tu posición en este asunto.
»Tendrás a tu cargo varios cientos de hombres, mujeres y niños, harás que todo marche bien. Que yo pierda o gane, es otro asunto totalmente distinto. —Colt comenzó a sacudir la cabeza—. Todo lo que te pido es que prometas no intentar comunicarte con las estaciones espaciales o con la Tierra. Sólo debes ocuparte de lo que hay que hacer aquí. ¿Puedo confiar en ti?
—Que lo haga Pat Kelly —dijo Colt.
Kinsman sintió que los músculos de su mandíbula se ponían tensos.
—No puedo confiar en Pat. Además, no está en condiciones emocionales como para hacer nada. Si logramos nuestro objetivo y se evita la guerra, lo enviaremos a él y a su familia de vuelta a la Tierra.
Colt repitió:
—Yo no estoy de tu parte.
—No me importa de parte de quién estás —dijo Kinsman—. ¿Puedes hacerte cargo de nuestra mitad de Selene por unos días… como un neutral temporario?
—¡Eso sería ayudarte, hombre!
—Lo haré yo —dijo Ellen.
Kinsman la miró sorprendido. Harriman murmuró algo indescifrable. Ellen les sonrió.
—No tienen por qué estar tan sorprendidos. Yo también puedo ser una conductora de hombres, como dijiste con tanta belleza, Chet. Me haré cargo de la base por unos días.
Pasaron unos pocos segundos antes de que Kinsman dijera:
—¿Quieres… colaborar?
Ella asintió con la cabeza y respondió:
—Alguien tiene que hacerlo. Además, realmente estoy de tu parte… me guste o no. Y puedo manejar la base tan bien como cualquier otro.
—Nunca pensé… —dijo Kinsman.
Pero Ellen se había vuelto ya hacia Colt.
—Espero que usted no tratará de crearme problemas mientras Chet esté ausente.
Kinsman dirigió su atención al mayor negro.
—¿Qué dices, Frank? ¿Prometes no tratar de apoderarte del centro de comunicaciones o del equipo de lanzamiento?
Colt frunció la frente, pestañeó y luchó visiblemente consigo mismo. Finalmente dijo:
—¡Ah, mierda! Muy bien, no haré nada malo. ¡Pero quiero estar en la primera nave que vuelva a la Tierra ! No quiero tener nada que ver con tu estúpida revolución.
Harriman tenía una expresión de duda, pero, por una vez, no dijo nada. Kinsman se sentía incómodo, y seguramente se le notaba más de lo que él quería.
—¿Qué te ocurre, Chet? —preguntó Ellen—. ¿Tienes miedo de dejar a una mujer a cargo de tu función, aunque solo sea por unos días?
Kinsman se encogió de hombros, sonrió y se rindió graciosamente.
—Después de todo, ¿qué otra cosa puedo hacer?
Una luz verde comenzó a encenderse y apagarse, interrumpiendo los complejos pensamientos de Kinsman.
—Listos para desembarcar —dijo por los altoparlantes la voz del piloto de la nave.
Kinsman desató las correas de seguridad y salió de su asiento anatómico flotando, sin peso. Había sido un largo viaje de treinta y seis horas hasta Alfa…, pero ahora parecía demasiado corto, parecía que había terminado demasiado pronto. Habían revisado el plan de batalla cincuenta veces. Ahora hubiera deseado hacerlo cincuenta veces más.
—Muy bien, señores. Muchachos…, simplemente hagan lo que hemos programado, y en la base nunca sabrán lo que ocurrió. Actúen con rapidez. No disparen salvo que sea necesario. Buena suerte.
Sus caras serias, jóvenes y asustadas lo miraban. Algunos asintieron con la cabeza; otros revisaron sus armas. Todos llevaban pistolas, nada más pesado. Eran lanzadardos, diseñados para detener a un hombre con una combinación de golpe de impacto y sedantes. No lo suficientemente poderosos como para atravesar el frágil casco de un aparato espacial o de una estación… o matar a alguien.
Kinsman se adelantó a todos ellos y se dirigió hacia la portezuela de la esclusa neumática. Sentía y oía las maniobras de la tripulación de la estación al otro lado para abrir la portezuela. Sopesó la pistola en su mano y apretó el botón que había junto a la portezuela para destrabarla desde adentro de la nave.