En Florida era mediodía. Cincuenta hombres, mujeres y niños que habían viajado de todas partes del mundo hasta el Centro Espacial Kennedy eran alejados del brillante y plateado avión cohete que ellos creían los esperaba.
Se veían cansados y más que nada sorprendidos mientras marchaban en dentada fila bajo el sol de la Florida , sobre el cemento que reverberaba con el ligero velo de niebla producido por el calor, custodiados por los ojos de los guardias uniformados, protegidos con cristales oscuros. Estaban mejor vestidos que la mayoría de los grupos de refugiados, pero aun así daban una impresión de oscura desesperación a los técnicos y agentes de seguridad que los observaban. En una docena de lenguas diferentes se preguntaban los unos a los otros:
—¿Por qué? ¿Qué es lo que causa la demora? ¿Cuándo podremos partir?
Con el inexpresivo acento del medio oeste, un mayor del ejército con el pelo muy corto les dijo:
—Hemos sufrido algunas dificultades técnicas en el avión cohete que los llevará a la Estación Espacial Alfa. Les daremos más información tan pronto como sea posible.
Los refugiados fueron conducidos a instalaciones muy confortables equipadas con aire acondicionado, dormitorios separados, televisión en colores y una cafetería gratuita.
—Son huéspedes del gobierno de los Estados Unidos de América —les dijo alegremente el mayor.
Los cien soldados que estaban controlando sus pistolas automáticas, sus granadas de gas y sus pequeñas lanzas eléctricas, estaban acuartelados a sólo medio kilómetro de distancia, en un edificio de cemento gris que no gozaba de ninguna comodidad excepto por una fila de máquinas expendedoras de bebidas gaseosas. Estas máquinas funcionaban con monedas de medio dólar.
El sol se movía hacia la otra parte del mundo, y la línea de la medianoche se deslizaba en dirección a occidente llevando consigo al nuevo año y al nuevo milenio. En Nueva York, a las cinco de la tarde ya estaba oscuro. Un frío viento había barrido la ciudad durante todo el día y ahora, mientras Kinsman estaba de pie junto a las altas ventanas de su habitación en el edificio de la Secretaría General de las Naciones Unidas, pudo ver una aislada estrella allá en lo alto del cielo oscuro.
¿Júpiter? O tal vez Saturno.
—Debería mantenerse sentado.
La pesada voz de Alexei Landau se oyó desde el otro extremo de la habitación. Kinsman se volvió lentamente, con el acompañamiento de una sinfonía de ruidos de motores eléctricos.
—Alex, tengo que moverme un poco. No puedo estar en esa maldita silla todo el tiempo.
Pero me resulta difícil estar de pie, admitió para sí mismo. Me duele la espalda, la cabeza me pesa. Estoy decayendo como un caso geriátrico.
—Ese fue el último de los visitantes —dijo de mal humor Harriman, desde el escritorio.
También él está cansado. Y siente la tensión de estar encerrado en esta habitación, se dio cuenta Kinsman.
—Ted —llamó—, ¿qué te parece si nos preparan una visita guiada por el edificio?
—¿Eh? —el meteorólogo se mostró sorprendido.
—Absolutamente imposible —dijo Landau—. Lo prohibo.
—¡Alex, nos estamos volviendo locos aquí encerrados!
Landau sacudió la cabeza.
—El aire allá afuera está lleno de virus y bacterias, polvo, suciedad, contaminantes… No, es imposible.
Kinsman arrugó la frente y dijo:
—¡Me pondré la máscara de oxígeno, por el amor de Dios!
—Y lo podemos llevar en la silla —agregó Harriman.
Marrett estuvo de acuerdo.
—Podemos llevarlo al subsuelo y cruzar hasta la sala de la Asamblea general. Es un lugar impresionante. No habrá nadie.
Landau puso mala cara, pero dijo:
—Necesito unos instantes para preparar mi maletín. Si llegara a ocurrir algo quiero estar preparado.
—¡Estupendo!
