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El resto del avión cohete estaba vacío, salvo por la tripulación en la cabina y un trío de azafatas que habían debido mostrar certificados profesionales de enfermería antes de que Jill las autorizara a servir en ese vuelo tan breve.

Kinsman se reclinó en su asiento con el acompañante de un coro en miniatura de murmullos eléctricos y cerró los ojos. Sabía perfectamente bien lo que estaba ocurriendo en la cabina ahora, o por lo menos lo que ocurría antes, cuando él mismo había piloteado aparatos semejantes, hacía varias décadas. Ahora todo era controlado desde la superficie: todo era automático. La tripulación estaba ahí sólo para casos de emergencia.

Pero en su mente sintió nuevamente el tirón de la columna de control en sus manos mientras la nave luchaba contra un máximo de fuerzas aerodinámicas. Vio la estela de fuego del ingreso a la atmósfera, cuando el aparato brillaba a través de la atmósfera como un meteoro que cae, haciendo arder el aire a su alrededor. Recordó un vuelo en el que él y Frank Colt…

—Aterrizaje en tres minutos —anunció el pequeño altoparlante. Hasta la voz sonaba metálica, automática. Sin ninguna emoción.

A pesar de sí mismo Kinsman sonrió. Sólo son reminiscencias de otros tiempos, de un pobre vejete.

No había ventanillas en el avión cohete, pero la pequeña pantalla visora instalada en el resplado del asiento delante de él mostraba, desde el punto de vista del piloto, el acercamiento de la nave al espaciopuerto J. F. Kennedy. El sol se reflejaba en el agua gris acero. Estructuras indiscernibles comenzaron a cobrar forma en la pantalla: casas, fábricas, depósitos, garages de estacionamiento, torres, iglesias, negocios, puentes, caminos… todo al aire libre, bajo un sol extrañamente pálido y diluido.

Aun cuando miraba atentamente la pequeña pantalla, Kinsman no pudo ver gente, ni coches en los caminos. Escasamente un ocasional ómnibus gris o un camión color verde oliva, que parecía más bien un vehículo militar que civil. La larga y oscura flecha de la pista se acercó velozmente. Un chirrido y un salto, luego otro, y luego el apagado murmullo de los cohetes de freno le dijeron a Kinsman que habían aterrizado. Estaban en el suelo. En la Tierra.

No se movió hasta que la nave se detuvo en la terminal. Las azafatas lo ayudaron a desprender las hebillas del correaje de seguridad. Luego se apartaron un poco —con extrañas expresiones en sus caras— mientras trataba de ponerse de pie.

Debo tener un aspecto bastante extraño, pensó, mientras el traje se desplegaba. Se puso de pie.

—¿Cómo se siente? —preguntó Landau. Su voz profunda y sus ojos graves de algún modo irritaron a Kinsman.

—Bien. Igual que en el Nivel Uno de Alfa. Los desafío a un partido de baloncesto antes de volver a casa.

Harriman lanzó un bufido.

—¡Ya estás alardeando! Vamos, si realmente eres tan sano, sal de esta lata de sardinas y permitamos a la gente que nos admire.

Pero no había gente. Por lo menos, no había multitudes. Kinsman y sus acompañantes salieron del aparato y entraron a un túnel de acceso que conducía hasta el edificio del espaciopuerto. Un grupito de oficiales y médicos estaban ahí. Entre ellos había un representante del Departamento de Estado, y varios funcionarios de las Naciones Unidas. Uno de estos, advirtió Kinsman inmediatamente, era una rubia sorprendentemente atractiva. Apuesto a que es sueca, pensó.

No había periodistas, ni cámaras de televisión. Ni siquiera curiosos. Todas las otras puertas de esa sección del edificio estaban cerradas. Toda el área había sido aislada. Hasta donde Kinsman podía ver a través de los corredores, no había nadie excepto una fila de guardias de seguridad a unos veinte metros unos de otros. Llevaban cascos de acero y máscaras de gas colgando de los cinturones, entre las pistolas para desórdenes y los lanzagranadas. Hasta los kioskos de revistas y los negocios de regalos estaban cerrados.

Entonces apareció la alta figura de Marrett, que se abría paso entre el grupo de funcionarios mascando tabaco.

—¡Bienvenido a la ciudad de las delicias! —exclamó, y los demás parecieron empalidecer y desaparecer hacia atrás. Kinsman extendió un brazo envuelto en metales y Marrett le dio la mano afectuosamente—. Soy el comité de recepción no oficial, y el representante personal del secretario general. Tenemos un escuadrón de automóviles esperando en la puerta para llevarlos al Cuartel General de las Naciones Unidas. Ustedes tres son huéspedes del secretario general.

Pero no fue tan fácil. Los oficiales inmediatamente formaron una fila de recepción y los tres visitantes lunares tuvieron que ser presentados a cada uno de ellos. Kinsman se preguntó ociosamente cómo se las arreglarían para organizar el orden de precedencias, ya que parecían provenir de una docena de naciones diferentes y de dos docenas de tipos de agencias gubernamentales, desde el Instituto Nacional de Salud de los Estados Unidos hasta el Ministerio para el Desarrollo de los Recursos Naturales de Tanzania.

Kinsman le dio la mano a todos, incluyendo a la rubia, que resultó ser de Kansas City y representaba al Consejo Urbano de América. Un lindo frente para un operador cinematográfico inteligente, pensó Kinsman. Mirando más detenidamente su parte delantera cubierta por un jersey, decidió: Demonios, tiene un lindo frente para cualquier cosa.

Finalmente estuvieron listos para ir por un corredor hacia el edificio principal de la terminal. Uno de los médicos americanos dijo:

—Tenemos una silla de ruedas para usted, señor Kinsman.

—No, puedo caminar.

Landau se acercó a él.

—Sería mejor que reservara sus fuerzas.

—Me siento bien.

—En este momento está bajo los efectos de la adrenalina —insistió Landau, quedamente—. Es aconsejable aprovechar la silla de ruedas.

De modo que sacaron a Kinsman en la silla. Estaba furioso mientras recorrían el vacío edificio. La seguridad era bastante estricta; se apercibió de ello cuando vio que todo el edificio de uno de los más grandes aeropuertos —y uno de los pocos espaciopuertos— de la Tierra , había sido clausurado completamente. Las boleterías estaban vacías; los monitores de televisión que mostraban la salida y llegada de vuelos estaban en blanco; las cafeterías y los restaurantes, así como los bares, estaban cerrados y oscuros. Cada pocos metros había guardias de seguridad fuertemente armados y con caras ceñudas.

El único signo de vida, aparte del cortejo fúnebre que se deslizaba por el desierto edificio junto con Kinsman, era un fotógrafo solitario que saltaba hacia atrás y hacia adelante con la agilidad del espantapájaros de Oz, sacando fotos con una diminuta cámara.

Kinsman y Landau fueron conducidos a una brillante limusina junto con Marrett y el representante del Departamento de Estado americano, un joven de mandíbula cuadrada muy bronceado y con las tipicas arrugas alrededor de los ojos que se forman de tanto estar al aire libre y no detrás de un escritorio.

Si no es miembro de la Agencia de Seguridad Interna me como el tapizado, se dijo Kinsman mientras se acomodaba en el asiento trasero del coche. Las distintas partes del esqueleto exterior se le clavaban en el cuerpo, incomodándolo. Landau se sentó junto a él mientras que Marrett y el joven del Departamento de Estado se ubicaron en los asientos móviles frente a ellos.

—¿Todo bien? —preguntó Marrett. Tenía que agacharse un poco para evitar que su cabeza calva golpeara contra el techo elegantemente tapizado.