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En la entrada del garage comenzaba una pelea. La policía estaba empujando al gentío y éste a su vez se resistía. Los garrotes y las pequeñas lanzas eléctricas de la policía estaban listas para entrar en acción. El rumor de los gritos furiosos resonaba en el túnel de concreto.

El aire era casi irrespirable. Se olían tufos que Kinsman había olvidado completamente: gasolina, goma, basura quemada, orina. Le ardían los ojos. Pero en lugar de volverse a buscar la máscara de oxígeno subió por la rampa en dirección a la muchedumbre enloquecida que agitaba las banderas y luchaba con la policía.

Se dio cuenta confusamente de que Landau y Marrett corrían detrás de él. Y también Nickerson, que probablemente estaba armado.

La inclinación de la rampa no significaba nada para ellos, pero para Kinsman era como ascender el Anapurna. Afanosamente, paso tras paso: un crujido, un gemido, un murmullo, un golpe: un crujido, un gemido, un murmullo, un golpe. El monstruo de Frankenstein invade Nueva York.

Repentinamente, los ruidos de la pelea y los gritos que venían de adelante cesaron. No fue todo de golpe, pero en el espacio de medio minuto se pasó del desorden al silencio, como una ola de sorpresa que atravesara a la muchedumbre, obligándola a calmarse. Una voz áspera gritó:

—Eh, ¿qué demonios es eso?

Luego, absoluto silencio de más de diez mil personas…, salvo los ruidos del esqueleto exterior de Kinsman. Lentamente, laboriosamente, ascendía por la rampa. Respirar era todo un ejercicio de concentración. Sentía su pecho áspero por dentro, demasiado pesado como para moverlo.

Uno de los policías se dirigió hacia él con el visor del casco bajo, una granada de gas en una mano, y un pequeño megáfono en la otra.

—El… megáfono —resopló Kinsman.

Dios todopoderoso. Veinte pasos y ya estoy medio muerto.

El policía vaciló, pero luego le alcanzó lo que pedía. Kinsman lo tomó entre los ruidos y murmullos de los pequeños motores. Se llevó el megáfono a la boca.

—Soy…

Se le quebró la voz; la garganta le ardía. Landau se adelantó para ayudarlo. Marrett y Nickerson aparecieron por el otro lado.

—Soy Chester Kinsman… —dijo, y oyó que su voz magnificada retumbaba entre las paredes del túnel.

El gentío pareció dar un paso o dos hacia atrás, en medio de un zumbido. Como una serpiente de cascabel, en espera de resolver si atacar o no.

—Soy el hombre a quien acusan de traición. —Kinsman respiró hondo con un extraño ruido—. Sólo les puedo decir… que hemos declarado… la independencia de la Luna … con el mismo espíritu que nuestros antepasados… declararon la independencia… de los Estados Unidos.

¡No puedo aspirar aire con mis pulmones!

—El pueblo de Selene… quiere vivir en paz… con toda la humanidad. No hay razón para que teman a una Selene independiente… como no la hubo para que Inglaterra temiera a los Estados Unidos independientes…

La gente comenzó a murmurar y a agitar sus banderas. Kinsman dejó caer el brazo. Alguien tomó el megáfono de su mano.

Tengo más cosas que decirles… pero no puedo. Estoy… demasiado agotado.

JUEVES 30 DE DICIEMBRE DE 1999, 13:32 HT

Flotaba. Estaba flotando en caída libre, conectado a la realidad sólo por el vital cordón umbilical que llegaba hasta su nave.

Kinsman disfrutaba de esa libertad. Giró lentamente en el espacio y saludó a cada una de las estrellas: Rigel, Betelgeuse, Sirio, Proción, Géminis, Cáncer, Escorpión con Antares y su brillo rojo en el centro. Antares, el rival de Marte. Enemigo de Marte. Enemigo de la guerra.

Y luego apareció ella. Muerta. Los brazos todavía estirados por el terror, y los vitales tubos de oxígeno destrozados por las manos de Kinsman. Giraba lentamente, muy lentamente, mostrándole primero la espalda, pero lentamente, girando con tal lentitud que pudo ver la saliente del casco donde estaba el auricular derecho. Y luego el borde de su oscuro visor, y las primeras letras de la roja sigla CCCP, en la parte superior del casco.

