Выбрать главу

Landau se levantó de su silla y volvió al escritorio.

—Chet, debo examinarlo…

—¿Más sangre? Hugh, ordena algo para la cena, ¿quieres? Frank, te quedarás con nosotros, ¿verdad?

—Tendría que irme…

—Vamos —insistió Kinsman—. Te dejaremos en libertad más tarde. Tenemos que estar en el aeropuerto para partir a las diez. Y puedes mirar el lanzamiento de los inmigrantes por televisión.

De modo vacilante Colt se levantó, y fue hasta los controles de la televisión. Con el mismo desgano Kinsman dirigió su silla hacia Landau, quien sostenía una hipodérmica.

Todo el trafico había sido organizado alrededor de la plaza del Times. Los policías en servicio —a caballo, en carros blindados, en helicópteros— llevaban equipo antimotines: cascos reforzados, visores plásticos, máscaras antigás, el armamento de combate de un infante. Miles de personas llegaban a la plaza, y más aún se iban congregando en diversas partes de Manhattan. En unos cuarteles ubicados estratégicamente alrededor de la isla, el Ejército tenía varias compañías de hombres a bordo de transportes militares y tanques de combate ligeros.

Washington Square, Columbus Circle, la Amsterdam Avenue Mall se iban llenando de millares de personas. Las botellas, porrones y píldoras circulaban libremente, a pesar de que la policía patrullaba los bordes del gentío y volaba por sobre éste con poderosos reflectores que se movían de un lado a otro. Pero la gente estaba contenta, riéndose y celebrando. Enormes pantallas de televisión habían sido instaladas en las calles para mostrar el lanzamiento desde el Centro Espacial Kennedy.

Frank Colt fumaba un cigarrillo sentado en el sofá, y observaba los momentos finales de la cuenta regresiva. El avión cohete estaba apoyado sobre la cola, bañado por el brillo de una docena de enormes reflectores. La torre de servicios había sido ya retirada, y sólo un hilo de vapor del tanque de oxígeno líquido indicaba que el aparato estaba ocupado y listo para ser lanzado.

El comentarista de la televisión decía:

—En uno de los más generosos actos de buena voluntad internacional que se hayan visto en esta década, los Estados Unidos permiten que cincuenta personas de distintas nacionalidades se embarquen en este histórico viaje a la Luna , a pesar del hecho de que las instalaciones lunares continúan siendo legalmente territorio americano…

Landau estaba muy serio cuando guardó su equipo médico. Harriman estaba hablando por teléfono, controlando nuevamente la preparación de su propio avión cohete en el aeropuerto Kennedy.

Kinsman estaba sentado cansadamente en su silla especial. Los exámenes médicos no sólo lo deprimían: lo dejaban físicamente exhausto.

La chicharra de la puerta sonó. Era la cena que llegaba.

—¡No otra vez!

El general Maksutov escuchó durante cuatro minutos sin interrupción junto al reloj digital que tenía sobre el escritorio metálico. Su cara se mostraba cada vez más incrédula y ceñuda al mismo tiempo. Finalmente puso el teléfono sobre la mesa. Sus últimas palabras habían sido: “Sí, señor. ¡Inmediatamente!”

—Dimitri —dijo a su ayudante, que estaba sentado frente a él con una copa de champaña en la mano—, era un llamado del cuartel general. Debemos prepararnos para tres lanzamientos tripulados inmediatamente. —Dimitri dejó caer la copa de champaña—. El Servicio de Inteligencia asegura que los americanos están en camino de recapturar sus estaciones espaciales. Si no recuperamos las nuestras de manos de los contrarrevolucionarios, los americanos se las quedarán en cuestión de horas.

—Pero… ¿tres lanzamientos tripulados? ¿Ahora mismo?

El general Maksutov asintió amargamente con la cabeza.

—Despierta a los hombres. Tripulación completa, con equipo completo. Llamare a Andrei y le daré las buenas noticias. Hay que alertar también a los equipos de tierra; encárguese de eso.

El ayudante asintió sin decir palabra y se levantó con esfuerzo de la silla. Distraídamente advirtió que la copa no se había roto. La recogió del suelo alfombrado y la colocó sobre el escritorio.

