Выбрать главу

La mujer se echó a reír.

—Tengo veintidós años, señor Sullivan. No se lo tome como algo personal, pero me sentiré decepcionada si vuelvo a verlo dentro de menos de sesenta años.

Sonreí.

—Es una cita.

Ella indicó una lujosa sala de espera.

—¿No quiere sentarse? Traeremos su equipaje más tarde. La furgoneta del aeropuerto no aparece hasta después de medianoche.

Sonreí de nuevo y me acerqué.

—¡Vaya, mira quién está aquí! —dijo una voz con acento sureño.

—¡Karen! —exclamé al ver a la anciana de pelo gris—. ¿Cómo está?

—Esperando verme doble pronto.

Me eché a reír. Había tenido mariposas en el estómago, pero sentí que se dispersaban.

—¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó Karen. Me senté frente a ella.

—Yo… oh. No llegué a decírselo, ¿verdad? Tengo una enfermedad… La llaman malformación arteriovenosa: venas defectuosas en el cerebro. Yo… esa noche, estaba estudiando el proceso.

—Eso pensaba —dijo Karen—. Y obviamente ha decidido someterse a él.

Asentí.

—Bien, buena…

—Disculpen —dijo la recepcionista, que se había acercado a nosotros—. Señor Sullivan, ¿quiere beber algo?

—Humm, claro. ¿Café? Doble-doble.

—Sólo podemos ofrecerle descafeinado antes del escáner. ¿Le parece bien?

—Vale.

—Y, señora Bessarian —preguntó la recepcionista—, ¿desea algo más?

—Estoy bien, gracias.

La recepcionista se marchó.

—¿Bessarian? —repetí, el corazón acelerado—. ¿Karen Bessarian?

Karen sonrió con una mueca torcida.

—Ésa soy yo.

—¿La autora de MundoDino?

—Sí.

—MundoDino. Retorno a MundoDino. MundoDino Renacido. ¿Escribió usted todos esos libros?

—Sí, eso hice.

—Caray. —Me callé, intentando encontrar algo mejor que decir, pero no pude—. Caray.

—Gracias.

—Me encantaban esos libros.

—Gracias.

—Quiero decir que me encantaban de verdad. Pero supongo que lo oye decir mucho.

Su rostro arrugado se arrugó aún más cuando volvió a sonreír.

—Nunca me canso del todo.

—No, no. Por supuesto que no. Lo cierto es que tengo ejemplares en papel de esos libros… fíjese cuánto me gustan. ¿Pensó alguna vez que iban a tener tanto éxito?

—Ni siquiera pensé que fueran a ser publicados. Me sorprendí más que nadie cuando se convirtieron en un éxito tan grande.

—¿Qué cree que los convirtió en un éxito tan enorme?

Ella se encogió de hombros.

—No soy nadie para decirlo.

—Creo que es que los niños podían disfrutarlos y los adultos también —dije—. Como los libros de Harry Potter.

—Bueno, no cabe duda de que le debo mucho de mi éxito a J. K. Rawling.

—No es que sus libros se parezcan a los de ella, pero tienen el mismo tipo de atractivo.

—«Buscando a Nemo se cruza con Harry Potter camino de Parque Jurásico»: eso fue lo que dijo el New York Times cuando se publicó mi primer libro. Animales antropomórficos: mis dinosaurios inteligentes parecieron atraer a la gente igual que aquellos peces parlantes.

—¿Qué le parecieron las películas que se hicieron de sus libros?

—Oh, me encantaron —dijo Karen—. Eran fabulosas. Afortunadamente, hicieron mis películas después de las de Harry Potter y El señor de los anillos. Los estudios solían comprar las novelas sólo para cargárselas; el producto final no se parecía en nada al libro original. Pero después de las películas de Harry Potter y los libros de Tolkien, se dieron cuenta de que había un mercado aún más grande para las adaptaciones fieles. De hecho, el público se enfadaba cuando faltaba una de las escenas favoritas o se cambiaba una línea de diálogo memorable.

—No puedo creer que esté aquí sentado con la creadora del príncipe Escamas.

Ella volvió a sonreír con aquella mueca torcida.

