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—Quieres decir hoy a la mañana —dijo Alexei suavemente—. Ya son más de las tres.

—A la cama, todos ustedes —ordenó Jill—. No podemos permitir que nuestro administrador general se desmaye en el primer día de su cargo.

Harriman frunció los labios.

—Podría hacer varios comentarios obscenos, pero considerando su alta investidura, señor administrador general, mantendré un respetuoso y cortés silencio.

—Me adulas para poder conseguir un buen cargo político —dijo Kinsman.

—Tienes razón. ¿Que tal si me ofreces el Ministerio de Educación?

—No. Lo que quiero es que seas nuestro ministro de Relaciones Exteriores.

Harriman quedó sorprendido.

—¿Yo, un diplomático? ¿Uno de esos melindrosos mariquitas?

—Iniciarás un nuevo estilo en relaciones exteriores. Acabas de admitir que has ejercido tu influencia sobre un país.

—¡No me pondré pantalones a rayas!

—Hugh, no tienes que ponerte pantalones si no quieres. Lo que yo necesito es…

—¡Mañana! —dijo Jill con firmeza.

Se levantó de su silla y Alexei hizo lo mismo, elevándose por sobre las pequeñas proporciones de la muchacha. Ellen también se apeó, y todos se dirigieron hacia la puerta. Pero Kinsman se quedó rezagado mientras los otros salían.

La voz de Harriman aún resonaba en el corredor, mientras Kinsman le decía a Ellen:

—No me mataron.

—Pero lo intentaron —dijo ella.

Chet estiró su mano para cerrar la puerta, pero ella no se lo permitió.

—Hiciste un buen trabajo cuidando que todo marchara bien mientras yo estuve ausente.

—Gracias.

No era su intención mantener una conversación de cortesía. No quería hablar de nada, ni siquiera quería pensar. Ni sobre política, ni sobre guerra, ni sobre muerte.

—Ellen… hagamos el amor.

—¿Es eso lo que quieres? —preguntó ella, con voz neutra y sin emoción.

—Sí.

—Y luego volverás mañana a tu oficina y serás el administrador general.

Chet asintió con la cabeza.

Ellen soltó la puerta y sacudió la cabeza.

—Tengo tanta fuerza de voluntad cuando no estás aquí… —con una triste sonrisa lo abrazó—. No estamos hechos el uno para el otro, lo sabes.

—No, no lo sé. Dímelo.

Cerró la puerta y se dirigieron al dormitorio.

Jill Myers ocupó las primeras horas del nuevo día examinando minuciosamente a Kinsman. Hizo una serie de ruidos y gestos con su boca y su cara mientras leía los resultados de los diferentes exámenes que entregaba la computadora, que había integrado todos los datos provenientes de los distintos aparatos médicos.

—Estás convencido de que estos murmullos cardíacos tuyos son sólo una trampa para engañar a las autoridades de la Tierra —lo regañó—. Pues bien, mira este electrocardiograma.

Le alcanzó una cinta de plástico por sobre su pequeño y desnudo escritorio. Kinsman examinó la línea dentada.

—¿Está mal?

—No es una línea segura. ¿No has estado sintiendo algunos dolores de pecho? ¿Agudas punzadas en el brazo izquierdo, o en alguna otra parte?

Chet hizo un gesto con los hombros.

—Pues… una pequeña molestia cuando estaba en la sección de mucha gravedad de la estación espacial, eso es todo.

—Eso es todo, dices…

La mirada de Jill echaba fuego. Dictó una receta para pildoras a la computadora, y luego lo hizo salir de su minúscula oficina con un movimiento de su mano. De un solo paso, Chet llegó a la puerta.

—No eres inmortal —dijo Jill secamente—. Todos dependemos de ti, Chet. Pero muerto no nos servirás de nada. Actúa con más tranquilidad.

—Por supuesto —sonrió—. Lo peor ya ha pasado. De ahora en adelante todo irá pendiente abajo.

No fue hasta que llegó a la mitad del corredor que llevaba hacia la fábrica de agua, que se dio cuenta de las muchas y diferentes implicaciones que la expresión “pendiente abajo” podía tener.

