Con su máscara de oxígeno, Kinsman no podía sostener una conversación. Alzó una mano y señaló hacia el ciclo.
—Arriba… —tradujo Marrett—. ¿Hablará con ellos en sus habitaciones?
Kinsman hizo un gesto afirmativo con las manos y guiñó un ojo. Por lo menos eso lo puedo hacer sin ayuda, pensó.
Landau dijo:
—Lo podrán visitar sólo por unos minutos.
—Muy bien —dijo Marrett—. Usted lo lleva arriba y yo mantendré a los niños ocupados con una rápida visita al centro meteorológico. Estaré con ustedes en unos quince o veinte minutos. ¿Les parece bien?
Kinsman asintió con la cabeza y Landau estuvo de acuerdo.
El nuevo milenio ya había llegado a Moscú, Teherán y Tel Aviv. Berlín, Roma y las otras capitales de Europa se preparaban a recibirlo. Los titulos de las noticias proclamaban LA AMENAZA DE GUERRA DISMINUYE en cuarenta lenguas diferentes. Una multitud feliz y expectante se movía por las calles de Londres, y en Nueva York los clubes y restaurantes que normalmente cerraban a la caída del sol comenzaban a llenarse. Las calles estaban atestadas de gente. Los carteristas y las prostitutas tenían más trabajo del que podían aceptar.
En la Florida , a las cinco y media hora estándar del este, las tropas comenzaron a embarcarse en el avión cohete. La totalidad del Centro Espacial Kennedy había sido aislado de miradas indiscretas. Los periodistas estaban encerrados en la misma elegante prisión de los refugiados.
En Washington, el corpulento hombre de ojos irritados se deslizaba penosamente en su silla mientras observaba el embarque de las tropas por un circuito cerrado de televisión.
—¿Despegarán a las seis? —preguntó por centésima vez.
—Si no hay imprevistos —respondió un coronel de la Fuerza Aérea—. Deberán apoderarse de Alfa poco antes de la medianoche, según los planes. Kinsman y su comitiva llegarán después de la una de la mañana.
El hombre asintió con la cabeza.
—¿Puedo preguntar algo? —dijo el coronel—. ¿Porqué le permitimos partir a Kinsman? ¿Por qué no dejarlo aquí, en nuestro poder?
—Un mártir muerto es peor enemigo que un traidor vivo.
—Oh, entiendo. Ah; el coronel Colt debe haber llegado ya a Nueva York…
El hombre expresó lo más que pudo una sonrisa.
—Sí, lo sé.
Colt estaba allí cuando Kinsman regresó a sus habitaciones. Harriman mantuvo la puerta abierta mientras él entraba en su silla de ruedas; Landau venía detrás. Colt estaba de pie junto a las ventanas, mirando la noche afuera y el insólito brillo de las luces de la ciudad.
Después de maniobrar con su silla y quitarse la máscara de oxígeno, Kinsman dijo:
—Esta sí que es una agradable sorpresa. ¿Qué te trae por aquí? Creí que estabas en la Florida.
Hizo un gesto con los hombros y respondió:
—No podía permitir que estuvieras tan cerca sin venir a saludarte y desearte un feliz Año Nuevo.
Harriman dijo:
—El viejo y sentimental Frank.
—Ajá —replicó Colt—. Sentimental. Eso es exactamente lo que soy.
—Me alegra verte —continuó Kinsman—. Coronel del aire, ¿no? —Colt no dijo nada. Kinsman hizo un gesto señalando una silla mientras maniobraba la suya hasta las ventanas—. No se puede ver la Luna … demasiado cerrado el cielo.
Landau comenzó a organizar sus instrumentos sobre el escritorio.
—Pensé que estarías ocupado con la cuenta regresiva en Kennedy —le dijo Kinsman a Colt.
—Todo está en orden; no necesitan que les esté encima. Si hay algún problema, siempre me pueden encontrar aquí.
Kinsman le sonrió.
—Ya no te pareces en nada al bastardo y fastidioso Frank Colt que yo conocía y quería.
Colt se volvió hacia otra parte, lentamente.
