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SOLDADOS, ESTAMOS AL BORDE DEL SUPREMO TEST DE LOS PUEBLOS. EL MUNDO CONFÍA EN NOSOTROS PARA REPELER AL AGRESOR QUE AMENAZA LA CIVILIZACIÓN. SÉ QUE CADA UNO DE USTEDES CUMPLIRÁ CON SU DEBER, Y LAS FUTURAS GENERACIONES DE AMERICANOS ESTARÁN ORGULLOSAS DE SU HEROÍSMO Y DEDICACIÓN. BUENA SUERTE. DIOS SALVE A AMÉRICA. FIN MSJE.

A las 20:00 horas, Alfa estaba totalmente en manos de Selene. Todos los hombres de Stahl estaban en sus habitaciones, desarmados y apaciguados. Había varios en la enfermería con máscaras de oxígeno y tubos IV mientras los equipos de médicos trataban de reducir a un mínimo los daños sufridos por la falta de oxígeno. A los muertos se los estaba preparando para ser embarcados de vuelta a la Tierra.

Kinsman dividió su pequeño grupo en tres secciones y organizó turnos para dormir. Puso a un teniente a cargo como oficial de día y luego se dirigió hacia el Nivel Tres y el centro de comunicaciones.

El peso extra allí era todavía doloroso. Se apoyó en la puerta mientras recibía los informes. Venían hombres de refuerzo de Selene. El transporte de tropas había entrado en la atmósfera terrestre y aterrizado en Patrick. La misión de evacuación entraría en contacto con la estación en menos de una hora.

—Hay toda clase de preguntas y mensajes de la Tierra —le dijo el muchacho que estaba a cargo del centro de comunicaciones—. ¿Debemos mantener silenciadas las radios por tanto tiempo?

Asintió lentamente, y esto le hizo sentir su cabeza como si fuera un bloque de cemento.

—Tenemos que hacerlo así. No podemos permitir que sepan nada de lo que está pasando hasta que tengamos suficientes hombres como para manejar la red ABM completa.

El joven técnico se encogió de hombros. La gravedad no parecía molestarlo de ningún modo.

Kinsman regresó rápidamente a su improvisado cuartel central en el área de recreaciones, aliviado por la progresiva disminución de peso mientras subía la escalera metálica que se enroscaba a través del rayo tubular que conectaba los diversos niveles de la estación.

Sabía que ordenarían la alerta roja…, pero pronto descubrirían que los rusos tampoco podían comunicarse con sus estaciones. Esperarán hasta resolver ese enigma. Esperarán. Pero el ardor en su pecho contradecía la certeza lógica que su mente estaba tratando de establecer.

Había cuatro civiles que esperaban para verlo. Permanecieron sentados en el banco junto a su escritorio mientras él arrastraba los pies lentamente sobre el suelo del gimnasio. Pasó casi una hora con ellos, asegurándoles pacientemente que podían permanecer en la estación o volver a la Tierra tan pronto como se pudiera arreglar el problema de transporte.

Uno de ellos era un enjuto y pequeño japonés, anciano y frágil; un astrónomo.

—Somos científicos, no políticos —dijo con voz tranquila y pausada—. No queremos abandonar nuestro trabajo aquí. Varios de nosotros estamos en medio de experimentos u observaciones que no deben ser interrumpidas. Sin embargo, no tenemos deseos de ser atrapados entre dos fuegos militares.

—Nada podría estar más lejos de mis propios deseos —respondió Kinsman, imitando inconscientemente la formal cadencia del modo de hablar de los japoneses—. Sinceramente creo que puedo asegurarles que nadie ha de interferir en vuestro trabajo. Me sería muy grato si continuaran con sus investigaciones como si nada hubiera pasado.

—Bueno, yo no soy científico —dijo uno de los otros hombres. Estaba muy excitado. Era más joven que los otros y vestía al último estilo de la moda terrestre. Era más bien corpulento, y con tendencia a engordar. Sus jóvenes músculos comenzaban a aflojar en una prematura vejez—. Soy simplemente un ciudadano contribuyente de Denver —continuó—, y quiero saber qué demonios está ocurriendo aquí. Mi mujer y yo vinimos a pasar las vacaciones que soñamos toda la vida, y esto cuesta mucho. Permítame…

Kinsman lo hizo callar con un gesto.

