Kinsman dudó.
—Conécteme con el sistema de altoparlantes, sólo para el Nivel Cuatro. Envíe las respuestas sólo a este teléfono.
—Sí, señor.
La portezuela del otro extremo del gimnasio se abrió, y un joven oficial entró abruptamente. Su ropa estaba manchada por la transpiración, y pugnaba enloquecido por acercarse a Kinsman corriendo en la baja gravedad.
—Señor… llegué… lo más rápido que pude.
Kinsman reconoció la voz; el miedo también se dibujaba en sus ojos.
—Está bien, está bien. Tranquilícese. Con calma. ¿Qué pasó en el Nivel Cuatro?
—Yo… Es difícil decirlo, señor. Todo ocurrió muy rápido. Estábamos de guardia junto a la portezuela que comunica el salón de oficiales y sus habitaciones. Simplemente, atravesaron la portezuela. Hicieron explotar las trabas. Caímos al suelo. No tuvimos la menor posibilidad… Dispararon contra Polanski mientras estaba ahí…, en el pecho.
—¿Cómo pudo escapar usted?
Uno de los jóvenes le alcanzó una taza de café. Otro buscaba algo en el botiquín de primeros auxilios que había abierto sobre la mesa.
—La explosión de la portezuela me arrojó detrás de una mesa —dijo el muchacho. Tomó la taza de café, que salpicó su temblorosa mano—. En el primer momento no me vieron. Me levanté y vacié mi pistola de dardos sobre ellos. Se produjo una confusión entonces. Comenzaron a agacharse y caer, unos sobre otros. Me arrastré hasta la cocina y luego subí la escalera que lleva al Nivel Cinco.
—Muy bien, excelente. Eso era lo que había que hacer —dijo Kinsman, tranquilizándolo.
El muchacho tragó el café.
—Vi morir a Polanski. Le dispararon… No le dieron la menor posibilidad…
Su cara estaba congestionada. El oficial que estaba con el botiquín de primeros auxilios sacó una hipodérmica pulverizadora.
—Está bien, todo está bajo control —mintió Kinsman, y dirigiéndose al oficial más cercano, ordenó—: Busque rápido otro teléfono. Dígale a los muchachos que están custodiando las portezuelas que desarmen los explosivos de las trabas.
—Sí, señor. —El joven ya estaba corriendo antes de que Kinsman terminara de hablar.
El otro terminaba de beber el café justo en el momento en que el oficial le apoyó contra la manga la hipodérmica pulverizadora.
—Sólo es un tranquilizante —le dijo—. Te hará bien a los nervios.
—Le dispararon —murmuraba—. El mismísimo coronel Stahl… apuntó su arma a Polanski y le disparó mientras estaba en el suelo.
El guerrero de la semana. Stahl conseguirá una medalla de heroísmo por disparar contra los muchachos.
El teléfono llamó.
—Señor, las bombas del Nivel Cuatro también proveen de aire a algunas secciones del Nivel Tres. Entre ellas, el centro de comunicaciones donde estamos nosotros.
¡Mierda!
—Será mejor que se pongan los trajes presurizados, de prisa.
—Sí, señor. —La voz sonó claramente descontenta.
—¿Qué pasa con mi comunicación con los altoparlantes del Nivel Cuatro?
—Está todo listo, señor. Cuando usted quiera.
—¿Están cerradas las bombas?
Se produjo un silencio y se oyó el murmullo de una conversación alejada del teléfono.
—Sí, señor. Acaban de cerrarlas en este momento.
—Muy bien —dijo Kinsman—. Conécteme con los altoparlantes.
—Conectando… Ahora.
Kinsman vaciló un momento. Luego comenzó:
—Coronel Stahl, habla Kinsman. Será mejor que se detenga ahora, antes de que alguien sufra algún daño.
Durante un momento nada, salvo un zumbido, salió del enrejado del teléfono. Luego se oyó claramente la voz de Stahclass="underline"
—¡Kinsman, el juego ha terminado! Tienes cinco minutos para entregarte o recapturaremos la estación, nivel por nivel. ¡Tengo los hombres y las armas para hacerlo!
Parece que estuviera contento, se dijo Kinsman. Exaltado. ¡El hijo de puta está disfrutando con todo esto!
