Выбрать главу

»Tercero, debemos prepararnos para la posibilidad de atacar sus centros de comando orbitales. Un golpe exitoso a un solo centro de comando podría inutilizar su entera red durante meses.

—¡Muy bien! —intervino el general.

Al Presidente sólo le tomó un momento darse cuenta de lo que se estaba sugiriendo. Luego su boca se abrió en un gesto de repentina comprensión.

—¿Quiere usted decir que atacaremos sus estaciones tripuladas? Eso… ¡eso implica asesinar gente!

—No necesariamente —replicó el de Defensa—. Aun si algunos técnicos rusos y cosmonautas resultaran muertos, seguramente no declararán la guerra por eso. Los pronósticos de nuestras computadoras indican menos de un cuarenta por ciento de posibilidades de que eso ocurra. Recuerden que ninguno de los dos lados ha admitido públicamente que se estén llevando a cabo operaciones militares en órbita. Además, ellos ciertamente no atacarán mientras nosotros tengamos más satélites ABM funcionando que los que ellos tienen.

—No. Es precisamente en ese momento que ellos atacarían —insistió el de Estado, con su voz normalmente plácida en un tono alto y nasal—. Lo harán cuando se den cuenta claramente de que nosotros podemos completar nuestra red ABM antes que ellos. Atacarán antes de que podamos terminarla, antes de que los tengamos a nuestra merced. Eso es lo que nosotros haríamos. Eso es lo que ustedes los del Pentágono llaman un ataque preventivo, ¿no es verdad?

El general Hofstader asintió con la cabeza. El Secretario de Defensa miró con el ceño fruncido al de Estado, al otro lado de la mesa. El Presidente dijo:

—No quiero correr el riesgo de iniciar una guerra nuclear, y no quiero que nadie salga lastimado… innecesariamente.

—Señor, yo no hago esta recomendación a la ligera —dijo el de Defensa—. La seguridad de nuestra nación está en juego y…

—Lo entiendo —interrumpió el Presidente—. Pero así y todo, no quiero mancharme las manos con sangre. Pueden aumentar nuestros lanzamientos de satélites y derribar más de los de ellos, o sea sus dos primeras recomendaciones. ¡Pero no habrá ningún ataque donde se jueguen vidas humanas!

—En algún momento nos veremos forzados a hacerlo —murmuró el de Defensa.

El general agregó:

—¿Qué haremos cuando ellos ataquen nuestras estaciones tripuladas?

El Secretario de Estado se echó hacia atrás y miró el techo. El Presidente, con su voz ligeramente temblorosa, repitió:

—No habrá ataques contra vidas humanas. No por ahora, al menos.

El Secretario de Defensa asintió con la cabeza.

—Muy bien, Señor Presidente. Veamos ahora el primer asunto de la agenda, los desórdenes por alimentos en Detroit y en Cleveland…

Eran las últimas horas de la tarde en Selene. El reloj de Kinsman sobre el escritorio indicaba las 1650. Acababa de regresar a su oficina después de pasar la mayor parte del día rondando por la comunidad del subsuelo, observando a la gente mientras trabajaba, escuchando problemas y quejas antes de que se convirtieran en protestas, asegurándose de que cada uno supiera que había comunicación directa con el comandante, y que no era necesario sufrir las demoras de los canales oficiales para conseguir que se hicieran las cosas.

Su teléfono estaba sonando cuando corrió la puerta y entro a su oficina. Se dejó caer en el sofá y apretó el botón que decía ON.

Una de las pantallas murales se iluminó y mostró la cara de una joven técnica en comunicaciones. Era una de las nuevas muchachas, y era bonita.

—Estamos recibiendo un mensaje importante de Patrick AFB, señor —dijo gravemente la muchacha, impresionada por la seriedad de su trabajo—. El capitán Maddern pensó que usted querría verlo tan pronto como la computadora haya terminado de descifrarlo.

—Bien —dijo Kinsman—. Voy inmediatamente.

