Leonov se pasó una mano por la frente.
—No lo sé. Tenemos a los equipos de especialistas trabajando, pero ¿cómo podemos estar seguros de que todos esos satélites responderán correctamente?
Kinsman forzó una sonrisa y respondió:
—A las máquinas no les interesa la política, Pete. Si las luces se ponen verdes, entonces todo funciona bien.
—Puro materialismo.
—Asi es. Y tú pensabas que yo era un romántico. Vamos, de prisa; no hay tiempo que perder.
—Da… Buena suerte, tovarich.
—Buena velocidad, amigo.
Se levantó de su silla y comenzó a atravesar el acolchado suelo del gimnasio en dirección a la portezuela que conducía a la escalera espiral.
—Hable con el centro de comunicaciones —ordenó a uno de los jóvenes que lo rodeaban—. Asegúrese de que entiendan lo que está ocurriendo. Dígales que voy para allá, y que será mejor que las operadoras estén en condiciones de usar cada uno de los malditos láseres de cada uno de los malditos satélites que tenemos.
—¡Sí, señor! —gruñó el oficial, mientras Kinsman abría la portezuela de un tirón.
En el Nivel Tres era como caminar entre olas oceánicas. La mitad de la gravedad normal de la Tierra , y Kinsman tardó muy poco en quedar sin aliento. Cuando los muchachos del centro de comunicaciones le acercaron una silla le dolían las piernas, y su corazón golpeaba pesadamente. Hasta el aire parecía espeso, húmedo y pesado, difícil de respirar.
El centro de comunicaciones le hizo pensar a Kinsman en un sexteto de cuerdas tocando un allegro de Mozart: actividad salvajemente ordenada, acción mesurada pero frenética. Los técnicos de comunicaciones estaban difundiendo órdenes por sus micrófonos. El gigantesco ojo de insecto que componían las pantallas —una junto a otra— mostraban escenas extrañamente incongruentes.
La brillante y conmovedora belleza del ancho Pacífico: una extensión azul que cubría todo el globo, decorada con intrincados dibujos de deslumbrantes nubes blancas, remolinos de tormentas gigantescas, hileras de cúmulos que marchaban ordenadamente en respuesta a la luz del sol y a la rotación de la Tierra. ¿Cuántos submarinos habría bajo tanta belleza? ¿Cuántos proyectiles?
La cara tensa y surcada por la transpiración de un técnico gritaba con urgencia en los auriculares del operador, que estaba sentado asintiendo con la cabeza frente a esa pantalla en particular.
El capitán Perry, de pie frente a un complicado panel de control de disparo a bordo de la Estación Espacial Beta, hablaba con alguien en lo que parecía un tono tranquilo, profesional, competente. Kinsman, por supuesto, no podía oírlo, a menos que el sonido de esa pantalla fuera conectado a los auriculares que estaban apoyados en sus rodillas. Las luces del panel estaban casi todas verdes, advirtió. Los satélites ABM estaban en condiciones de funcionar.
Algunas pantallas visoras mostraban deliciosos paisajes rurales de la Tierra , donde estaban escondidos los proyectiles intercontinentales. Media docena de ciudades importantes. Un técnico en comunicaciones ruso arrugando la frente mientras hablaba con su colega americano…
No. Ni rusos ni americanos ahora. Luniks. Selenitas.
Kinsman abarcó todo eso con una sola mirada mientras se dejaba caer pesadamente en un asiento junto a la portezuela del centro de comunicaciones.
—Los informes son buenos —dijo el oficial que estaba sentado junto a él—. Además tenemos una docena de voluntarios entre la tripulación de la estación espacial, que nos están ayudando. Han decidido quedarse con nosotros.
Kinsman asintió con la cabeza y hasta eso le resultó un esfuerzo. Por primera vez advirtió conscientemente que tres de los seis técnicos que trabajaban en las pantallas visoras eran mujeres.
