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—Sí… Muy bien. —Colt volvió al teléfono.

Kinsman respiraba con mucho cuidado para no molestar a la bestia que estaba adormecida dentro de él.

—Haga lo que tenga que hacer, Alex, pero… no me haga dormir. Frank tiene razón. Tengo que estar despierto hasta que termine todo. Sólo me escucharán a mí. Quizá cuando Hugh regrese…

—Si es que regresa. Si ha tenido que salir del edificio, tal vez lo hayan detenido —dijo Colt.

—Podría intentar un bloqueo eléctrico para el dolor… —murmuró Landau, y fue hasta su equipo médico.

Colt estaba gruñendo y diciendo palabrotas en el teléfono.

—¿Ninguno de esos cretinos habla inglés? Maldita mierda.

Kinsman sonrió. Frank hizo su elección. Está con nosotros.

La pantalla mural mostraba un enorme reloj instalado en la fachada de una de las torres de Times Square. Indicaba las nueve cuarenta y ocho. La multitud era como una masa uniforme de gente ahora, balanceándose, cantando, hipnotizada.

—Ajá… ¿Quién habla? ¡Perry! Colt aquí.

Kinsman giró la cabeza demasiado rápido. El dolor lo atravesó como una lanza.

¡Dios mío, ni siquiera me puedo mover!

Colt se precipitó sobre él.

—Perry en el teléfono. Sin imagen, sólo la voz.

Empujó la silla de Kinsman hasta el escritorio.

—Chris, habla Kinsman…

¿Podrá oírme?, pensó. Mi voz se oye tan débil…

—Sí, señor, hemos estado tratando de comunicarnos con usted.

—¿Qué… ocurrió?

—La nave se negó a regresar. Hasta nos dispararon un proyectil.

¡Proyectil!

—¿Dónde? ¿Hizo mucho daño?

—Ningún daño. Lo interceptamos con un láser y luego le disparamos a la misma nave.

—¿A la nave?

Una larga pausa.

—Sí, señor. El radar confirmó el blanco. Estalló en pedazos; sólo quedan restos ahora.

Cien hombres. Sólo restos, en órbita… flotando igual que ella

—¿Señor?

—Sí. —Su voz era un gruñido. Un quejido.

—No podíamos hacer otra cosa. Se negaron a volver.

—Comprendo. Hizo lo que debía. Es mi responsabilidad, yo di las órdenes.

—Sí, señor.

El teléfono enmudeció.

—Ahora debe dormir —dijo Landau.

—No hay…

Pero Colt interrumpió.

—Miren eso…

Aumentó el volumen de la pantalla mural. Un comentarista de aspecto grave y sorprendido llenaba la pantalla. Estaba diciendo:

—…destruido por los rebeldes. El gobierno no ha hecho ninguna aclaración de por qué había tropas a bordo del avión cohete, ni se ha dicho nada acerca del grupo de emigrantes internacionales que debía haber llegado a la estación espacial a las 22 horas, hora del este. Repito: la Casa Blanca anunció hace pocos minutos que un avión cohete que llevaba cien hombres de la Policía Aeroespacial Americana, fue destruido por un rayo láser mientras se acercaba a la Estación Espacial Alfa esta noche. Cien americanos, además de la tripulación del avión cohete, también americana, han muerto. El avión cohete fue deliberadamente destruido por los rebeldes que se han apoderado temporariamente de la estación espacial. Fuentes de la Casa Blanca aseguran que habrá más información en pocos momentos.

La pantalla de televisión volvió a mostrar a la multitud de Times Square. Estaban como congelados en sus lugares, atontados, inmóviles. Las gigantescas pantallas de televisión alrededor de la plaza habían mostrado la misma información, y ahora una de ellas, la del canal de educación pública, estaba mostrando un dibujo del avión cohete acercándose a la estación espacial. El avión desapareció en un relámpago de luz enceguecedora.

