—Se necesitaba coraje para aceptar esa responsabilidad sin estar de acuerdo con lo que estábamos haciendo.
—Sí. Tal vez sea así.
—¿Sigues pensando de ese modo? ¿Crees que lo que estamos haciendo es un error?
Colt no respondió inmediatamente. Y cuando lo hizo fue con una silenciosa afirmación de su cabeza.
—¿Aun cuando puedes ver que la gente de Lunagrad está con nosotros, y que todos estamos actuando para salvar a los Estados Unidos y a Rusia?
Inclinando hacia adelante, con sus puños sobre las rodillas, Colt respondió:
—Está bien, está bien. Las intenciones de ustedes son buenas y han hecho suyos los mejores intereses de la humanidad, pero… no me convencen. Lo siento, Chet, pero las cosas son así. Quiero irme. Quiero volver a la Tierra.
—Pero Frank, ¿no puedes ver…?
—¡Puedo ver todo el maldito asunto! Y sé de qué lado estoy. Y no es de tu lado. Lo siento, hombre. Es posible que yo esté equivocado y tú tengas razón, pero mi actitud es ésa.
Kinsman buscó la cara de su amigo. Era una mezcla de dolor y obstinación débilmente enmascarada.
—¿Hay algo que pueda hacer?
—Absolutamente nada. Envíame de vuelta a la Tierra tan pronto como puedas.
—Puede haber problemas para ti allá. Podrían no creer que estabas en contra de nosotros.
—Correré el riesgo.
Kinsman sacudió la cabeza y dijo:
—Frank, detesto tener que…
—¡Hazlo! —interrumpió Colt—. Deja de pensar que puedes convencer a todo el mundo con la lógica de la dulce sonrisa. Yo soy lo que soy, y eso no lo puedes cambiar.
—Y tú no quieres cambiar.
Por un instante, Colt pareció a punto de golpear a Kinsman. Pero el fuego que había en sus ojos se apaciguó y sólo respondió:
—Tienes razón, no quiero cambiar.
Algo surgió en la mente de Kinsman y se oyó a sí mismo que decía:
—Muy bien, Frank. Podrás irte en el próximo vuelo hacia Alfa. Habrá un vuelo especial a la Tierra desde allí. Hay algunos civiles, científicos y otros, que quieren regresar. Podrás irte con ellos.
Y con Marrett, pensó Kinsman.
—Muy bien.
Kinsman se dejó hundir en su silla mientras pensaba: Estás usándolo, es una excusa para hacer que Marrett se ponga en contacto con la gente de las Naciones Unidas.
—¿Quieres alguna otra cosa, Frank?
Colt apretó los dientes antes de responder.
—Sí, algo, más. —Su tono era de desagrado, casi de vergüenza.
—¿De qué se trata?
—Murdock…
—Oh, demonios. ¿Qué ha hecho ese calzonazos ahora?
Los ojos de Colt trataron de evitar los de Kinsman.
—Ellen me pidió que te lo dijera. No sabía cómo hacerlo ella misma. Ha muerto. Se suicidó hace dos días.
—¿Se suicidó?
—Se abrió las muñecas.
¿Murdock? ¿Ese hombre regordete como un timbal? ¿El tipo a quien molestábamos hasta hacerle dar un ataque? Los payasos no se abren las muñecas. ¡No puede ser verdad!
—Pero… ¿por qué?
La voz de Colt apenas si se podía oír.
—Buscaban un chivo expiatorio. Le dijeron que habría una investigación, que le formarían una corte marcial.
—¡Oh, por el amor de Dios! —Bastardos. Ensañarse con el más débil. Tendría que haberlo previsto—. ¿Dejó alguna nota, o algo? —preguntó Kinsman.
—Un mensaje grabado. Dirigido a ti. La gente de comunicaciones lo recibió esta tarde. Estaban confundidos; no venía marcado como secreto.
—¿Dirigido a mí? —Kinsman sintió que sus entrañas se le contraían.
—Lo quemé —dijo Colt—. Es mejor que no sepas lo que decía.
—¿Qué decía?
—Era una porquería…
—¿Qué decía?
Colt tomó aliento.
—Decía: “Gracias por todo, Kinsman. Esta es la recompensa que tengo por ocultar tu asesinato de la muchacha rusa. Debí haberte crucificado cuando tuve la oportunidad”.
