—¡Nuestro estimado líder! —rugió Harriman—. ¡Aquí tienes una copa!
Kinsman tomó el recipiente de plástico que le alcanzaba mientras toda la gente comenzaba a dirigir su atención hacia él, y se la dio a Ellen.
—¡Mierda! —gritó Harriman—. Tendría que haber sabido que estarías con una fantástica mujer. Tendría que haber traído otra copa. Te daría ésta, pero resulta que yo ya he escupido en ella.
—Eso no importa —Kinsman tomó la copa del otro—. El alcohol lo purifica todo.
—¡Hijo de puta! —gruñó Harriman.
—Ellen —dijo Kinsman—, este es Hugh Harriman. Es mitad irlandés, mitad judío americano, mitad español…
—¡Portugués, maldito sea! ¡Cuidado con lo que dices, Kinsman!
—Ella es Ellen Berger —terminó Kinsman.
La expresión belicosa de Harriman se convirtió de repente en una expresión de inocencia infanticlass="underline" los ojos le daban vueltas y tenía una sonrisa como el arco de Cupido.
—Es un gran placer. —Tomó la mano libre de Ellen y la besó.
—Y yo estoy encantada de conocerlo a usted —respondió Ellen—. ¿Qué hace aquí en Moonbase?
—Selene. Selene, mi querida amiga. Ése es el nombre con que hemos rebautizado este refugio paradisíaco. —Harriman hizo una pausa para tomar aliento, miró por un instante a Kinsman que bebía de su copa y luego sonrió nuevamente a Ellen—. Soy un exiliado político, mi querida. Una infortunada víctima de las fuerzas diabólicas. ¿Le gustaría oir la historia de mi vida?
—Es un agente secreto —dijo Kinsman—, pero aún no hemos podido descubrir para quién trabaja, o en contra de quién.
Ellen sacudió la cabeza.
—¡Me parece que no debo creer una sola palabra de lo que ustedes dicen!
—¿Y eso es importante? —dijo Harriman.
—¿Quién arregló el bar? —preguntó Kinsman—. ¿Qué es lo que está pasando aquí, esta noche?
Los ojos de Harriman volvieron a brillar.
—¡No te hagas el tonto, coronel! Sabes perfectamente bien que ésta es una fiesta sorpresa para ti. Pero lo que no sabes es cuál es la verdadera sorpresa…
Kinsman estaba por contestar cuando surgió un clamor que provenía de la dirección de la escalera mecánica, y una profunda voz proclamó:
—¡Saludos y felicidades para los avaros imperialistas lacayos de Wall Street, de parte de los pueblos amantes de la paz de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas!
Súbitamente Kinsman se sintió mejor.
—Leonov… —tomó a Ellen por la muñeca y la arrastró por entre la gente hacia el área de la escalera—. Ése es Piotr Leonov, el comandante de la mitad rusa de Selene.
Leonov venía escoltado por dos sonrientes mujeres rusas metidas en trajes con cremalleras. Una estupendas siluetas, advirtió Kinsman automáticamente. El ruso estaba de uniforme completo, con las insignias de coronel sobre sus hombros. Era un poco más bajo que Kinsman y también algo más pesado. En su cara resaltaban sus ojos de un azul frío, muy expresivos, y su carnosa boca eslava. Su pelo ya era de color gris acero, pero le caía juvenilmente sobre la frente; él lo empujaba constantemente hacia atrás con la mano.
—¡Chet! ¡Orgulloso reaccionario plutócrata! ¡Feliz cumpleaños!
Tomó a Kinsman por el torso y lo levantó.
—¡Vamos, Pete, vamos! —rió Kinsman. Ya con los pies nuevamente en el suelo, dijo—: Me alegra verte. Temí que no pudieras venir…
—¿Qué? ¿Perderme la fiesta de cumpleaños de mi colega lunik? ¿De mi amigo?
Señalando a las dos muchachas, Kinsman dijo:
—Parece que tus amigos son tuyos solamente.
—¡Ah! La Policía Secreta. Han venido a espiarte a ti y a vigilarme a mí.
Las muchachas sonrieron y trataron de no parecer incómodas. Me pregunto cuánto habrá de verdad en lo que acaba de decir, pensó Kinsman para sí.
