—¿Cuál es la pregunta?
—¿Puede usted decirme, por el amor de los siete cielos, qué es lo que trata de conseguir con esta revolución?
—¿Quiere la respuesta en veinticinco palabras, o en menos?
—En menos.
Estaban de pie, uno frente al otro. El meteorólogo tenía sus pesadas manos apoyadas en las caderas; Kinsman lo miraba desde su menor estatura. El resto del corredor estaba vacío, y tenía el aspecto de haber sido esterilizado. Era una fila de puertas de plástico instaladas entre paredes de plástico enmarcadas en aluminio.
—Bien, doctor Marrett…
—Ted.
—Muy bien. Ted. Lo que tratamos de conseguir es la paz. Nada de guerra. Nada de ataques con proyectiles intercontinentales. Nada de luchas entre rusos y americanos en la Tierra , por lo menos nada de guerra atómica. De ese modo no habrá necesidad de luchas en la Luna.
—Eso es lo que pensé. —Marrett señaló la portezuela del tubo—. ¿Va arriba?
—Sí. Al Nivel Tres.
—Bien. Yo me vuelvo al observatorio.
Comenzó a caminar hacia la portezuela. Kinsman lo siguió. Mientras trepaban por los escalones metálicos, dando vueltas por entre las delgadas paredes que los separaba del helado vacío, Marrett dijo:
—Tengo otra pregunta para usted.
En la penumbra del tubo, Kinsman no podía ver la cara de Marrett demasiado bien. Pero su voz era baja, seria, mientras resonaba a lo largo del tubo metálico.
—¿Cuál es? —preguntó Kinsman a su vez.
—¿Su nueva nación solicitará admisión en las Naciones Unidas?
—Supongo que sí. ¿Por qué?
—Escúcheme, yo he trabajado para las Naciones Unidas durante más de veinte años y he visto cómo el mejor trabajo de modificación del clima del mundo ha sido tirado al cesto de los papeles, simplemente porque una nación u otra se opone.
—No parece ser usted tan viejo —dijo Kinsman.
Marrett le echó una triste mirada.
—¿Cómo cree que me quedé calvo? ¿Por un tratamiento de rayos X?
—Está bien —dijo Kinsman, mientras continuaban trepando por la escalera metálica en espiral—. De modo que su trabajo ha sido detenido por naciones individuales.
—Y por los bloques. EuroFed, Paraguay… todos. Cada uno de ellos piensa que son lo único importante en el planeta, que los demás no cuentan. Y UNESCO, y toda la tambaleante organización de las Naciones Unidas se ve impotente, pues nada se puede hacer cuando alguna nación se opone.
—¿Y entonces?
Marrett se detuvo. Parecía suspendido en la penumbra, como una amenaza en un antiguo cuento gótico, dos escalones más arriba de donde estaba Kinsman.
—Entonces aparece usted, con su revolución —dijo tranquila y racionalmente—. Usted impide que los Estados Unidos y Rusia usen sus proyectiles, pero aun tienen otros métodos para hacer la guerra. Guerra bacteriológica, gases, los antiguos bombarderos tripulados…
—Es posible —admitió Kinsman—. Con el tiempo será así.
—¡Escúcheme! Mientras tanto, ustedes quieren ser reconocidos como una nación independiente… ¿Cómo diablos se van a llamar?
—Selene.
—¡Ah! Bueno, Selene, si así lo quieren. Ahora dígame: ¿cree que Estados Unidos y Rusia los van a reconocer?
—No. Supongo que no.
—¡Por supuesto que no! ¿Y qué es lo que le hace pensar que cualquiera de las otras naciones va a correr el riesgo de enemistarse con alguna de las grandes potencias, sólo para que ustedes se sientan bien? —Marrett se inclinó sobre Kinsman y apoyó un dedo contra su pecho—. No lo harán. No lo harán, a menos que haya alguna ventaja para ellos.
—Podemos actuar como policía internacional —dijo Kinsman— mientras sigamos controlando los satélites ABM.
—Esa es una ventaja negativa.
—¿Cómo?
