Observó la señal del radar. Ésta se hacía cada vez más grande y más brillante. Luego tomó el ocular del telescopio que estaba sobre su cabeza y lo colocó en posición frente al visor de su casco.
—¡Ya lo tengo! —gritó por el micrófono—. Esta vez es auténtico. Y es uno de los grandes.
Sin ni siquiera pensarlo, Colt colocó su nave en una órbita paralela a la del satélite ruso. Fue una maniobra precisa, diestramente ejecutada para usar la menor cantidad de combustible posible. En sus auriculares, Colt oyó una voz apagada y lejana que decía de mala gana:
—Ese bastardo sabe volar. Eso hay que reconocerlo.
Se sonrió mientras se acercaba a su presa. Era un satélite con forma de una larga y fina aguja, construido así para escapar más fácilmente a la detección por radar. Colt calculó que también estaría recubierto por un plástico absorbente de radiaciones. El extremo que apuntaba hacia la tierra tenía lentes de un material semejante al cristal.
Colt pasó su mirada del ocular del telescopio al panel de instrumentos. El combustible era muy escaso como para intentar un contacto directo con el satélite. En lugar de eso abrió la roja cubierta de seguridad sobre las teclas para preparar y lanzar granadas. Apretó el primer botón.
Cuidadosamente Colt apuntó su nave con breves explosiones de los motores de posición. Apoyó su mano sobre el botón que decía FUEGO. Sin apartar sus ojos del telescopio apretó el botón y sintió el temblor del resorte del lanzagranadas que arrojaba sus doscientos cincuenta gramos de explosivo. Todo se redujo a un pequeño fogonazo cerca de un extremo del satélite soviético.
Colt estiró su mano hacia arriba y dio mayor aumento al telescopio. El extremo próximo del satélite estaba destrozado en esquirlas. Las lentes estaban quebradas, el metal abierto y desgarrado.
Satisfecho, hizo un gesto con la cabeza dentro de su casco.
—Muy bien, Alfa. Ahora regreso.
La voz de la radio dijo mecánicamente:
—Coloca el canal de control en frecuencia 0415 para que la computadora haga la corrección final de óptima transferencia orbital.
Colt marcó los números en el teclado que tenía a su derecha.
—Frecuencia 0415, controlado… Dime, ¿cuál es el resultado de hoy?
—Hasta ahora sólo el tuyo… —Colt gruñó—…y ellos cazaron tres de los nuestros.
La cúpula de descanso de Selene era mucho más pequeña que la cúpula principal, donde descendían las naves. Estaba ubicada en un terreno ligeramente más elevado, de modo que uno podía ponerse de pie en el borde de la piscina y ver la cúpula principal, la oscura y ondulada llanura del Mar de las Nubes y las pesadas cumbres de la muralla circular de Alphonsus. La mayor atracción del paisaje, por supuesto, era la vista de la Tierra colgada allá, azul y blanca contra el negro absoluto del cielo. El planeta mostraba una mancha creciente, más de la mitad iluminada y una luz lo suficientemente fuerte como para iluminar la noche lunar con muchísimo más brillo que el que desparramaba la Luna llena sobre la Tierra.
Kinsman y Ellen salieron juntos de la escalera mecánica en movimiento. Ella llevaba pantalones rojos y un jersey gris que le quedaba muy bien. Llevaba su traje de baño en una pequeña bolsa.
—Nadie me dijo que se podía nadar aquí arriba —estaba diciendo ella—. Tuve que pedir prestado un traje de baño a una de las muchachas. Espero que no me quede demasiado estrecho.
Kinsman la miró de soslayo.
—No existe nada como un traje de baño demasiado estrecho. Por lo menos, en una muchacha con tu figura.
Ella lo miró con un gesto agrio.
—Tienes razón. Me había olvidado. Ya nos habían advertido en Kennedy que ustedes, los hombres de frontera, eran el último refugio del machismo.
—Ahora recuerda que debes mostrarte sorprendida —le dijo, cambiando de tema— cuando te digan lo que va a ocurrir.
