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Durante un largo momento la oficina quedó en absoluto silencio. Ninguno de ellos se movió ni habló.

Kinsman se sorprendió a sí mismo observando la pantalla mural frente al sofá: ahí estaba la Tierra , cercana y adorable, una joya del cosmos. Lo suficientemente cerca como para tocarla, para llegar a ella en un día o dos…

—Jill —dijo por fin—, no te pido que nos digas lo que no podemos hacer. Tienes que ayudarnos a hacer lo que es necesario hacer. Tengo que ir a la Tierra. ¿Comprendes eso?

Leonov se aclaró la garganta.

—Déjame ir a mí en tu lugar. Estoy en buenas condiciones físicas… Un orgullo ruso de fuerza viril que se opone a la debilidad del occidente en decadencia.

—Te agradezco el ofrecimiento, Pete —respondió Kinsman. Y también la intención de hacernos sonreír, querido amigo—. Pero el simple hecho es que la invitación es para mí. Los americanos se van a poner muy nerviosos si tú apareces en mi lugar. Hasta los rusos comenzarán a preguntarse qué es lo que está ocurriendo.

—¿Tiene que ser una visita personal? —preguntó Ellen—. ¿No podríamos solucionarlo por teléfono?

Harriman sacudió la cabeza.

—No, mi querida y adorable señora. La base de todo esto es la posibilidad de que Chet y Marrett estén cara a cara con los líderes nacionales clave allá en la Tierra. En privado, sin micrófonos ni espías. El discurso y las reuniones públicas son nada más que la fachada. Lo importante, lo vital es que Chet y Marrett ofrezcan a las naciones más pequeñas el doble trato de protección ABM y control del clima.

—¿Cómo está tu salud, Hugh? —le preguntó Kinsman—. ¿Estás en condiciones de hacer el viaje?

Harriman puso un puño sobre su frente y flexionó el biceps. No pudo advertirse ningún movimiento dentro de la manga de su chaqueta.

—Me he estado ejercitando por lo menos seis horas a la semana en la centrífuga desde que llegué aquí. Siempre esperé volver a casa ¿recuerdas?

—Ya controlé sus últimos exámenes médicos —dijo Jill—. Está en perfectas condiciones.

—¡Fuerte como un caballo! —contribuyó Harriman.

—Muy bien —dijo Kinsman—. Entonces el único problema es mi débil corazón. Pero sólo estaré en la Tierra unos pocos días…

Jill le lanzó una furiosa mirada y apretó los labios.

—¿Cómo te sentiste cuando estabas a bordo de la estación espacial, hace diez días?

—¿Eh? ¡Bien! Ningún problema.

Siempre y cuando estuviera en las secciones de poca gravedad. ¡Pero eso no fue mi corazón! Sólo me sentí cansado, pesado, con algunos problemas para respirar…

—¿No sentías un peso en el pecho? —indagó Jill—. ¿No sentiste ningún dolor, ninguna punzada en alguna parte del cuerpo?

—Nada importante.

—¿Cuánto tiempo pasaste en el Nivel Uno, donde la gravedad es igual a la de la Tierra ?

—Mmmm. Bueno, en realidad no llegué hasta allí. Pero pasé mucho tiempo en el Nivel Tres… ahí hay la mitad de la gravedad de la Tierra , mucho más que en la Luna.

—¿Y cómo te sentiste?

—Un poco cansado, dolorido. Pero mi corazón estaba perfectamente bien.

Jill sacudió la cabeza.