El tiempo casi no tenía sentido en Antártida. Ahora era de día. Había sido así desde septiembre, y continuaría siendo así hasta marzo.
El viento más frío de la Tierra corre sobre la meseta a mil quinientos metros de altura que rodea el Polo Sur. Denso, helado, este aire de alta presión se derrama por las paredes de la meseta como una cascada de agua invisible. Invisible, pero palpable… y audible. Ulula cruzando los glaciares y las nieves con fuerza de ciclón, produciendo ventiscas dondequiera que haya un poco de humedad.
Ese día el cielo estaba claro, y el viento exasperantemente seco; pero aun así el capitán Ernest Richards tiritaba dentro de su parka eléctricamente calefaccionada. El viento atravesaba el aislamiento de plástico y espuma y la tibieza eléctrica con implacable indiferencia.
Richards estaba de pie fuera del gran vehículo oruga, contando mentalmente los días que le faltaban antes de ser relevado y poder volver nuevamente a la civilización. Al igual que la mayoría de los hombres que estaban a sus órdenes, tanto los científicos como los marinos, se había dejado crecer la barba durante los seis meses que duraba la misión en la Antártida. Ahora la tenía salpicada de hielo condensado y de la congelada humedad de su propia y laboriosa respiración.
Uno de sus hombres se le acercó lentamente. Estaba tan pesadamente abrigado con su parka y su capucha, que Richards no pudo identificarlo hasta que estuvo a sólo un par de metros de distancia. Aún entonces sus antiparras y su barba le cubrían la mayor parte de la cara.
—Señor, los científicos dicen que estamos precisamente encima de un gran depósito. Las señales de destello son muy fuertes, y se hacen más intensas a medida que nos dirigimos al noroeste.
Richards asintió con la cabeza.
—Muy bien. ¿Podemos seguir las señales desde el oruga, o debemos seguir a pie?
—Parece que ellos quieren continuar a pie, señor. Van recogiendo piedras y discutiendo entre sí.
Richards gruñó dentro de su capucha.
—Maldición. Voy adentro a hacer un control de radio.
Richards miró al marinero caminar trabajosamente hacia el grupo de científicos que se agrupaban alrededor de una pequeña elevación rocosa. Unos estaban agachados y otros arrodillados como peregrinos que, envueltos en pieles, hubieran llegado finalmente a su santuario.
El valle estaba completamente seco. Era uno de esos extraños desiertos antárticos: ni nieve, ni vegetación, ni tierra. Sólo rocas, gravilla, y más rocas. Las montañas de cumbres blancas brillaban alrededor de ellos en medio del viento ululante, empujando sus centelleantes picos hacia un cielo agresivamente brillante. Pero en este pelado valle no había agua, ni siquiera agua congelada. No había vida de ninguna especie… excepto esos americanos que cumplían con su deber buscando depósitos de carbón para alimentar las voraces ciudades, allá en la civilización.
Lentamente, entumecido por el frío, Richards volvió hacia el vehículo oruga. Sus botas crujieron sobre las piedras. Los peldaños de la escala se sentían tan fríos que quemaban, aun a través de los gruesos guantes. Trepó y se introdujo a través de la portezuela hacia la parte de atrás del enorme vehículo.
Tibieza. Gloriosa, humedecedora y descongeladora tibieza. Le tomó media hora y una cafetera llena para volver a sentirse humano otra vez. Estaba solo, sentado en el compartimiento del conductor. Se había quitado la parka y tenía los pies puestos directamente delante de la salida de la calefacción. Finalizó su control de radio con McMurdo y se recostó en el amplio y acolchado asiento del conductor. Desde ahí podía ver a los geólogos.
De repente todos ellos se unieron en un apretado grupo. Richards se sentó erguido y observó a través de los cristales en forma de salientes ojos de insecto del vehículo oruga. Los geólogos señalaban algo, y hablaban de eso. Demasiado animadamente; sus brazos se movían y gesticulaban. Uno de ellos señaló al vehículo oruga y luego hacia el aserrado horizonte; se separó del grupo y corrió hacia Richards. Intrigado, Richards se levantó de donde estaba y pasó por la portezuela hacia el compartimiento posterior, donde estaban las cuchetas y las mesas de trabajo.