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—¿Estás tan seguro de que eso sería lo mejor?

—Estarán mucho mejor aquí.

Su cara comenzó a hacer rápidos gestos, como los de un conejo.

—No están tan mal. Tienen una buena casa, administrada por el gobierno. Tienen dos habitaciones exclusivamente para ellos. Es una buena ubicación, no hay violaciones de domicilio y ni siquiera racionamiento de electricidad, excepto en verano.

—Tráelos aquí —repitió Kinsman.

—¿Realmente crees que debería hacerlo?

—Yo arreglaré los papeles. Hazlo mañana mismo.

El otro no parecía muy decidido.

—Quizás tenga razón…

Magnífico modo de comenzar una fiesta, pensó Kinsman. Tratando de averiguar si su mujer y sus hijos van a desaparecer este mes o el que viene. Ellen se acercó a él.

—¡La vista desde aquí es increíble!

Kinsman volvió su atención hacia ella. Llevaba un bikini verde y amarillo.

—Ciertamente es increíble —confirmó él.

Los ojos de ella brillaron al mirarlo.

—Oh, sabía que dirías eso…

—Tú me diste el motivo —replicó él.

—Estaba probándote —dijo ella, altanera—. Como Pavlov con sus perros.

—Muy bien, ya has hecho sonar la campana y estoy salivando —dijo Kinsman, con una sonrisa.

—Un incurable caso de machismo —murmuró Ellen.

Kinsman estaba por responder cuando Kelly señaló con la cabeza hacia la entrada de la escalera.

—Aquí viene el doctor Faraffa.

—Ahora verás lo que es un auténtico machista —susurró Kinsman a Ellen.

El doctor Faraffa era un poco más alto que Kelly, y tenia una amplia y bronceada cara sin las facciones aquilinas a menudo asociadas con los árabes. Se dirigió directamente a Kinsman, saludando brevemente con la cabeza a Kelly cuando pasó junto él… e ignorando totalmente a Ellen.

—Coronel —dijo con su voz melosa y oscura como el tabaco turco—, he sido informado por mis colegas en Alfa acerca de una posible crisis.

La voz corre rápido, pensó Kinsman.

—Creo que cualquier rumor sobre eso es completamente infundado —dijo Kinsman, cautelosamente.

Faraffa se le acercó lo suficiente como para que Kinsman sintiera su aliento en la cara. Tenía un olor a algo dulce, casi empalagoso.

—¿Infundado? Es posible. Como la ocupación de los emiratos petroleros por parte de sus Infantes de Marina… En su momento eso fue un rumor infundado.

Kinsman se encogió de hombros.

—No soy diplomático. Los Infantes de Marina y la ocupación son cosas reales. Una nueva crisis no lo es.

—No todavía.

—Exacto. No todavía —repitió Kinsman.

—Si una crisis semejante ocurriera, me imagino que todos los extranjeros de aquí van a querer regresar a sus hogares —dijo Faraffa.

Sólo si son estúpidos, pensó Kinsman. Pero dijo:

—Siempre hacemos todo lo posible por satisfacer a nuestros visitantes.

—Por supuesto.

—Dentro de los límites, como es lógico —agregó Kinsman.

Las cejas de Faraffa se arquearon hacia arriba. Luego agregó, con una ligera sonrisa:

—Entiendo que la reunión de esta noche es para celebrar su cumpleaños. Felicidades.

—Gracias.

Kinsman se pudo dar cuenta, por la expresión de Ellen, lo que ésta pensaba del intento del egipcio por arruinar la sorpresa de la fiesta.

—Es muy interesante —continuó Faraffa—. Usted es el hombre más conocido de Selene. Todo el mundo lo conoce y lo admira, hasta los rusos.

Kinsman se encogió de hombros.

—Mi vida es un libro abierto.

—No tanto. —La voz de Faraffa se convirtió casi en un murmullo, pero era una delgada daga sonora: más dura, más aguda—. He intentado saber algo más sobre su vida. Estoy interesado en usted, coronel. Sin embargo, aun cuando los archivos de la computadora estan completamente abiertos, sólo se extienden unos pocos años hacia atrás. Antes de eso su ficha personal está en blanco. Un bíanco total. Usted es un hombre sin pasado, coronel Kinsman.