JUEVES 23 DE DICIEMBRE DE 1999; 14:00 UT
Eran las nueve de la mañana en Nueva York. Ted Marrett se paseaba impaciente junto a los ventanales que cubrían la pared desde el techo al suelo, en la oficina alfombrada allá en lo alto del edificio de la Secretaría General de las Naciones Unidas. Una lluvia helada golpeaba los cristales. Al otro lado del amplio y aceitoso East River, Brooklyn y Queens eran sólo una mancha gris.
—Vas a gastar tus zapatos —le dijo Tuli Noyon.
Estaba sentado plácidamente en una butaca de cuero. Su cara redonda y aplastada de mongol era la imagen misma de la calma estoica. Su aspecto hubiera parecido adecuado para montar un peludo pony con un arco corto atravesado sobre los hombros, armadura acolchada y casco de guerrero. Pero estaba vestido con el traje de cremalleras amarillo brillante propio de un hombre de negocios. La única cosa poco común que llevaba era una computadora electrónica de bolsillo activada por isótopos.
—Es mejor que gastar las asentaderas de mis pantalones —gruñó Marrett; vestía pantalones pasados de moja y una dashiki hasta el muslo. Chupaba furiosamente e! medio cigarro que tenía entre los dientes.
Silenciosamente Tuli agradeció a los dioses por el sistema de ventilación que eliminaba el fétido olor del humo del cigarro.
—Dijo que estaría aquí poco después de las nueve.
—Es precisamente la hora en este momento —Marrett golpeó suavemente su reloj pulsera—. Poco después de las nueve. ¿Dónde está?
—Bueno, también tiene otras cosas que atender…
—¡Nada es tan importante como esto! Por todos los diablos, Tuli… ¡Hemos estado tratando de verlo durante cuatro días seguidos!
—El secretario general pocas veces tiene tiempo para recibir a un par de ingenieros menores de la UNESCO. Su agenda está organizada…
Marrett se precipitó sobre el mongol.
—¡No me vengas con esa estúpida humildad oriental! Te conozco bien. Estás tan nervioso por este asunto como lo estoy yo.
Noyon se permitió una sonrisa.
—Tal vez efectivamente usé mi parentesco con el embajador de Mongolia para ayudar a nuestra causa.
—No me cabe duda.
—Pero no nos será de ninguna utilidad si estás hecho un manojo de nervios cuando…
La puerta se abrió. Marrett se volvió, quitándose el cigarro de la boca. Noyon se puso de pie.
Emanuel De Paolo era un hombre delgado y de aspecto frágil. Era de piel oscura, y su pelo gris como ceniza volcánica. Sus ojos eran de un negro profundo, pero vivaces, jóvenes y alertas en una cara de hombre que envejecía. Su traje de un corte muy conservador: los pantalones con dobleces y una chaqueta larga sobre el suave jersey de cuello alto. El traje era celeste oscuro y el jersey era dorado.
—Caballeros —dijo, con voz suave y musical—. Por favor, evitemos las formalidades. Siéntense.
Marrett acomodó su enorme cuerpo lentamente en la butaca que Noyon había estado usando, sin quitar sus ojos del secretario general. El ingeniero mongol se apartó y ocupó otra butaca. De Paolo se sentó en una silla tejida, de madera escandinava y esparto.
—Les ruego que sean breves —dijo el secretario general, amablemente—. Hay una reunión del Consejo de Seguridad esta tarde y tengo varias entrevistas en mi agenda antes de que comience la sesión.
Marrett miró a su amigo. Noyon dijo:
—No sé qué es lo que le habrá dicho el embajador de Mongolia…
—Muy poco —dijo el secretario general—. Debo confesar que parecía disfrutar en hacer de este asunto el mayor misterio posible.
—No hay nada misterioso —replicó Marrett—. No es más misterioso que esa lluvia que está cayendo.
Una hora más tarde, un asistente golpeó discretamente a la puerta de la oficina para recordarle al secretario general que tenía una visita a las diez y quince. De Paolo le dijo que la cancelara. El teléfono llamó una vez, y De Paolo habló ásperamente en portugués. No volvieron a ser interrumpidos hasta que el secretario general sugirió que comieran y bebieran algo.