—Stahl, escúcheme. No puede salir del Nivel Cuatro. Todas las portezuelas están cerradas.
—Eso es lo que usted dice.
—Hemos desarmado las trabas explosivas.
—Tenemos mechas y explosivos de la sección de ingenieros. Atravesaremos las portezuelas. Vamos. Kinsman, está derrotado. Entregúese.
Siempre pasa lo mismo. Sabías que esto ocurriría. Los golpes incruentos no existen. Ahora debes optar: o lo dejas que gane la partida, o tienes que estar dispuesto a matarlo. Nada de simples amenazas. Con éste no tienes la posibilidad de convencerlo hablando. Tienes que estar dispuesto a matarlo. A matarlos a todos; eso es lo único que comprenderán.
—¡Vamos, Kinsman! —insistió Stahl, impaciente—. Tenemos a tres de sus hombres con nosotros. Uno de ellos se está desangrando. Será mejor que abandone la empresa rápidamente, así podremos llevarlo a la enfermería y salvarle la vida.
Súbitamente la furia sobrepasó los límites del autocontrol de Kinsman.
—¡Maldito bastardo hipócrita! Le disparaste al muchacho, ¡y ahora lo estás usando como rehén!
—Correcto. Lo único que lamento es no tenerte a ti en su lugar, ¡traidor!
Y con la misma prontitud, al oir esa palabra, la furia de Kinsman se transformó en hielo. El miedo y la furia no habían desaparecido; estaban aun ahí, más grandes que nunca. Pero en lugar de hacerle arder las entrañas, se habían convertido en firmes y ferreos propósitos. Más allá de todo temblor. Más allá de la autodesconfianza. Stahl ya no era una amenaza, un hombre al que había que temer. Era simplemente un obstáculo que había que superar, una puerta trabada que había que romper.
Kinsman casi sonrió. Con calma miró las caras de los hombres que lo rodeaban: aprensión, interrogación, miedo.
Heme aquí —se dijo—, en una sala acolchada, rebelándome con un puñado de muchachos contra los Estados Unidos de Norteamérica. Un hombre de la humanidad. Un hombre de la paz…, listo para matar a una treintena de personas. Y sólo Dios sabe cuántos más. Un hombre de la paz.
—Si esto es una traición —dijo lentamente al teléfono—, traten entonces de decirlo ahora. He hecho cortar el suministro de aire de esa sección hace diez minutos. —Era mentira. Más bien unos tres o cuatro minutos, como máximo—. Tienen unos cinco minutos antes de que comiencen a desmayarse.
—¿Qué…?
—¿De modo que quieres convertirte en héroe, Stahl? Bien. Ya has matado a un hombre, y estás dejando que otro se desangre. ¿Cuántos trajes presurizados hay allí? ¿Doce? Entonces, decide ahora quién morirá y quién no. Esa es una tarea ideal para un héroe, Stahclass="underline" seleccionar a los que vas a matar.
Kinsman interrumpió la comunicación. Inmediatamente volvió a llamar al centro de comunicaciones.
—¿Cómo van las cosas allí en el Nivel Cuatro? —preguntó—.¿Cuántos trajes tienen?
—Estamos controlando todas las pantallas, señor. Y nos estamos poniendo los trajes también. No es fácil…, lleva su tiempo.
—¿Qué está haciendo Stahl? —preguntó Kinsman, alzando la voz.
—El coronel Stahl gesticula y grita para que sus hombres estén tranquilos. Todos están discutiendo. Han sacado unos diez trajes, pero nadie ha logrado ponérselos.
—Bien. Diga a nuestros hombres del otro lado de las portezuelas que conducen al Nivel Cuatro que se pongan los trajes presurizados. Yo haré lo mismo e iré para allá.
—¡Perdón, señor! Si cerramos el aire durante mucho tiempo, morirán o sufrirán daños cerebrales. Y nuestros hombres…
—Haga lo que le digo —interrumpió Kinsman. Y luego agregó—: No podemos hacer otra cosa, hijo.
Cuando Kinsman estuvo listo y se lanzó por uno de los tubos que conducía al Nivel Cuatro, el centro de comunicaciones informó que la mayoría de los hombes de Stahl habían perdido el conocimiento. Sólo cinco de ellos habían logrado ponerse los trajes. Entre ellos estaba el mismo coronel.