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La puerta se abrió, y apareció un pesado sargento y dos hombres de la Fuerza Aérea vestidos de fajina.

—¿Qué? ¡Esperábamos…! —Entonces el sargento vio el arma.

—Dé un paso atrás y no cause problemas —dijo Kinsman.

—¿Qué demonios es esto?

Hicieron retroceder a los tres hombres por la estrecha cámara metálica de la esclusa neumática hasta el área más amplia de la plataforma de descarga. Este lugar estaba en el centro de la estación espacial, en el cubo de gravedad cero de la estructura.

Las tropas lunares se dispersaron, y siguieron los tres tubos principales —los “rayos” que conducían del centro hacia los distintos círculos—, hasta llegar al círculo exterior. Sus objetivos eran el centro de comunicaciones, los generadores de energía y la sección para los oficiales.

Quedaron cinco hombres a cargo de la plataforma de descarga. Tres equipos de siete hombres cada uno corrieron hacia sus objetivos. La mayor parte de la estación estaba constituida por las áreas de trabajo, vivienda y descanso para los civiles; Kinsman las ignoró. Apoderándose de lo más importante, lo demás no resistiría.

Estaban también las áreas de arsenales, donde se guardaban láseres de alto poder y pequeños proyectiles cohete para defender la estación contra cualquier ataque exterior. Pero eran más necesarios los generadores de energía. Al controlar la energía eléctrica controlarían la estación.

Kinsman conducía el grupo que se dirigía a la zona de los oficiales. Treparon la larga y casi interminable escalera espiral que serpenteaba por la pared interior del tubo. Primero se abandonaron en la caída libre, luego comenzaron a tomarse del pasamano y mitad caminaban, mitad saltaban a medida que retornaba la gravedad.

El área de oficiales estaba en el nivel Cuatro, cuyo giro proporcionaba una gravedad similar a la lunar. Kinsman lo sabía, y estaba agradecido de no tener que estar en total gravedad terrestre, por lo menos no inmediatamente.

Pasaron junto a dos sorprendidos civiles que ascendían por el tubo. Ninguno de ellos dijo nada mientras los hombres armados pasaban. Era mejor así, pensó. Para cuando se den cuenta de qué es lo que ocurre, ya nos habremos apoderado de la Estación.

Sus pasos repiqueteaban y resonaban metálicamente ahora a través del estrecho y débilmente iluminado tubo.

Finalmente entraron al Cuarto Nivel, y corrieron por el corredor central hacia el sector de oficiales. Con su corazón golpeándole contra las costillas, Kinsman miraba las placas con nombres sobre las puertas que iban pasando.

—¡Esta es!

Tte. Cnel. H. J. STAHL. Abrió la puerta de un empellón. Vacía. Una cama, un escritorio, fotografías de la mujer y los hijos, cassettes grabadas, pero nadie estaba allí.

Otros dos oficiales de la estación eran arrancados de sus compartimientos por los cariacontecidos ayudantes de Kinsman. Uno de ellos lo reconoció.

—¡Kinsman! ¿Qué haces aquí? ¿Qué demonios ocurre?

Flanqueados por los jóvenes armados, ambos se mostraban sorprendidos y algo más que molestos.

—Nos estamos apoderando de la estación, Ralph. ¿Dónde está Harry Stahl?

—¿Apoderándose? ¿Qué quieres decir?

—Precisamente eso —respondió Kinsman, caminando por el corredor hacia ellos—. ¿Dónde está Stahl? No hay tiempo para demoras.

Ralph estaba encolerizado. Su compañero miraba fijamente las armas que llevaban los jóvenes oficiales.

—El coronel no siempre me hace confidencias sobre lo que va a hacer —dijo Ralph, furioso—. Es posible que esté en el comando. ¿Cómo demonios puedo saberlo?

Kinsman hizo una mueca.

—Muy bien —dijo—. Muévanse, hacia el salón principal. —Y agregó, para sus hombres—: Vacíen todos los compartimientos de este corredor. Lleven a todo el mundo al salón principal.

