—¿Tuve un ataque al corazón?
Landau sacudió la cabeza.
—No, no es lo que un profano llamaría un ataque al corazón. Fue simplemente una falta de sangre oxigenada en el cerebro.
—Como una detención en una maniobra en mucha gravedad.
Landau pensó durante un momento.
—Supongo que sí.
—Pero… ahora me siento bien.
—Se le han dado calmantes, y está descansando en el ambiente más confortable que las Naciones Unidas puede ofrecer. El aire de esta habitación es una mezcla de gases envasados. No hay ni una gota de aire de la ciudad, ni siquiera filtrado.
Kinsman se rió cuando las muchachas le levantaron los brazos y le pusieron las partes correspondientes.
—Recuerdo algo que decíamos cuando éramos niños: los neoyorkinos no confían en el aire que no pueden ver.
Landau no le encontró ninguna gracia.
Una vez el esqueleto exterior estuvo completamente armado, Kinsman intentó dar unos pasos a través de la amplia y alfombrada habitación.
Igual que el Hombre de Lata. Espero que alguien se haya acordado de traer el lubricante.
Landau hizo que las enfermeras se retiraran. Unos minutos más tarde, un par de camareros de librea trajeron el desayuno. Inmediatamente detrás de ellos entró Hugh Harriman.
—¡Al fin! —dijo con fingida indignación—. La Bella Durmiente despertó y está ya trabajando.
—Creo que lograré llegar hasta la hora de la siesta —dijo Kinsman.
—Bien.
Harriman comenzó a dar órdenes a los camareros mientras estos, pacientemente, ponían la mesa para el desayuno y sacaban la comida de las secciones fría y caliente que había debajo de la mesa rodante cubierta con un mantel blanco. No dieron ninguna señal de que lo escuchaban, o de que siquiera advertían que les hablaba a ellos. Finalmente cuando se fueron y la mesa estuvo prolijamente preparada con gran variedad de platos, Harriman acercó una silla.
—Por todos los dioses… esto es un golpe bajo —se quejó—. Han llenado la mesa con comidas que no podemos conseguir en Selene.
Kinsman descubrió que su silla anatómica tenía una serie de llaves y pequeñas palancas en el apoyabrazos derecho. La primera que tocó ajustaba el respaldo. La segunda hacía avanzar la silla. Como un juguete, se dijo. Hábilmente maniobró con la silla hasta acercarla a la mesa.
Landau acercó su silla y miró todo lo que había. Luego murmuró:
—Caviar.
—No se preocupe —dijo Kinsman—. Obtendremos esta clase de cosas en intercambio dentro de un año.
—¿Y qué enviaremos de vuelta? —gruñó Harriman—. ¿Oxígeno?
Inconscientemente Kinsman sacudió la cabeza, y el murmullo de los motores eléctricos lo sorprendió.
—Ya tendremos productos para intercambiar —dijo lentamente—. Aparatos electrónicos, productos farmacéuticos, alojamiento para turistas, facilidades para la investigación…
—No obstante, sigo pensando que es una deliberada maldad por parte de ellos hacer este despliegue de exquisiteces ante nosotros —dijo Harriman.
Landau se sirvió té.
—Probablemente sólo están tratando de ser corteses.
—O los malditos agentes de seguridad rusos y americanos están sobornando a las Naciones Unidas para que nos hagan sentir nostalgias de la Tierra.
—Está bien —dijo Kinsman—. Vamos a lo nuestro. ¿Qué es lo que me perdí ayer?
—No mucho —replicó Harriman—. Conocimos a mucha gente del personal de las Naciones Unidas durante la tarde. Luego, casi a la noche, nos mostraron a una docena de inmigrantes. Querían conocerte a ti, pero tuvieron que conformase con mi encantadora persona.
—¿Es la gente que va a vivir a Selene? —preguntó Landau.