—Usted volverá a su casa dentro de una hora. Será mejor que vaya a preparar su equipaje.

—¿Que? ¿Después de todo lo que gasté para llegar hasta aquí? Usted no puede…

—No tengo tiempo para discutir —dijo Kinsman—. ¡Vaya a preparar su equipaje! Lamento que sus vacaciones se vean interrumpidas y que le hayan costado tanto, pero estará mucho mejor en su casa que aquí. —Se volvió hacia los otros tres—. Y eso vale también para todos ustedes. Cualquiera que desee volver a la Tierra puede hacerlo.

El turista se puso de pie de un salto, y gritó con indignación:

—¡A los extranjeros les permite quedarse, pero un contribuyente americano es expulsado!

—Si así lo desean, los científicos pueden quedarse —respondió Kinsman—. Los civiles y los turistas será mejor que regresen. Esta estación ya no es territorio americano. Ahora forma parte de la nación independiente de Selene.

El turista pestañeó sin comprender. El astrónomo japonés demostró su comprensión con un suspiro.

—No entiendo —dijo el turista.

—Cuando llegue a la Tierra lo entenderá —aseveró Kinsman—. Ahora apúrese, no tiene tiempo que perder.

Uno de los científicos más jóvenes atrajo la atención de Kinsman:

—Se nos mantiene incomunicados. Sus hombres no nos permiten llamar a la Tierra.

—Es sólo por poco tiempo.

—¿Y qué ha hecho con el doctor Marrett? Desapareció con uno de sus oficiales después de una discusión, y desde entonces nadie lo ha visto.

—Está en la sección del observatorio, continuando con su experimento.

—¿Quiere decir que le ha permitido establecer contacto por radio con la Tierra ?

Con un gesto de asentimiento, Kinsman explicó:

—Sólo con los puestos de observación, y únicamente para hablar del experimento en el que está trabajando. Tenemos un oficial con él para asegurarnos de que no haga… política.

—Esto es una locura —argumentó el joven; su acento era decididamente británico—. La mitad de las tropas de los Estados Unidos se lanzarán sobre este lugar apenas se den cuenta de lo que ha ocurrido. Será como el tiro al blanco de una feria.

—Es posible —dijo Kinsman, inexpresivamente.

—Pero aún más importante que eso —dijo con suavidad el astrónomo japonés—, es la posibilidad de que América lance sus fuerzas nucleares de ataque por temor de que esta situación haya sido causada por los soviéticos.

Cuando se dieron cuenta de lo que había dicho el anciano, todos se volvieron hacia Kinsman. Pero éste no tenía ninguna respuesta que darles.

El capitán Ryan cerró su libro de códigos con un chasquido. Los otros oficiales en la sala de guardia lo miraban fijamente. No había ninguna sonrisa en las ocho caras. El libro de códigos personal del capitán era usado sólo para los mensajes ultrasecretos, de esos que venían marcados con la leyenda: Para ser leído solo por el capitán. Todos los otros mensajes eran descifrados por la computadora del submarino.

—Efectivamente, es la alerta roja —dijo.

La tensión de las caras se aflojó un poco. El miedo a lo que se conoce es siempre más tolerable que lo desconocido.

—Además, un mensaje personal del Jefe de Estado mayor Conjunto —continuó—. Espera que cumplamos con nuestro deber y que nuestros hijos puedan estar orgullosos de nosotros.

Los hijos de García vivían en un barrio residencial abierto al sur de San Diego. El capitán Ryan lo sabía. Diez minutos después de apretado el botón desaparecerían. Recorrió con sus ojos las caras de sus colegas oficiales. Lo mismo ocurriría con Mattingly y Rizzo. Lo mismo con mis propios hijos… ¡y mi nieto!

—Bueno —dijo apoyándose pesadamente sobre los codos contra la tapa de felpa verde del escritorio—, parece que esta vez las cosas han llegado al límite. Y nosotros tenemos trabajo. Escúchenme —dijo inexpresivamente—. Cuando esos proyectiles sean disparados, habrá muchos americanos muertos. Nuestra tarea es perseguir y destruir submarinos enemigos. Hay dos de ellos en nuestra área, según el informe del sonar de esta mañana, y no andarían por aquí si no fueran a lanzar sus malditos proyectiles.