Ralph y su amigo caminaban delante de Kinsman. No levantaron las manos sobre la cabeza y Kinsman guardó su arma…, pero todos sabían lo que estaba ocurriendo.

—Esto es una locura, Chet. No podrás salirte con la tuya.

—Vamos, sigue caminando, Ralph.

El corredor se inclinaba hacia arriba en ambas direcciones; parecía como si uno constantemente estuviera caminando cuesta arriba cualquiera fuera la dirección que uno eligiera. Pero, en realidad, se sentía como si fuera perfectamente llano: no existía la sensación de estar ascendiendo.

El salón principal no era otra cosa que una sección del corredor ensanchado con salientes ampollas a los costados, formando pequeñas plataformas donde el personal se podía sentar y mirar hacia afuera. Había suficientes mesas como para acomodar a unas cincuenta personas simultáneamente. Amibos extremos del salón estaban abiertos al corredor que atravesaba el Cuarto Nivel, como la cámara de una antigua rueda de bicicleta. En el extremo más distante, el corredor pasaba por la cocina y por una serie de depósitos. Kinsman hizo sentar a los dos oficiales en una de las mesas, luego se dirigió a la cocina e hizo señas para que un cocinero y sus ayudantes —todos con los ojos muy abiertos— se sentaran cerca de Ralph y su furioso amigo.

La Tierra pasó por la ventana junto a las mesas cuando las tropas lunares comenzaron a traer a otros oficiales y empleados de la estación al salón. Se los veía sorprendidos, enojados, confundidos. Algunos de ellos habían sido obviamente sacados abruptamente de su sueño. Tres de los oficiales eran mujeres. El teniente coronel Stahl no estaba entre los prisioneros.

—Coronel Kinsman —llamó una voz por los altoparlantes. Era la voz de un hombre joven—. Coronel Kinsman, por favor póngase en contacto con el centro de comunicaciones.

Kinsman fue hasta el teléfono de pared que había en la cocina sin apartar sus ojos de las mesas, que iban llenándose rápidamente. Entraban hombres y mujeres por ambos extremos, urgidos por jóvenes armados.

—Aquí Kinsman —dijo, después de apretar el botón del teléfono—. Quiero hablar con el centro de comunicaciones.

La computadora de la estación hizo un breve zumbido y luego dijo:

Centro de comunicaciones.

—Habla Kinsman —dijo en la rejilla del micrófono.

—Sí, señor. Habla el teniente Relly. Tenemos al coronel Stahl; estaba en el centro de comunicaciones cuando llegamos aquí.

Involuntariamente, Kinsman dejó escapar un suspiro de alivio.

—Muy bien. Tráiganlo al salón principal de oficiales. ¿Tienen controlado el centro?

—Sí, señor. Ningún problema.

—Bien. Llámeme cuando informe el equipo del generador de energía.

—Sí, señor.

El salón de oficiales se estaba llenando con hombres y mujeres que protestaban y se mostraban asustados, cuando el teniente coronel Stahl entró, conducido por uno de los muchachos de Kinsman.

—¡Kinsman! ¿Qué demonios cree que está haciendo aquí?

—Declarando la independencia de Selene.

—¿Qué? —Stahl se detuvo en el centro del salón, desafiante, con las piernas ligeramente separadas y los puños apretados. Daba la impresión de que estaba por saltar sobre Kinsman.

—Nos estamos apoderando de sus tres estaciones —dijo Kinsman lentamente, mientras caminaba hacia Stahl hasta quedar a medio metro de él—. Es parte de nuestro plan para crear la nación independiente de Selene. Es un nombre extraño, supongo…, pero es el mejor que tenemos. Los rusos están haciendo lo mismo con sus propias estaciones.

Stahl estaba pálido.

—¿Usted… usted y los… los rusos? —parecía mareado.

—Moonbase y Lunagrad juntas, eso es.

—No puede…

—Ya lo hemos hecho.