—Ahora soy un estúpido coronel. Tengo que mostrar cierta dignidad. Además, prefiero estar aquí contigo.
—¿Cómo es que el primer envío de inmigrantes parte desde la Florida ? —quiso saber Harriman—. ¿Por qué no desde aquí, el aeropuerto civil?
Colt no respondió. Se pasó la lengua por el borde de los dientes inferiores y frunció la frente.
Por Dios, qué tenso está, pensó Kinsman.
—Escucha —dijo por fin Colt—. Yo…
La chicharra de la puerta los sorprendió a todos. Kinsman hizo girar su silla mientras Harriman corría hasta la puerta y la abría.
Cuatro niños con rostros solemnes hicieron su aparición. Eran tres muchachos y una chica. El mayor tendría como máximo diez años. La niña y uno de los muchachos eran de piel oscura, tipo latino. Portorriqueños, probablemente. Había un muchacho negro. El cuarto era un pelirrojo con pecas, un astuto y callejero Huckleberry Finn.
Y además, la maestra.
—¡Oh, es muy amable de su parte permitirnos esta visita! Me imagino que debe estar sumamente ocupado…
La mujer continuaba hablando con Harriman mientras hacía entrar a los niños a la habitación, como una gallina empuja sus polluelos. Los niños miraban y permanecían en silencio, pero la maestra no cesaba de hablar. Kinsman se dio cuenta inmediatamente que hablaba sólo para calmar su nerviosismo. Usaba el mismo tono que seguramente empleaba en clase para dirigirse a los niños.
—¡Oh! Y usted debe ser el señor Kinsman. Chester Arthur Kinsman. ¿Le pusieron ese nombre por el presidente Arthur? ¡Y vive en la Luna ! Qué interesante, ¿verdad, niños? ¿Les gustaría vivir en la Luna alguna vez?
La niña extendió una mano hacia el esqueleto exterior de Kinsman.
—¿Por qué lleva eso?
Kinsman le sonrió. La antigua fascinación por la Luna.
—Lo necesito para poder moverme. ¿Ves? —Levantó un brazo, y los niños dieron un paso hacia atrás al oír el ruido de los motores—. Mis músculos están acostumbrados a la gravedad de la Luna , que es mucho menor que la gravedad de aquí. Estoy muy débil como para moverme solo. Ustedes son mucho más fuertes que yo, estoy seguro.
Eso le dio coraje a uno de ellos, el niño negro.
—Mi padre dice que usted es un traidor. Que se ha portado mal con los Estados Unidos —dijo.
—Lamento que piense de ese modo —respondió Kinsman—. El pueblo de la Luna quiere ser libre. No queremos dañar a los Estados Unidos, ni a nadie. Queremos simplemente ser libres.
—Cando sea grande —preguntó el muchacho portorriqueño—, ¿podré ir a la Luna ?
—Seguro. Y podrás vivir allá si quieres.
—¿Tendré que usar esas cosas? —señaló el esqueleto.
—No —dijo Kinsman, riendo—. Esto es sólo para los ancianos débiles como yo. Y en la Luna …, ni siquiera yo lo necesito.
Le hicieron otras preguntas, y luego la maestra comenzó a empujarlos hacia afuera.
—¿Y las niñas también podemos ir a la Luna ? —preguntó la muchacha.
—Sí, por supuesto.
—Ahora debemos irnos, niños. El Señor Kinsman está muy cansado. Es muy difícil para un hombre de la Luna vivir aquí en la Tierra. ¿Huelen el aire? ¡Hasta el aire es diferente!
—Yo no huelo nada.
—Eso es precisamente lo que quiero decir —explicó la maestra.
Ya estaban todos en el vestíbulo y la puerta se estaba cerrando cuando uno de los niños gritó:
—¡Maldito traidor! ¡Ya te pescaremos!
—¡George! —lo riñó la maestra—. Qué lenguaje es ése. ¡Y gritando en el vestíbulo!
Grítalo desde los techos, muchacho, pensó Kinsman. Sé un auténtico patriota.
Harriman cerró la puerta de un puntapié.
—George debe estar por ascender a mayor.