Kinsman cerró los ojos.
—Estoy demasiado cansado como para comer. Por Dios, debemos de haber repetido lo mismo unas treinta veces…
—Dieciséis veces —corrigió Harriman, desde la mesa portátil donde estaba servida la cena—. Hay una docena más que viene mañana.
Landau se rascó la barba.
—Muy bien. Lo acostaremos entonces, y podemos alimentarlo con glucosa.
—No, señor. —La aversión de Kinsman a que lo agujerearan hizo que se sobrepusiera a la fatiga—. Prefiero comer comida real… —hizo volver el respaldo de la silla a su sitio y la condujo hasta la mesa—. Si es que me han dejado algo… —dijo, al observar los bocadillos que desaparecían rápidamente.
—Dieciséis veces —repitió Harriman pensativo, mientras sujetaba un bocadillo de carne con las dos manos—. Después de oírlos a ustedes dos durante todo el día y parte de la noche podría repetirlo de memoria y hasta en sueños.
—Lo haría dieciséis mil veces —dijo Kinsman—, si realmente creyera que vale la pena, y nuevamente dieciseis mil veces más.
—Valió la pena —dijo firmemente Marrett. Tenía una botella de cerveza en una de sus grandes manos; había ignorado el vaso—. Cada una de las personas que vino hoy está directamente conectada con su gobierno. No hubo ningún lacayo ni burócrata entre ellos. Tal vez no tengan grandes titulos protocolares, pero de todos modos los más importantes diplomáticos no son más que imbéciles.
—¡Eh, un momento! —interrumpió Harriman, frunciendo las cejas.
Marrett levantó su botella de cerveza a modo de saludo.
—Los presentes están exceptuados.
Harriman mantuvo su dura expresión.
—Hay un montón de comentarios desagradables que podría hacer sobre los ingenieros.
—Soy meteorólogo.
—¡Peor todavía!
Landau acercó una silla y se sirvió uno de los últimos bocadillos que quedaban.
—¿Cree que entendieron lo que usted les estaba diciendo? —le preguntó Kinsman a Marrett.
—Sí. Ya conocían el asunto antes de venir aquí; De Paolo se encargó de eso. Sólo tenían que conocerlo a usted, estudiarlo y comparar eso con los cálculos de lo que pueden perder o ganar si apoyan el proyecto de De Paolo.
Kinsman sacudió la cabeza y sintió una nueva punzada de dolor a causa del motor de servicio que estaba detrás de su oreja.
—Tengo mis dudas respecto de esos planes —dijo—. Aunque asegura que no pretende una dictadura mundial…
—Si lo que quiere saber es si puede confiar en él —dijo Marrett—, mi respuesta es que se trata de un hombre honesto. Lo que dice es lo que realmente quiere.
—¿Y la gente que lo rodea? —preguntó Kinsman—. ¿Y los que vengan después?
Marrett comenzó a encogerse de hombros, pero Harriman dijo:
—¿Y qué demonios esperabas, Chet?
—¿Qué quieres decir?
Con un movimiento de la cabeza Harriman explicó:
—¿No ves que los planes de De Paolo son una extensión lógica de tus propios proyectos? Uno sigue al otro como el día sigue a la noche. Lo que él está haciendo es construir una estructura permanente, mientras que tú has estado improvisando tiendas y casillas. De Paolo tiene una visión más larga que la tuya, mi querido amigo. Lo que él quiere es un sólido edificio.
—¿Quieres decir… una cárcel?
Harriman puso muy mala cara.
—No confundas las cosas. El único modo de impedir una guerra atómica es crear una fuerza más poderosa que las naciones. Selene por sí misma no puede ser esa fuerza, pero De Paolo quiere un gobierno redituente internacional, con fuerza. Eso es lo que necesitamos. ¡Demonios, hasta Woodrow Wilson se habría dado cuenta de eso! Pero hasta ahora ninguna organización internacional ha tenido la energía suficiente como para imponerse a todas las naciones. Pues bien, ahora la tenemos…, o la tendremos, mejor dicho.