—Haga que la enfermería distribuya pildoras para no dormir. Y será mejor que usted se tome algunas.

—Sí, señor…

—Feliz Año Nuevo, camarada —dijo amargamente el general—. Y feliz nuevo milenio.

Dimitri sacudió la cabeza.

—Se parece demasiado al viejo.

—Así es, ¿verdad? Excepto que allá en el siglo veinte no teníamos la obligación de matar a nuestros propios compatriotas. Ni usted ni yo.

El lanzamiento pudo verse en las gigantescas pantallas de televisión instaladas en Times Square y otros lugares donde se había ido reuniendo la muchedumbre; todos observaban. Era un mar humano que murmuraba, mientras se sucedían los últimos segundos de la cuenta regresiva y el brillante avión cohete, bañado por la luz de los reflectores, esperaba dibujando su silueta contra el apacible cielo de la noche de la Florida. Esperaba , esperaba…

—Tres… dos… uno… ¡Ignición!

Por un instante nada ocurrió. Luego una chispa color naranja apareció debajo de la cola del avión cohete, y se convirtió en un enorme brillo amarillo fuerte que hizo empalidecer los poderosos reflectores.

La multitud lanzó murmullos de admiración.

El avión cohete se separó del suelo, y el candente brillo se extendió cada vez más. Fue reflejado por las brumas bajas que surgían del cercano mar, y todo el cielo tomó el color del cobre recalentado. Las estrellas desaparecieron. Una luz cobriza anaranjada que parecía la del día se extendió sobre el llano cabo de la Florida. Los edificios, las palmeras y los vehículos que habían estado perdidos en la oscuridad de la noche eran ahora perfectamente visibles, y el ruido, el trueno que corría resonando como si fuera el aullido de un millón de demonios impresionó a la muchedumbre con fuerza palpable.

La gente balbuceaba su temor respetuoso. Y el comentarista de la televisión continuaba hablando:

—El despegue ha sido perfecto, perfecto… La nave toma con decisión y precisión su rumbo, con el primer cargamento de inmigrantes interplanetarios en la historia de la raza humana…

La cena había sido silenciosa, tensa. Kinsman y los tres hombres que lo acompañaban habían comido casi sin hablar, observando la pantalla de la televisión que alternaba tomas de la cuenta regresiva del avión cohete con las del gentío que para festejar la llegada del Año Nuevo se había reunido en Manhattan, y largos y aburridos períodos de espectáculos.

—Bien, Frank —dijo Kinsman, mientras la gran pantalla mural mostraba una imagen telescópica del avión cohete—. Ya puedes estar tranquilo. Partieron sin ti.

—Ajá —respondió Colt.

Está deprimido… ¿Qué es lo que lo molesta? Kinsman sabía que algo no estaba bien, pero le dolía demasiado el cuerpo como para pensar. Ahora sé cómo debe haberse sentido Atlas, sosteniendo el mundo…

—Chet —dijo Landau—, debemos comenzar a prepararnos para el viaje al aeropuerto. Tendrá que llevar la máscara de oxígeno. Además, debo revisarlo nuevamente.

Kinsman quiso hacer un gesto con la cabeza, pero ni siquiera lo intentó.

—De Paolo nos enviará dos coches además de la escolta —dijo Harriman—. Nada de policía federal ni local esta vez. Nos escabulliremos silenciosamente.

Súbitamente Kinsman se volvió hacia Colt.

—Frank… ¡ven con nosotros!

—¿Al aeropuerto?

—No. ¡A Selene! Vamos… Sabes lo que estamos tratando de hacer allá, y sabes que la vida aquí puede ser una porquería. Únete a nosotros.

Colt reaccionó apartando su silla de la mesa.

—¿Yo? ¿Hablas en serio? ¿Quieres que yo…?

—¿Por qué no?

—¿Después de lo que hice?

—Eso es pasado. Y ahora estamos construyendo para el futuro. Tú puedes ayudarnos. Estarás mucho más feliz en Selene que haciendo el soldadito aquí en la Tierra.