—Muy bien, jefe —respondió ella con un murmullo.
Caminaron a través de la húmeda atmósfera desde la portezuela de la escalera hacia la hilera de cabinas metálicas que cubrían uno de los costados de la cúpula. Estas cabinas habían comenzado como módulos habitables temporarios hacía quince años, cuando se comenzaron a instalar las primeras bases habitadas en la superficie de la Luna. Kinsman y los otros astronautas y científicos que habían vivido en ellas por períodos de dos semanas las habían bautizado cariñosamente “cabinas telefónicas”.
Entraron en cabinas contiguas. Kinsman simplemente corrió los cierres de su traje enterizo. Ya llevaba puesto su traje de baño. Y no se había preocupado por traer una toalla. Con la abundancia de lámparas de calor eléctricas en Selene había perdido el hábito de secarse con toallas.
Al salir de la cabina recorrió con la mirada el área de la piscina. Había ya mucha gente allí, llenando la cúpula con ruidosos ecos de risas y zambullidas. Algunas familias tenían sus niños con ellos. Un muchachito y una niña de diez años practicaban zambullidas simultáneas desde un trampolín de treinta metros, girando lentamente en exacta sincronización el uno con el otro. Era imposible hacer eso en la Tierra.
El complejo de la cúpula de recreo representaba varios años de adulaciones y disputas con el general Murdock, quien se había negado absolutamente a la necesidad de tal clase de lujos en Moonbase. Fue sólo después de que Kinsman proveyó whisky para un año a los tres psiquiatras de la base y éstos comenzaron a enviar informes sobre la necesidad vital de instalaciones de recreo, que se pudo construir esta cúpula.
Oficialmente Murdock aún no sabía que los luniks se habían construido una piscina.
Pat Kelly distinguió a Kinsman y se acercó saltando desde la piscina hacia él, tratando de mostrarse indiferente.
—Hola, Chet. A propósito de esa orden que vino esta tarde…
Kelly era un tipo pequeño, nervioso, con una cara franca y agradable estropeada por unos dientes demasiado grandes y unos ojos bizcos y demasiado pequeños. Eso le daba un aspecto semejante al de un conejo; su modo rápido y nervioso de moverse y hablar contribuía a acentuar esa impresión. Su pelo era de color arena, y sus inquietos ojos azul pálido. Era un joven muy inteligente, y prometía mucho. Había ya cumplido dos misiones en la Luna y estaba ahora en su tercera. Acababa de ser ascendido a mayor, y Kinsman lo había nombrado segundo jefe.
—¿La orden de Murdock? —Kinsman sintió que se le helaba la sangre—. ¿Algún problema?
—No, no. Simplemente estoy intrigado por saber de qué se trata. ¿Por qué tenemos que enviar un informe detallado sobre nuestra capacidad logística y humana antes de mañana a las doce?
—Murdock quiere saber qué cantidad de apoyo podemos proporcionar a las estaciones tripuladas —respondió Kinsman tranquilamente.
—Sí. Eso es obvio. Pero, ¿por qué? ¿Qué está ocurriendo? ¿Por qué la alerta amarilla?
El comandante se encogió de hombros.
—No lo sé, Pat…, pero ya conoces a Murdock. Siempre ha sido alarmista.
Sin embargo, Kelly seguía preocupado.
—Oye, Chet, ¿crees que realmente habrá problemas? Yo tengo mujer e hijos allá abajo. Si realmente va a haber problemas, quiero estar con ellos.
—Hace mucho tiempo que te dije que los trajeras. Aun cuando las cosas se pongan feas en la Tierra , aquí podremos capear el temporal.
—¿Aun con los rusitos dominando la mitad de este lugar? —los ojos de Pat se abrieron incrédulos.
—Si tenemos que luchar aquí, por lo menos será con armas de mano, no con proyectiles nucleares.
—Lo mismo se muere uno.
Kinsman tomó al joven por los hombros.
—Pat, si yo pudiera ordenarte que trajeras a tu familia, lo haría.