¡No! ¡Quiero despertarme!

Pero ella continuaba acercándose, siempre girando. Ahora los brazos semiextendidos le ofrecían un frío y mortal abrazo. Quería apartar la vista, pero no podía. Tenía que mirar a través del oscuro visor y verle la cara.

Era la cara de Ellen. Muerta.

—¡Nooooo! —gritó.

Kinsman trataba de sentarse, con los ojos muy abiertos, mientras todavía resonaba en la habitación su grito de pesadilla. El doctor Landau y dos enfermeras entraron bruscamente en la sala.

Se dio cuenta de que estaba acostado en una cama de agua, y oyó el sonido del líquido que se movía debajo de él. Una ligera red de plástico lo cubría, imposibilitándole moverse. En sus oídos resonaba el doble latido de su corazón natural y del artificial, en una rara síncopa.

—¡Chet! ¡No trate de levantarse!

Es la primera vez que Alex me llama Chet, advirtió con una parte aislada de su mente.

—Estoy bien —dijo—. Fue sólo un sueño… una pesadilla.

Una de las enfermeras, una alta africana de piernas largas, tenía una hipodérmica en sus manos; Landau la hizo alejarse con un gesto.

Mientras le quitaban la red de plástico, Kinsman se relajó y se dejó estar, acompañando el movimiento del agua. La habitación era grande —enorme para las dimensiones lunares— y estaba tapizada en felpa. El techo estaba ricamente adornado con paneles de madera, y una gruesa alfombra cubría el suelo. Hondos y confortables sillones y butacas se distribuían en delicada y lujosa decoración.

La otra enfermera apretó un botón y las cortinas se descorrieron, dejando que se filtrara la luz a través de ventanas que llegaban hasta el techo. Junto a las ventanas había un espacioso escritorio, con varios aparatos electrónicos y una butaca anatómica especial. Para el monstruo, se dio cuenta Kinsman cuando vio el esqueleto exterior prolijamente apoyado junto a la butaca, como un asfixiante insecto que esperaba para envolverlo.

La mayoría de los aparatos eran equipos médicos de control, que Landau usó ahora para verificar los sistemas vitales de Kinsman. El ruso movió solemnemente la cabeza durante todo el breve examen.

Mientras las enfermeras ayudaban a Kinsman a vestirse y a ponerse el esqueleto metálico, éste preguntó a Landau:

—Y bien, Alex, ¿cómo estoy?

Landau estaba sentado en una silla junto al escritorio. Se mordía el labio inferior al observar los resultados en la pantalla visora.

—Muy mal, si quiere saber la verdad —respondió—. La bomba cardíaca no puede soportar ningún esfuerzo físico.

La enfermera negra estaba levantándole la pierna derecha y armando los aparatos del pie mientras la otra muchacha —que parecía griega o tal vez armenia— hacía lo mismo con la pierna izquierda.

—En ese caso no me esforzaré —dijo alegremente—. ¿Quién necesita esforzarse teniendo ayudantes tan expertas?

Les hubiera acariciado la cabeza, pero sentía los brazos demasiado pesados: temía no poder coordinarlos adecuadamente.

—No es para tomarlo en broma —dijo seriamente Landau.

Kinsman se dio cuenta de que ni siquiera podía encogerse de hombros normalmente.

—Muy bien. Me quedaré quieto y no haré nada más que hablar.

—Usted sabe que el corazón reacciona ante tensiones emocionales también.

Las enfermeras lo hicieron inclinar hacia adelante para colocarle las placas de la espalda.

—Hum… Pero, Alex, me siento mucho mejor ahora que lo que me sentía ayer. ¿Qué pasó? ¿Me desvanecí?

—Se desplomó —dijo Landau. Y continuó, amargamente—: Y por una razón que yo tendría que haber previsto, pero fui tan estúpido que no lo hice. El aire que respiró estaba fuertemente contaminado, lleno de monóxido de carbono y otras porquerías. Sus pulmones tuvieron que esforzarse, lo que recargó el trabajo del corazón. Se produjo una seria insuficiencia cardíaca y se desplomó. El esqueleto exterior impidió que cayera, de modo que quedó colgando dentro del aparato, totalmente inconsciente.