—Cuando volviste aquí, tu electrocardiograma parecía una marca de sismógrafo en el punto ocho de la escala de Richter. ¿Tienes alguna idea de cuánto se han deteriorado las funciones de tu corazón comparados con las de un corazón normal en la Tierra ? ¿Y tu tonicidad muscular general? ¡No podrías ni siquiera estar de pie unos minutos en la gravedad normal de la Tierra ! No podrías…

—¡Basta! —la interrumpió. Jill tenía chispas en los ojos, pero quedó en silencio—. Ahora escúchame —dijo en un tono más suave—. Vivimos en una era de milagros médicos y alta tecnología. No hay ninguna razón por la que no pueda usar un traje automático en la Tierra. El esqueleto exterior me mantendrá erguido, y los motores de servicio moverán mis brazos y piernas, ya que mis músculos debilitados no pueden cumplir sus funciones.

—Pero el corazón…

—¡Pues haz algo para eso! Existen los puños para presión arterial, y bombas activadoras, y mil cosas más. Lléname de adrenalina, o de lo que sea necesario.

Harriman sacudió la cabeza furiosamente.

—¡Nada de drogas, maldición! No podemos permitir que estés sobreexcitado o dopado en esas reuniones, por el amor de Dios.

Kinsman comenzó a sentirse cansado. Se pasó una mano por los ojos.

—Sí, tienes razón. —Se volvió hacia Jill—. Muy bien. Me tendrás que armar con todos los elementos mecánicos que tengas a tu disposición. Supongo que en ese caso necesitaré que me acompañe un médico.

—Pero… yo no puedo volver —dijo Jill, casi disculpándose.

—Lo sé —respondió Kinsman estirando una mano para tocarle el brazo—. No te pido que…

¿Qué arriesgues tu vida, como estoy arriesgando la mía?

—Alex irá contigo —dijo Jill—. No hay ninguna razón médica para que esté obligado a permanecer aquí.

—Está participando en la carrera de escarabajos —dijo Kinsman.

—Entonces llámalo —replicó Jill.

—Pero…

Leonov levantó solemnemente la mano.

—Jill tiene razón. La carrera no es tan importante como tu seguridad médica.

—Y será buena política tener a un ruso en nuestra pequeña comitiva —señaló Harriman.

—Muy bien —dijo Kinsman—. Entonces iremos Alex, tú —señaló a Harriman— y yo. Un ruso, un brasileño-judío-irlandés y un americano. Les ganaremos.

De algún modo se encontró caminando hacia la sección residencial junto con Ellen. La mujer iba en silencio mientras atravesaban el largo, rústico y serpenteante corredor. Era la última hora de la tarde. Casi todo el día se había pasado en organizar el viaje a la Tierra.

—¿Te gustaría cenar en mis habitaciones? —preguntó Chet.

Ellen no lo miró.

—No, creo que es mejor así.

Una familia venía caminando en dirección a ellos. Eran los padres con dos hijos, uno de ellos apenas si caminaba solo. Después que pasaron, Kinsman le preguntó a Ellen:

—¿Qué te pasa?

Ella se detuvo y se volvió hacia él.

—Ya sabes lo que pasa. Vas a seguir haciendo estas cosas hasta que te mates, ¿verdad?

—¡Por el amor de Dios, Ellen! Tengo que hacerlo.

—Ya lo sé —admitió ella—. Ese es el problema.

—No tendré ningún problema.

—Terminarás muerto.

—No seas melodramática…

Ellen comenzó a caminar nuevamente. Chet la alcanzó y la tomó del brazo.

—Ellen, escúchame. No estarías tan tremendamente preocupada si…

—¡No lo digas! —interrumpió ella separándose—. No permitas que todo este drama y autosacrificio te convierta en un romántico. Seguirás adelante hasta que mueras. De modo que continúa, y muérete. Levantarán una estatua en tu memoria.

Se alejó por el corredor y lo dejó ahí, solo.

Frank Colt vestía su uniforme azul cuando se echó hacia atrás en el asiento tapizado de la sección de pasajeros del jetcóptero. Las butacas estaban puestas de dos en dos, unas frente a las otras. Junto a Colt se sentó un mayor que era diez años más antiguo que él y ahora era su ayudante. Frente a ellos había dos civiles: uno del Departamento de Estado y otro de la Agencia de Seguridad Interna.