—Trabajan con rapidez, los bastardos…

La escena cambió a un comentarista de televisión que estaba en la calle, tibiamente envuelto en un traje calefaccionado eléctricamente. Tres policías bien armados estaban detrás de él.

—La multitud aquí parece atontada, bombardeada, totalmente incapaz de creer en esta súbita y trágica noticia —dijo por el micrófono que tenía en los labios.

Luego se produjo un griterío y un movimiento de la multitud. La imagen se interrumpió y volvió a la cámara mas alta, sobre uno de los edificios alrededor de la plaza, pero la voz del comentarista continuó diciendo:

—Se ha producido un gran griterío. No sé si ustedes pueden entender lo que están diciendo. Es más bien grosero la mayor parte de lo que gritan. El espíritu de lo que dicen es más o menos: “Los rebeldes selenitas han matado a cien americanos”. Hay furia aquí. Auténtica furia.

Kinsman oyó claramente el agudo y penetrante grito de una mujer:

—¡Los bastardos están en el edificio de las Naciones Unidas!

—La muchedumbre comienza a moverse —estaba diciendo el comentarista.

—Pronto estarán aquí —dijo Kinsman.

Colt asintió con la cabeza.

—Están comenzando a salir de la plaza. Y la policía militar no les impide hacerlo.

La policía no hizo nada cuando la muchedumbre comenzó a abandonar Times Square. Las imágenes de la televisión cambiaron, mostrando escenas similares en todo Manhattan.

Kinsman intentó sentarse.

—Frank… tenemos que llegar al avión cohete. Ahora.

El dolor aumentó dentro de él. Era como si rieles de acero ardiendo le cruzaran el pecho, los brazos, y luego por todo el cuerpo. ¡No!, gritó dentro de sí. ¡Todavía no! Pero no podía ver nada. Todo se volvió negro.

A la distancia oyó la voz alarmada de Landau:

—Es demasiado… demasiado…

VIERNES 31 DE DICIEMBRE DE 1999, 23:58 HT

Había algo que lo hacía sacudirse. Un murmullo como un quejido le hacía vibrar los huesos. No podía moverse. Sentía que su cuerpo estaba adherido a alguna cosa.

Una voz… ¿La de Marrett? La voz gritaba por sobre el ruido de un motor.

—Les dije que les daríamos la más seca de las malditas primaveras que jamás se haya visto en el continente. Y lo haremos. De Paolo está hablando por teléfono con el presidente en este momento.

Kinsman se esforzó por abrir los ojos. Fue todo un esfuerzo de voluntad. Su cabeza estaba vuelta hacia una pequeña ventana. Comenzó a comprender lentamente en su nebuloso cerebro: helicóptero. Los recogieron con un helicóptero en el techo.

—…De modo que comenzaron a buscarme. Hugh apareció en medio de la fiesta con un escuadrón entero de la policía de seguridad de las Naciones Unidas. ¡La mitad de la gente creyó que era un allanamiento por drogas!

Kinsman trató de ver la escena afuera. Aún era de noche. Las luces de la ciudad pasaban por debajo de ellos. A la distancia se veía el río, los rascacielos…

¡Oh, Dios mío!

Fuego. Las llamas subían, reflejándose doblemente en el río y en los cristales del edificio de la Secretaría General de la ONU. Lo están quemando, están quemando el edificio de las Naciones Unidas…

—El fuego es cada vez peor —dijo alguien.

La voz de Marrett respondió:

—Por supuesto. Los malditos bomberos no pueden acercarse a causa del gentío.

—Qué tontos somos los mortales… —Era la voz de Harriman. Se la oía muy cansada, muy deprimida.

—¡Eh, ya es medianoche!

—Fantástico.

—Feliz maldito Año Nuevo.

El murmullo de voces continuó, pero Kinsman no podía prestar atención. Estaba observando el edificio de las Naciones Unidas, que era devorado por las llamas.