—Quiero decir, que es la clase de beneficio que no es obvio —dijo Marrett—. Se impide una guerra atómica, y la lluvia ácida y todas esas cosas. Pero eso no pone un poco más de arroz en las mesas de Burma.
—No… no entiendo. —Kinsman tuvo la sensación de que Marrett estaba deliberadamente hablando non sequitur.
Con un suspiro, Marrett se agachó y se sentó en la escalera. Sus largas piernas cubrían cuatro escalones. Kinsman se apoyó contra la pared del tubo. El metal se sentía frío contra su espalda.
—Vea usted —dijo Marrett, con mucha paciencia—. Supongamos que va a las naciones más pequeñas del mundo, especialmente algunas del hemisferio sur…, aunque los de la EuroFed pueden interesarse también, si uno lo piensa un poco… Bueno, de todos modos, supongamos que usted se dirige a ellas y les promete no sólo un policía en órbita sino también el control del clima.
—¿Control del clima?
—Así es. No una modificación, sino el control. Podemos controlar el maldito clima en cualquier parte del planeta. Mejorar los rendimientos de las cosechas, aumentar el nivel sanitario, hacer ganar fortunas en los lugares de vacaciones, desviar tormentas, mejorar la población ictícola… Hasta es posible que podamos salvar a los delfines antes de que sigan el mismo camino que las ballenas. En una palabra, lo que se quiera. Pero necesitamos dos cosas: las estaciones espaciales para operar, y el poder político para eliminar las objeciones de las naciones individuales y sus bloques… y especialmente de las grandes potencias.
—¿Qué? ¿Están en contra del control del clima?
Marrett frunció el entrecejo.
—Es una larga y sangrienta historia. Básicamente, las grandes naciones están en contra de permitir que las Naciones Unidas tengan poder real alguno. El único modo en que el control de clima puede ser efectivo es en escala mundial. No se puede tomar un pedazo de atmósfera y separarla de la del resto del mundo. Ninguna nación puede lograr el control del clima individualmente. Y las grandes potencias no permitirán que las Naciones Unidas lo intente tampoco.
—Policía orbital y control del clima… —La mente de Kinsman trabajaba con toda energía.
—Eso le daría a las Naciones Unidas un poder extraordinario, mi amigo —dijo Marrett—. Si una nación se porta mal, nosotros le cortamos el agua.
—¿Se puede hacer eso?
—Es más o menos como le digo.
—Pero… eso significaría un cataclismo en las Naciones Unidas. No están preparados para algo de tanta importancia. Habría que reestructurarla integramente.
—Absolutamente correcto.
Marrett tenía una gran sonrisa en la cara ahora. En aquellas lúgubres sombras, con los escalones metálicos enroscándose hacia la oscuridad arriba y debajo de ellos, Kinsman se sintió suspendido entre… ¿qué? ¿El éxito y el fracaso? ¿La vida y la muerte? ¿El cielo y el infierno?
—¿Habrá gente en las Naciones Unidas que deseen considerar este asunto?
—Yo conozco a uno —dijo Marrett.
—¿Quién?
—Emanuel De Paolo.
—¿El secretario general?
—El mismo.
MIÉRCOLES 15 DE DICIEMBRE DE 1999, 17:00 UT
Era justo el mediodía en Washington. Sin embargo, desde las ventanas de la Oficina Ovalada sólo se veían remolinos de nieve y viento: la primera tormenta de la temporada.
—Grandes copos húmedos —dijo el presidente, mirando ociosamente por la ventana mientras se echaba hacia atrás en el sillón de su escritorio. Sus ojos estaban hinchados por la falta de sueño y estaba despeinado—. Es el tipo de nieve más difícil de despejar. Recuerdo cuando yo era niño, allá en Roxbury, un año…
El secretario de Defensa se veía pálido, agotado.
—Señor presidente, no creo que sea éste el momento para reminiscencias de la infancia.
El presidente giró en su sillón para mirarlo a él y a otros dos hombres que había en la oficina: el general Hofstader y el corpulento consejero de cara enfurecida.