—Muy bien.
¡Cristo, podríamos estar hablando del tiempo! ¿Cómo puede ella…?
—Vimos la intercepción del cohete chino —dijo Ellen—. Fue en mitad de la fiesta. Todo el mundo estaba en la plaza principal. Y después, cuando dispararon los proyectiles Orea…
—¿Orea?
Ellen alisó un mechón de pelo que le había caído sobre los ojos. Kinsman comenzó a darse cuenta de que ella probablemente no había dormido en toda la noche.
—Sí. Lo vimos todo en la pantalla grande de la plaza. Todos aplaudieron cuando los derribaron.
—Ajá —dijo Kinsman, débilmente.
La mujer acercó su rostro a la cámara.
—¿Te sientes bien?
—Sólo necesito un poco de descanso.
—Lo peor ya ha pasado, ¿verdad? —dijo ella.
—Sí. Lo peor ha pasado —replicó el, tratando de creer que lo que decía era verdad.
Tan pronto como Ellen desapareció, Kinsman marcó el código para el centro de comunicaciones. Preguntó por el oficial de día.
—¿Por que no se me informó sobre los proyectiles de los submarinos?
El muchacho tenía insignias de teniente y unos bigotes pequeños y rubios.
—Señor, usted dio órdenes de que no se lo molestara salvo que ocurriera alguna crisis. El submarino lanzó seis proyectiles desde el medio del Pacífico. Supusimos que era americano, ya que la trayectoria conducía a Asia. Nuestro equipo de control de fuego en Gamma siguió a los proyectiles y los derribó a los ocho minutos del lanzamiento. Todo se desarrolló sin inconvenientes. Sin ningún esfuerzo, señor.
Kinsman se hundió en su asiento y sonrió.
—Ya veo.
—Tenemos cintas de video grabadas, señor, si usted quiere ver la acción.
El teniente parecía muy seguro de sí mismo, como sólo un joven oficial puede estarlo cuando tiene todo a su favor. Y cuando sus decisiones han sido aceptadas.
—No. Las veré más tarde. ¿Algún mensaje de Washington, o de otra parte?
—Oh, sí, señor. Una montaña de mensajes.
Recién dos horas más tarde Kinsman se dio cuenta de que tenía hambre. Se dirigió al Nivel Cuatro, donde se hallaba el salón de oficiales. Tomó una bandeja de comida caliente de la cocina y se sentó en una gran mesa que estaba llena de sus jóvenes oficiales y tropa y unos pocos civiles. El más elaborado restaurante automático, en el Nivel Uno, había sido clausurado por la tripulación evacuada, de modo que los civiles se veían obligados a comer con los oficiales.
La mayor parte de los civiles se mostraban bastante tranquilos y hasta amistosos. Pero un par de ellos —americanos, por su modo de vestir y su acento— abandonaron la mesa cuando Kinsman se sentó y se trasladaron a una más pequeña, en el otro extremo de la sala. Algunos de los europeos parecían incómodos, inseguros. Los orientales se comportaban con corrección y se mostraban profesionalmente inexcrutables.
Nadie sabe cómo terminará todo esto, advirtió Kinsman mientras observaba al grupo de comensales que conversaba, pero todos quieren evitar al paria.
Ted Marrett entró, con unas grandes ojeras de cansancio debajo de sus ojos. Movía su gran cuerpo con cierta torpeza, como si hubiera estado en la misma posición durante mucho tiempo.
Kinsman siguió con la mirada al meteorólogo de anchos hombros mientras éste se servía dos tazas de café humeante en la cocina y las traía cansadamente hacia el salón. Uno de los científicos en la mesa de Kinsman, un marroquí delgado y de agudas facciones, lo llamó:
—Ted, aquí. Siéntate con nosotros.
Marrett se acercó pesadamente a ellos y se sentó junto al marroquí, a dos asientos de distancia de Kinsman.
—¿Cómo estuvo el experimento?
—Muy bien. —Marrett tomó un gran trago de café caliente y lanzó un respingo. Luego tomó otro—. Perdimos dos de los factores de correlación que estamos buscando, pero parece que todos los factores importantes coinciden. Dentro de un mes sabremos más, y más aún cuando termine el invierno.