Harriman asintió con la cabeza mientras masticaba un bocado de queso cremoso, salmón de Nueva Escocia y cebollas.
—Mmmhum… —Tragó enérgicamente—. Un grupo fascinante de gente. Todos aún estupefactos de que sus gobiernos los dejen partir. Saldrán mañana de Kennedy. En este momento están en camino.
—¿En camino? —preguntó Kinsman—. ¿Hacia dónde?
—Al Centro Espacial Kennedy.
—¿En Florida? ¿No partirán del espaciopuerto J. F. Kennedy, aquí en Nueva York?
Harriman pestañeó.
—No. Me dijeron que el gobierno americano les trasladaría a Florida.
—¿Qué les impide partir desde aquí? —preguntó Kinsman.
—No tengo la menor idea. Probablemente se trata de alguna prohibición burocrática, en algún departamento. De todos modos, eso no es lo importante. Te encontrarás con el secretario general a las diez de la mañana, es decir dentro de una hora. ¿Te sientes bien como para hacerlo?
Kinsman comenzó a asentir con la cabeza y luego se arrepintió. Estoy empezando a detestar el ruido de los motores eléctricos, pensó.
—Estoy bien. ¿Dónde nos encontraremos?
—Aquí mismo. Mahoma viene a la montaña.
Kinsman arqueó las cejas. Por lo menos esto lo puedo hacer solo, pensó.
Unos minutos antes de las diez, Ted Marrett irrumpió en la habitación sin anunciarse. Venía con Tuli Noyon.
—El mejor meteorólogo que jamás haya producido Mongolia —dijo a modo de presentación.
—Para su información —dijo Noyon quedamente, mientras le daba la mano a Kinsman que permaneció sentado—, Mongolia produce muy pocos meteorólogos. Y además, mis estudios fueron en dinámica de los fluidos.
—Bien, entonces el mejor de Asia —se corrigió Marrett—. ¿Han visto las noticias de la mañana? Esa actuación suya de ayer en el garage está teniendo gran difusión.
Sin consultar a nadie, cruzó la habitación en pocos pasos y tocó un pequeño panel en la pared. Instantáneamente desapareció una reproducción bidimensional de un Monet, y apareció una imagen tridimensional de una mujer mientras era transportada a través del corredor de un hospital.
—Malditas telenovelas —gruñó Marrett, mientras volvía a tocar el panel.
Kinsman se echó hacia atrás en su silla especial y de inmediato vio una imagen de sí mismo en dos dimensiones arrastrándose penosamente hacia la muchedumbre frente al garage de las Naciones Unidas. La cámara estaba en algún lugar entre la gente, ya que constantemente se interponían cabezas y pancartas; mientras, la extraña figura de esqueleto metálico trepaba la rampa.
La voz del periodista decía cosas como:
—Apariencia extraterrestre… tremendo esfuerzo físico en gravedad normal… mensaje de paz y amistad…
¡Dios mío!, se dijo Kinsman mientras miraba. Levanté las manos como un indio explorador de los viejos tiempos.
Marretthizo desaparecer la imagen abruptamente.
—El gobierno se está comiendo los codos —dijo, con una amplia sonrisa—. Tenían todo perfectamente organizado: ningún periodista en el aeropuerto, nadie podía acercarse a ustedes…
—Pero resulta que había un camarógrafo entre la gente.
—¡Seguro! La mitad de ellos eran pagados por el gobierno. Estaban ahí para registrar los desórdenes.
—¿Estaba previsto que hubiera desórdenes?
—Es una vieja táctica —dijo Landau—. El gobierno infiltra agitadores entre la muchedumbre, los líderes naturales aprovechan la oportunidad para alentar sus pasiones, y comienza el desorden. Así los líderes naturales se identifican a sí mismos. Pueden ser prendidos por la policía durante los desórdenes o si eso no es posible, por lo menos quedan registradas sus fotografías. Pueden ser detenidos después.