Con gran calma Kinsman replicó:

—Las fichas personales llegan hasta el momento en que por primera vez me hice cargo del comando de Moonbase.

—Pero no más allá.

—No más allá.

—¿Por qué es eso? Todas las otras fichas llegan hasta la fecha de nacimiento.

Kinsman, tratando de evitar que sus manos temblaran, manteniendo su voz baja y un tono tranquilo y eligiendo sus palabras cuidadosamente, replicó:

—Hay un resumen de mi carrera hasta el momento en que me hice cargo del comando de Moonbase. También está ahí mi fecha de nacimiento.

—Así es.

—No hay necesidad de otros detalles.

—Un hombre sin pasado —repitió Faraffa—. Uno se pregunta qué es lo que usted trata de esconder.

—Sólo es modestia —dijo Kinsman, al tiempo que advertía que su voz se ponía tensa—. Tengo un sentido superdesarrollado de la modestia.

—¿O del misterio?

—Llámelo intimidad. Si usted quiere saber algo de mí, pregúntemelo.

—No —dijo Faraffa—. Le preguntaré a mi gobierno. Quizás ellos sepan más de lo que yo puedo averiguar.

Nunca. La información fue eliminada de todas las cintas. Hay sólo dos personas vivas en los Estados Unidos que saben la verdad.

—¿Por qué todo ese interés en los primeros años de mi vida? —Kinsman trató de que su voz sonara calma nuevamente.

Faraffa encogió visiblemente los hombros.

—Uh… llámelo curiosidad, coronel. Después de todo, soy un científico. Y los científicos somos tremendamente curiosos. Especialmente cuando nos encontramos ante un misterio.

—No hay ningún misterio —mintió Kinsman—. Pregúnteme lo que quiera saber y se lo diré. Incluyendo los tres meses que cumplí misiones de patrullaje desde Chipre.

La cabeza de Faraffa se echó para atrás.

De modo que usted realmente formó parte de la llamada “Fuerza de Patrullaje del Medio Oriente”.

—Así es, efectivamente.

—Ya me lo imaginaba.

El egipcio asintió con la cabeza y sonrió, más para sí mismo que para los que lo rodeaban.

—Lo único que tenía que hacer es preguntar —dijo Kinsman, mientras sentía que un sudor frío se deslizaba sobre sus costillas.

—Sí. Por supuesto.

Faraffa hizo una tiesa y breve reverencia —más con la cabeza que con el torso— y se marchó sin agregar una palabra más.

—¿Hay muchos visitantes extranjeros aquí? —preguntó Ellen.

—Unos cuarenta, más o menos… la mayoría son ingleses y europeos occidentales. Unos pocos japoneses, un par de africanos e hindúes. Y Faraffa.

—¿Nadie de Israel?

—No mientras Faraffa esté aquí.

Había más de cincuenta personas en trajes de baño alrededor de la piscina, y a cada instante entraba más gente a la cúpula. El color de piel que prevalecía era el blanco, con algunos morunos y sólo dos negros.

Varias personas estaban ya nadando, y el habitual grupo de exhibicionistas musculosos había desalojado a los adolescentes de los trampolines altos para hacer espectaculares —aunque pobremente coordinadas— zambullidas en la poca gravedad. Se deslizaban hacia abajo en cámara lenta, como en un sueño. El agua salpicaba alrededor de ellos con la misma languidez. La mayoría de la gente estaba sentada o de pie alrededor de la piscina, hablando y con copas en las manos.

Kinsman advirtió que había muy pocos rusos entre ellos. Leonov no está aquí, pensó. ¿Qué órdenes habrá recibido hoy?

—¡Ah, aquí estás! —dijo alguien.

Kinsman se volvió para ver a Hugh Harriman atravesando el gentío, con copas en ambas manos, dirigiéndose a él como un proyectil que se orienta por el calor. Harriman era bajo, regordete, calvo, barbudo, de ojos saltones, gritón, irreverente, malhablado, un cobarde confeso y probablemente el ser humano más inteligente en unos 384.405 kilómetros a la redonda.