—Si pudieran detener el avance del Sahara… —murmuró el marroquí meditativamente.
Marrett hizo una mueca.
—Podríamos hacer algo mejor que eso si nos autorizaran a operar en el Mediterráneo; es ahí donde está la maldita clave del problema. Pero no nos permiten hacerlo. Temen que arruinemos su lindo cielo.
El marroquí se encogió de hombros.
—No debemos esperar más de lo que se puede hacer. Como te decía antes, si tan sólo un aumento del diez por ciento…
—¡Diez por ciento! ¡Maldito sea, podríamos detener al condenado Sahara totalmente si nos dejaran hacer las cosas correctamente!
Terminó de beber su café, golpeó la taza sobre la mesa y estiró su mano hacia la otra. Fue entonces cuando advirtió la presencia de Kinsman. Levantó la taza a modo de brindis y preguntó:
—¿Cómo va esa revolución?
Kinsman alzó las cejas en un gesto que quería decir “estamos a la espera”.
—Hasta ahora todo va bien. Tuvimos algunos problemas anoche, pero ahora todo parece estar normalizado.
—Ah, sí. Me enteré. Mis colegas de la Tierra tenían interesantes preguntas que hacer. Recibí varias llamadas urgentes, hasta de Washington y París.
—¿París?
Marrett llevó su mano hacia un bolsillo.
—¡Maldición! Se me acabaron los cigarros. Sí, París. La Federación Europea está interesada en lo que ustedes están haciendo. Y la UNESCO , por supuesto.
Kinsman lo pensó un momento.
—Leonov y yo tendríamos que hacer una transmisión para todo el mundo.
—Eso ayudaría a serenar muchos estómagos, le aseguro.
Kinsman asintió con la cabeza pensativamente; luego dirigió su atención al desayuno que se le enfriaba. Marrett siguió hablando sin detenerse con el marroquí y otros dos jóvenes que se habían unido a ellos.
Al poco rato, Kinsman se dio cuenta de que estaban hablando de vuelos: pequeños aviones, jets, planeadores y hasta cohetes planeadores. Se unió a la conversación diciendo, simplemente:
—Nunca tuve posibilidad de volar en un cohete planeador. Aparecieron después de que me convertí en un lunik permanente.
Uno de los más jóvenes prorrumpió inmediatamente en exclamaciones:
—¡Cristo, no hay nada como eso! Uno se lanza hasta los cincuenta kilómetros y se detienen los motores…
Y todos se sintieron hermanados. Todos volaban. No importaba la nacionalidad, ni la raza, ni la religión. Lo importante era que todos compartían la emoción de volar.
—Puedes quedarte con esas cosas con cohetes —dijo Marrett, con un gesto de su carnosa mano—. Yo prefiero los planeadores: eso sí que es volar. Lo que yo quiero es acariciar los gorditos cúmulos, meterme dentro de esas estaciones termales. Quiero sentir las condenadas nubes. Sentirlas.
Kinsman decidió que ese hombre le gustaba. Le tenía confianza. ¿Sólo porque le gustaba volar? Sorprendido, se dio cuenta de que efectivamente era así. Nada más que por eso. Y era suficiente.
Con desgano se levantó y se retiró. Todavía falta mucho por hacer, ¡maldición!
Mientras se dirigía por el corredor hacia el tubo que conducía a su cuartel general oyó la voz de Marrett detrás de él.
—¿Tiene un minuto, coronel?
Se volvió.
—Mejor llámeme Chet. Creo que mi grado en la Fuerza Aeroespacial no tiene mucho valor en este momento.
Marrett se rió. Era una risa fuerte, saludable, alegre. Era un hombre demasiado corpulento para ese corredor tan estrecho. Se necesitaba un escenario más grande para acomodarlo.
—Muy bien, Chet. Verá, tengo una pregunta que hacerle. Es posible que sea un torpe, pero ya hace mucho tiempo que descubrí que no existen preguntas estúpidas sino sólo respuestas estúpidas.
Kinsman le devolvió una sonrisa.