—Tienen que ponerme con la red de urgencia inmediatamente —dijo, con voz cansada—. La Casa Blanca , el Pentágono, el cuartel general de la Fuerza Aérea , los comandantes de las fuerzas de ataque en el Atlántico y en el Pacífico… los talleres…
—El circuito dorado. Sí, señor, lo haremos —dijo un joven gesticulando con facilidad, sonriendo. Comenzó a mover sus dedos sobre el teclado principal de su escritorio.
Sería un buen pianista. Kinsman se dio cuenta de que no podría tocar bien el piano en esta gravedad. Y no podría hacerlo de ningún modo en la gravedad normal de la Tierra. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Momentáneamente se sintió molesto de que la silla que le dieron no tuviera un respaldo más alto.
Hasta ahora no se había lanzado ningún proyectil. Hasta ahora los informes que venían de todas las estaciones espaciales y de los satélites ABM no tripulados eran buenos. Era el momento de darle a conocer a Washington la nueva situación. Debía persuadirlos de que podían derribar cualquier cosa que ellos lanzaran y que efectivamente lo harían.
Se friccionó la nuca, que le dolía pesadamente. ¡Es injusto, maldición! Jefferson tuvo meses para escribir su Declaración. Yo sólo tengo unos pocos minutos.
Las pantallas visoras, que cubrían la pared principal del atestado compartimiento del centro, comenzaban a mostrar imágenes de militares en la Tierra. En un primer momento eran técnicos en comunicaciones, pero rápidamente fueron reemplazados por un oficial. Coroneles y generales y hasta un par de almirantes fruncían las cejas o miraban ferozmente o se pasaban la lengua por los labios nerviosamente mientras esperaban el mensaje de la Estación Espacial Alfa. No estaban habituados a esperar.
—¿Qué pasa con la Casa Blanca ? —preguntó Kinsman.
El joven apartó su mirada de el teclado de su escritorio. Tenía una mano sobre su auricular.
—Están siguiendo la vía jerárquica entre montones de lacayos. Dicen que el general Hofstader hablará con usted. ¿Está bien?
Kinsman hizo un gesto de asentimiento.
—Está bien.
—Tienen que encontrarlo y conectarlo al circuito. A esta hora están todos durmiendo allá.
—Difícil. Dudo que alguno de ellos esté durmiendo.
Súbitamente, la pantalla central mostró la hermosa imagen de cabellos plateados del general Hofstader. Los paneles de las paredes de la oficina detrás de él parecían más bien los del Pentágono que los de la Casa Blanca. Había una bandera plegada un poco más atrás, y él daba la impresión de estar mirando a otra gente, que estuviera en la oficina pero fuera del alcance de las cámaras.
—General…
—¿Qué es esto, coronel? —La voz de Hofstader era áspera y profunda, el tono decidido de un comandante—. ¿Por qué se han quitado del aire las estaciones espaciales y han estado incomunicadas? ¿Qué es lo que ocurre?
—Nos hemos apoderado de las estaciones. Y de la red ABM.
—¿Apoderarse? ¿Quiénes? ¿De qué está hablando?
Todas las caras en las pantallas más pequeñas alrededor de la imagen del general se mostraron adecuadamente alarmadas, sorprendidas, preocupadas. Kinsman casi se echó a reír. Era como estar observando un test de Rorschach viviente.
—El pueblo de la Luna —dijo Kinsman, lenta y cuidadosamente— ha decidido formar la nación independiente de Selene. Nos hemos apoderado de las estaciones espaciales, tanto de las americanas como de las rusas.
Por un momento pensó que no lo habían escuchado. Estaban todos sentados en sus sitios, sin mostrar ninguna reacción. Luego se produjo la erupción. Las pantallas más pequeñas mostraban hombres que se ponían rojos de furia, blancos por el shock, azules de indignación. Los ojos del general Hofstader se abrieron hasta quedar absolutamente redondos, la mandíbula se le aflojó dejando su boca abierta; pareció hundirse dentro de su impecable uniforme.
—¡Eso es imposible! No puede…
—Ya lo hemos hecho. Y tenemos la intención de imponer una absoluta prohibición a todos los lanzamientos de cohetes. Cualquier cosa lanzada por cualquier nación, desde cualquier parte de la Tierra , será destruida inmediatamente.