Los mensajes con prioridad siempre se entregaban en mano, según el reglamento. Teniendo a los rusos tan cerca era prácticamente imposible prevenir la intercepción de las comunicaciones de radio y teléfono.

Le llevó unos cinco minutos a Kinsman llegar al centro de comunicaciones. El corredor era angosto y de techo bajo, y no demasiado recto. Las paredes eran de áspera roca cortada y recubiertas de una fina película de plástico para hacerlas absolutamente herméticas.

Tengo que hacer terminar o recubrir estas paredes algún día, se dijo. Las luces de arriba eran largos tubos de gas fluorescente, débiles en cuanto a la luz que emanaban, pero tibios por los rayos infrarrojos necesarios para el césped que cubría el suelo.

El centro de comunicaciones era un panel de escritorios, consolas electrónicas y pantallas visoras que ligaban a Selene con las tres grandes estaciones espaciales tripuladas en órbita sincrónica alrededor de la Tierra. A través de las estaciones espaciales, la base lunar podía comunicarse con cualquier lugar del planeta. Los rusos tenían sus propias estaciones espaciales tripuladas, así como un sistema propio de comunicaciones completamente autosuficiente.

Un amplio balcón bordeaba el activo foso de trabajo del centro. Kinsman se acercó al antepecho y miró hacia abajo, al murmullo y las voces que provenían de la gente y las máquinas en el nivel inferior. Pensó: el Inferno del Dante… o quizás el de Marconi.

El balcón estaba también atestado de escritorios con gente trabajando, pero no tanto como el foso. Kinsman caminó siguiendo el círculo del antepecho con una mano en la barra, mientras saludaba a aquellos que reconocía, hasta que llegó al lugar donde se descifraban los mensajes. Éste estaba separado del resto por mamparas de delgado plástico traslúcido.

Dentro del cubículo había cuatro escritorios agrupados alrededor de una minicomputadora cuyas luces de panel se encendían y apagaban enloquecidamente. Sólo dos de los escritorios estaban ocupados en ese momento. En uno de ellos, Kinsman reconoció a la mujer que había visto allá en la cúpula cuando descendió el cohete. Observaba un mensaje que estaban descifrando, una palabra por vez, en la pantalla visora que había sobre su escritorio.

—No perdieron tiempo para ponerla a trabajar —dijo, mientras se deslizaba en un sillón del escritorio que estaba junto a ella.

La mujer lo miró.

—¡Ah, hola!

No hubo ninguna sonrisa. Se volvió hacia la botonera en su escritorio y apretó un botón que apagó la pantalla visora.

—¿Es el mensaje para el comandante de la base que está siendo descifrado?

La mujer vaciló un instante.

—Es un mensaje secreto —dijo ella, cuidadosamente—. Sólo el personal autorizado puede leerlo.

Kinsman asintió con la cabeza.

—¿Quiere usted decir que sería prudente que el comandante leyera sus propios mensajes antes de mostrárselo a otra gente? —Qué ojos más hermosos tiene, pensó.

Ella sonrió, pero se mantuvo firme.

—Está dirigido al comandante de la base.

—Puede mostrármelo.

Ella comenzó a mover la cabeza en signo negativo, pero se detuvo y dijo:

—Salvo que usted sea al comandante de la base. ¿Es usted…?

Él le sonrió.

—Me pescó. Yo soy Chet Kinsman. ¿Quiere ver mi identificación?

—Creo que sí. ¿Por qué no lleva insignias?

Kinsman metió la mano en uno de los bolsillos superiores de su traje enterizo y sacó una arrugada y gastada tarjeta de plástico.

—Mi retrato sagrado.

—¿Sagrado?

—Cuando la gente la ve dice: “¡Dios mío! ¿Ese es usted?”

Ella se rió muy gentilmente.

—Se ha dejado crecer el pelo. Siento no haberlo reconocido; soy nueva aquí.

—Lo sé —asintió él, mientras guardaba su tarjeta—. ¿Cómo se llama?

—Ellen. Ellen Berger.

—Bienvenida a Selene, Ellen.