Ernie Waterman estaba incómodo cuando se volvió a enfrentar con Chet. La cara agria del ingeniero enrojeció cuando Kinsman apareció en escena. Estaban junto a los trituradores de rocas, donde una explosión había destrozado dos de las seis cintas sin fin que llevaban la roca pulverizada desde las gigantescas maquinarias hasta los arcos eléctricos.

Los cuatros trituradores que funcionaban marcaban un acompañamiento basso a los ruidos agudos. Waterman tartamudeó por sobre el griterío de los técnicos llamándose los unos a los otros, y los ruidos del chisporroteo de los soldadores.

—Supuse… supuse que mientras estuviera aquí… Bueno… supuse que podría ayudar. Es mejor que estar sentado sin hacer nada, ¿no?

—Está muy bien, Ernie —dijo Kinsman, tratando de mantener su tono tranquilo al gritar por sobre el estrépito del equipo de reparaciones—. Agradezco su ayuda.

—¿Cuándo debo irme?

—¿Irse?

Un compresor de aire entró en acción y Waterman levantó su penetrante voz aún más y se inclinó sobre el oído de Kinsman. Sus duros cascos se tocaron.

—¿Cuándo me hará embarcar para la Tierra ?

—Nadie volverá a la Tierra —gritó Kinsman—, y nada de la Tierra vendrá hacia aquí. Por lo menos, hasta que nos pongamos de acuerdo en varios puntos de política. Por otra parte, si usted abandona o no Selene es una decisión suya, Ernie. No puedo enviarlo de vuelta a una silla de ruedas. Si puede soportar lo que estamos haciendo aquí, o lo que sería mejor, si comienza a compartir nuestra manera de pensar, será bienvenido y podrá quedarse cuanto quiera.

La boca de Waterman se movió, pero Kinsman no pudo oír lo que dijo.

—Lo digo seriamente, Ernie —gritó—. Mientras no haga nada en contra de nosotros queremos que se quede.

—Y… ¿me tendría confianza?

—¿Por qué no? ¿Acaso no es usted un hombre honesto?

Waterman simplemente sacudió asombrado su cabeza.

Kinsman pasó la mayor parte de la tarde revisando las listas de personal y combinando los archivos americanos con los de Leonov. Ambos estaban trabajando en la oficina de personal de los rusos. Estaban solos, excepto por la terminal de computadora de Lunagrad que reposaba sobre una mesa en el centro de la amplia habitación. La computadora de Moonbase no había sido aún totalmente conectada con la máquina rusa.

Leonov tenía que traducir los caracteres cirílicos; Kinsman hizo que los archivos americanos fueran transmitidos por teléfono al banco de datos ruso. Frunció la frente cuando apareció la ficha de Pat Kelly en la minúscula pantalla visora del teléfono. Kelly todavía estaba confinado a sus habitaciones y bajo el cuidado de un psiquiatra. Había solicitado el traslado inmediato a la Tierra junto con su familia.

Me equivoqué con él, se dijo Kinsman a sí mismo. Trabajaba cerca de mí, vio todo lo que yo veía y todo lo que yo hacía. Sin embargo no pudo dar el salto, no pudo cambiar sus ideas lo suficiente como para darse cuenta de lo que había que hacer. Prefiere ver América destruida antes de verla cambiada.

Cuando regresó a sus propias habitaciones, un poco antes de la hora de la cena, encontró a Frank Colt que lo esperaba. Estaba solo.

—Me preguntaba cuándo aparecerías —dijo Kinsman, mientras cerraba la puerta.

—Sí. Me alejé de la fiesta anoche. Me imaginé que te habías ganado la celebración sin necesidad de que yo la estropeara.

—Te busqué entre la gente. Quería agradecerte por no haber intentado nada mientras estuve ausente.

Kinsman atravesó la habitación y se sentó en la silla giratoria que estaba junto a Colt, quien se había sentado tensamente en el sofá.

—Se necesitaba coraje para tener confianza en mí —dijo Colt, mirando cautelosamente a Kinsman.