—Todo el mundo tiene que estar en alguna parte.

—El príncipe Escamas… ¡qué personaje tan vivido! ¿En quién está basado?

—En nadie —contestó Karen—. Me lo inventé.

Sacudí la cabeza.

—No, no… quiero decir, ¿quién fue la inspiración?

—Nadie. Es producto de mi imaginación.

Asentí sabiamente.

—Ah, de acuerdo. No quiere decirlo. Tiene miedo de que la demanden, ¿eh?

La anciana frunció el ceño.

—No, nada de eso. El príncipe Escamas no existe, no es real, no está basado en nadie real, no es un retrato ni una parodia. Me lo inventé sin más.

La miré, pero no dije nada.

—No me cree, ¿no?

—Yo no diría eso, pero…

Ella sacudió la cabeza.

—La gente se desespera creyendo que los escritores basamos nuestros personajes en personas reales, que las cosas que pasan en nuestras novelas sucedieron de verdad, disfrazadas de alguna forma.

—Ah —dije—. Lo siento. Yo… supongo que es cosa de ego. No puedo imaginar crear una historia publicable, así que no quiero creer que haya otros que tengan esa capacidad. Talentos como ése hacen que el resto de nosotros nos sintamos inadecuados.

—No —respondió Karen—. No, si no le importa que lo diga, es algo más profundo, creo. ¿No lo ve? La idea de que pueden crearse personas falsas va justo al corazón de nuestras creencias religiosas. Cuando digo que el príncipe Escamas no existe de verdad, y que usted solo se ha engañado al creer que sí, planteo la posibilidad de que Moisés no existiera… de que algún escritor lo inventara. O de que Mahoma realmente no dijera ni hiciera las cosas que se le atribuyen. O que Jesucristo sea también un personaje ficticio. Toda nuestra existencia espiritual se basa en la asunción no expresada de que los escritores registran, pero no fabrican… y que, aunque lo hagan, podríamos notar la diferencia.

Contemplé la sala de espera, en este lugar donde encajaban cuerpos androides con copias escaneadas de cerebros.

—Me alegro de ser ateo —dije.

5

Mientras esperábamos llegaron tres personas más: otros que habían decidido descargarse. Pero la recepcionista me llamó a mí primero, y dejé a Karen charlando con sus compañeros ancianos. Seguí a la recepcionista por el pasillo profusamente iluminado, disfrutando del balanceo de sus jóvenes caderas, y me condujo hasta una consulta cuyas paredes me parecieron grises… Lo que quería decir que podrían haber sido de ese color, o verdes, o magenta.

—Hola, Jake —dijo el doctor Porter, levantándose de su asiento—. Me alegro de volver a verle.

Andrew Porter era un hombretón con aspecto de oso, de unos sesenta años, levemente encorvado por tener que tratar con un mundo poblado por personas más bajas que él. Tenía ojos estrábicos, llevaba barba y el pelo peinado hacia atrás y tenía la frente despejada. Su rostro amistoso albergaba unas cejas que parecían en constante movimiento, como si estuviera haciendo ejercicios o entrenándose para las Olimpiadas de pelo corporal.

—Hola, doctor Porter —dije. Lo había visto dos veces antes en visitas previas a ese lugar, durante las cuales me había sometido a diversas pruebas médicas, había rellenado impresos legales y habían escaneado mi cuerpo, pero todavía no mi cerebro.

—¿Preparado para verlo? —preguntó Porter.

Tragué saliva, luego asentí.

—Bien, bien.

Había otra puerta en la habitación, y Porter la abrió con gesto teatral.

—Jake Sullivan —declaró—, ¡bienvenido a su nuevo hogar!

En la habitación de al lado, tendido en una camilla, había un cuerpo sintético vestido con un batín de felpa blanco.

Sentí que me quedaba boquiabierto al contemplarlo. El parecido era notable. Aunque había cierto aire de maniquí de escaparate en el conjunto, seguía siendo yo, sin duda. Los ojos estaban abiertos, sin parpadear ni moverse. Tenía la boca cerrada. Los brazos yacían flácidos a los costados.