—De acuerdo —confirmó Marrett—. Haremos una cosa nueva de todo esto. Un auténtico gobierno internacional. La era del nacionalismo ha concluido, está terminada. Concluyó con el primer Sputnik. Lo único que estamos haciendo ahora es construir algo efectivo que la reemplace para rnantener al mundo con vida.
Marrett bebió largamente de su botella de cerveza. Cuando la dejó puntualizó:
—Escuchen, un gobierno mundial no va a resolver los problemas del planeta de la noche a la mañana. Además, siempre existe el peligro de una dictadura a escala mundial. Pero comparado con lo que tenemos ahora, un gobierno mundial me parece magnífico.
Harriman aseveró:
—Chet, es una cuestión de toma y daca. Si queremos que esos países reconozcan a Selene, si queremos ser admitidos en las Naciones Unidas, y queremos sacarnos de encima a los Estados Unidos y la Unión Soviética , entonces tenemos que hacerle el juego a De Paolo. No hay elección. Es una cuestión de realismo político. Ayudemos a De Paolo a conseguir lo que quiere, y él nos ayudará a conseguir lo que nosotros queremos. Toma y daca.
—Mientras, la entera raza humana espera —agregó Marrett.
Kinsman preguntó:
—Esta gente con la que hablamos hoy… ¿irán a hablar con sus respectivos gobiernos?
—Están volando de regreso en este mismo momento —dijo Marrett—. De ahora en adelante, quien manejará todo es De Paolo. Lo que necesitamos de usted es que acepte cumplir con su papel.
—Y eso hará que un bloque suficientemente grande de naciones vote nuestra admisión en las Naciones Unidas.
—Siempre y cuando ninguno de los miembros del Consejo de Seguridad vete nuestra solicitud —señaló Harriman.
—Eso quiere decir Rusia y los Estados Unidos…
—Así es.
—¿Y por qué han de portarse tan bien con nosotros?
—Porque De Paolo les informará que el control del clima ya es un hecho —replicó Marrett—. No pueden permitirse el lujo de quedar fuera… en el frío, la tormenta, la sequía, las inundaciones.
Kinsman lo miró fijamente:
—¿Y eso realmente se puede hacer?
—Y muy bien. —Marrett puso sus grandes puños sobre la mesa—. Se ha estado haciendo en pequeña escala desde la década del cincuenta. Se ha usado en la guerra, principalmente para aumentar las lluvias y provocar inundaciones, o por lo menos para arruinar cosechas que no toleran demasiada humedad. En realidad es más fácil hacerlo en gran escala; uno tiene mayor número de factores de refuerzo a su favor.
Harriman intervino:
—Además, los Estados Unidos y Rusia ya han comenzado a portarse bien con nosotros. Han permitido que partan esos inmigrantes, incluidos los hijos de Leonov.
—Sí… —Kinsman quiso hacer un gesto con la cabeza, pero en cambio se dio cuenta que estaba pestañeando, como hacía Pete—. Pero pidieron un aplazamiento de mi discurso ante la Asamblea General.
—En ese punto, yo estoy de acuerdo con ellos —dijo Landau—. Debe evitar cualquier esfuerzo no necesario y regresar a Selene tan pronto como sea posible.
Kinsman ignoró a Landau.
—Pero, ¿por qué insistieron en el aplazamiento?
Marrett se encogió de hombros.
—¿Y a quién demonios le interesa? Con eso le dan más tiempo a De Paolo para poner a cada uno en su lugar. El factor tiempo nos favorece.
—¿Le parece? —se preguntó Kinsman—. ¿Realmente nos favorece?
VIERNES 31 DE DICIEMBRE DE 1999, 17:00 HT
En el Pacífico y en gran parte de Asia ya era el Año Nuevo. Multitudes de gente en vacaciones lo estaban celebrando en las cálidas calles veraniegas de Melbourne y Sidney. En Tokio, donde las costumbres occidentales eran vistas con desagrado, las calles estaban silenciosas. Una Luna menguante atravesaba los cielos de China, las vastas extensiones con altas rocas e hielos del Himalaya, y el cálido subcontinente de la India. Si acaso el nuevo milenio era festejado en esos lugares, las celebraciones eran silenciosas, en las casas particulares o en los palacios de gobierno. O en los santuarios.