Kinsman movió sus manos para aplaudir, pero los movimientos automáticos de los motores estaban levemente mal sincronizados, y sus palmas se golpearon ligeramente descentradas produciendo un ruido seco en lugar del habitual aplauso. Se ubicó en su silla y dijo:
—Y mientras esperamos, controla los horarios del avión cohete. ¿La hora de partida sigue siendo las diez?
Harriman dijo:
—Llamé a Kennedy hace quince minutos. Estarán listos para llevarnos a las diez.
—Se perderá las celebraciones de fin de año —dijo Marrett.
—¿Aquí? Mirar la fiesta por televisión no coincide con mi idea de lo que es divertirse, aun cuando sea en un equipo tridimensional —dijo Kinsman—. Prefiero estar en viaje a casa.
—Llegaremos a Alfa más o menos una hora después que los inmigrantes —dijo Harriman—. Ya tendremos bastante fiesta con ellos.
Constituían un extraño cuarteto: Marrett abría la marcha, una figura alta, con el vientre liso de un atleta envejecido, los ojos duros y masticando un cigarro apagado; Harriman caminaba junto a la silla de ruedas de Kinsman, regordete y redondo como un querubín de edad madura; el mismo Kinsman con su esqueleto de otro mundo —todo metal y motores—, y la cara cubierta por una verde máscara de oxígeno; y por fin Landau, alto y taciturno: una triste y barbada imagen que caminaba detrás de la silla esperando una tragedia.
No había habido un embotellamiento del tráfico en la ciudad de Nueva York desde hacía años. La mayor parte de la gente que entraba y salía de Manhattan todos los días era transportada en autobuses y trenes del gobierno, y los coches privados habían desaparecido casi completamente. Pero en esta noche en particular, todo el mundo se lanzaba hacia Manhattan.
Los autobuses estaban totalmente llenos, como así también los trenes. Se veían extravagantes coches a gasolina, había gente pedaleando bicicletas. Se apiñaban en los puentes y en los túneles, donde las barreras para pagar el peaje habían sido levantadas por un gobierno extrañamente generoso. La ciudad se iba llenando, esa ciudad que normalmente quedaba vacía y silenciosa después de la caída del sol. Times Square ya estaba llena de gente y por primera vez en una década el sistema de computadoras para el tráfico de Manhattan se descompuso.
Cesó el viento, y las nubes ya no pasaban delante de la Luna. Esa noche sería fría, pero ninguno de los que habían venido a divertirse festejando el Año Muevo se daría cuenta de ello.
La sala de reuniones de la Asamblea general estaba vacía. Casi vacía, en realidad: un grupito de escolares estaban reunidos alrededor del atril de los oradores con los ojos muy grandes ante el esplendor de la madera auténtica, de los tapizados de felpa, de los cuadros y esculturas encargadas a través de los años por las Naciones Unidas. La sala estaba profusamente decorada por los trabajos de los mejores artistas del mundo.
Todo eso para nada, pensó Kinsman desde el extremo donde estaba sentado, cerca de las últimas filas de asientos para visitantes. Sentía el sabor del oxígeno en su boca, el frío del gas y el leve gusto a plástico, mientras contemplaba la espléndida e inútil sala. Cuántas esperanzas han sido traídas aquí de todas partes del mundo… y se las ha dejado morir. Sepultadas con palabras.
Advirtió que había un enorme cuadro de una escena submarina, muy abstracto pero muy reconocible: el pez grande se come al pequeño.
Los niños salían ya por uno de los pasillos, tal vez para retirarse. La maestra entró en conversación con Marrett, por alguna razón. Era una mujer regordeta y de pelo gris, con una sonrisa brillante y manos expresivas.
Marrett volvió unos pasos hacia Kinsman.
—Chet, esos niños son hijos de los empleados de las Naciones Unidas. La mayoría son gente del lugar; los padres trabajan como oficinistas, porteros y cosas por el estilo. Algunos de los niños quisieran hablar con usted.