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Asentí, y noté su brazo bajo mi codo. De nuevo la sensación no fue igual que la presión normal contra la piel, pero fui claramente consciente de dónde me estaba tocando exactamente. Me ayudó a girar el cuerpo hasta que mis piernas quedaron colgando a un lado de la camilla, y entonces me ayudó a adoptar una postura vertical. Esperó hasta que asentí indicando que estaba bien, y entonces me soltó con cuidado, permitiéndome quedarme de pie por mi cuenta.

—¿Cómo se siente? —preguntó Porter.

—Bien.

—¿Algún mareo? ¿Vértigo?

—No. Nada de eso. Pero es extraño no respirar.

Porter asintió.

—Se acostumbrará… Aunque puede que tenga ataques de pánico momentáneos: ocasiones en que su cerebro gritará: «¡Eh, no estamos respirando!» —Sonrió con amabilidad—. Le diría que inspirara profundamente para calmarse en esas circunstancias, pero naturalmente, no puede hacerlo. Así que combata la sensación, o espere a que se pase. ¿Siente pánico porque no respira?

Me lo pensé.

—No. No, está bien. Algo extraño.

—Tómese su tiempo. No tenemos ninguna prisa.

—Lo sé.

—¿Quiere intentar dar un paso?

—Claro —contesté. Pero pasaron unos momentos antes de que pasara del dicho al hecho. Porter estaba preparado para actuar, dispuesto a sostenerme si me tambaleaba. Alcé mi pierna derecha, flexionando la rodilla, levantando el muslo y dejando que mi peso se desplazara hacia delante. Fue un primer paso vacilante, pero funcionó. Luego intenté alzar la pierna izquierda, pero vaciló y…

¡Maldición!

Me encontré cayéndome de boca, completamente perdido el equilibro, hacia las losas, cuyo color era nuevo para mí y no podía nombrar todavía.

Porter me agarró por el brazo y me sujetó.

—Parece que tenemos un buen trabajo por delante —dijo.

—Por aquí, por favor, señor Sullivan —dijo la doctora Killian.

Pensé en echar a correr. Quiero decir, ¿qué podrían haber hecho? Yo había querido vivir para siempre, sin un destino peor que la muerte colgando sobre mi cabeza, pero eso no iba a cumplirse. No para este yo, al menos. Yo y mi sombra: divergíamos rápidamente. Pero las reglas eran que nunca podía encontrarme con él. No era tanto en mi beneficio como en el suyo; se suponía que él se consideraba el único Jacob Sullivan, y verme todavía por ahí (carne donde él era plástico, hueso donde él era acero), haría más difícil la hazaña del autoengaño.

Ésas eran las reglas.

¿Reglas? Sólo los términos de un contrato que había firmado.

Así que, si lo rompía…

Si corría hacia el exterior, hacia el sofocante calor de agosto, y subía a mi coche, y regresaba a mi casa, ¿qué sanción podrían emprender contra mí?

Naturalmente, el otro yo aparecería por allí tarde o temprano, y querría reclamar el lugar como suyo propio.

Tal vez pudiéramos vivir juntos. Como gemelos. Guisantes en una vaina.

Pero no, eso no funcionaría. Imagino que hay que nacer para eso. Vivir con otro yo… Quiero decir, Cristo, soy tan particular a la hora de exigir dónde están las cosas, y además, él estaría despierto toda la noche, haciendo Dios sabe qué, mientras yo intentaría dormir.

No, no había vuelta atrás.

—¿Señor Sullivan? —dijo de nuevo Killian con su acento jamaicano—. Por aquí, por favor.

Asentí, y dejé que me guiara por un pasillo que no había visto antes. Caminamos un corto trecho y luego llegamos a unas puertas deslizantes de cristal esmerilado. Killian acercó el pulgar a una placa escaneadora, y las puertas se abrieron.

—Ahí tiene —dijo—. Cuando hayamos terminado de escanear a todo el mundo, el conductor los llevará al aeropuerto. Asentí.

—Sabe, le envidio —dijo ella—. Dejar atrás… todo. No se sentirá decepcionado, señor Sullivan. Alto Edén es maravilloso. —¿Ha estado allí?

—Oh, sí. No se inauguran unas instalaciones así de la noche a la mañana. Tuvimos dos semanas de prueba, con personal mayor de Inmortex haciendo de residentes, para asegurarnos de que el servicio era perfecto.

—¿Y?

—Es perfecto. Le encantará.

—Sí —dije, apartando la mirada. No parecía haber ninguna ruta de escape posible—. Estoy seguro de que así será.

7

Estaba sentado en una silla de ruedas en la consulta del doctor Porter, esperando que regresara. Según dijo, yo no era el primer Mindscan que tenía problemas para caminar. Tal vez no. Pero probablemente odiaba estar en una silla de ruedas más que ninguno: después de todo, así era como trasladaban a mi padre. Había estado intentando evitar ese destino, y en cambio había acabado repitiéndolo.

Pero no reflexionaba mucho al respecto. De hecho, la excitación combinada de conseguir un cuerpo nuevo y ver colores nuevos era abrumadora, tanto que sólo era tenuemente consciente del hecho de que mi yo original debía de haber iniciado ya su viaje a la Luna. Le deseé buen viaje. Pero se suponía que no debía pensar en él, e intenté no hacerlo.

En algunos aspectos, naturalmente, habría sido más sencillo desconectar ese otro yo mío. Una curiosa forma de expresarlo: el otro era la versión biológica, no ésta. Pero «desconectarlo» había sido la expresión que se me había ocurrido. Al fin y al cabo, todo aquel jaleo de la comunidad de retiro en la cara oculta de la Luna habría sido innecesario si el original hubiese podido ser eliminado ahora que ya no resultaba necesario.

Pero la ley no lo permitiría nunca, ni siquiera en Canadá, mucho menos al sur de la frontera. Ah, bueno, nunca volvería a ver a mi otro yo, ¿qué importaba ya? Yo (este yo, el nuevo, mejorado y a todo color Jacob Paul Sullivan) era el yo único y real a partir de ahora, hasta el final de los tiempos.

Porter regresó por fin.

—Aquí hay alguien que podría ayudarle —dijo—. Tenemos técnicos, naturalmente, que podrían trabajar con usted para ayudarle a caminar, Jake, pero se me ocurrió que ella podría echarle mejor una mano. Creo que ya se conocen.

Desde mi posición en la silla de ruedas miré a la mujer que acababa de entrar en la habitación, pero no pude situarla. Era pequeña, de unos treinta años, con el pelo oscuro muy corto y…

Y era artificial. No me di cuenta hasta que ella movió un poco la cabeza y la luz la iluminó de una manera concreta.

—Hola, Jake —dijo, con un encantador acento de Georgia. Su voz era más fuerte que antes, sin temblor. Llevaba un hermoso vestido de verano con estampado de flores; yo todavía llevaba mi batín de felpa.

—¿Karen? —exclamé—. ¡Santo Dios, mírese!

Ella se dio la vuelta: al parecer no tenía ningún problema para controlar su nuevo cuerpo.

—¿Le gusta?

Sonreí.

—Está fabulosa.

Se echó a reír; sonó un poco forzado, pero eso seguramente se debía a que la risa estaba generada por un chip de voz, no porque no fuera sincera.

—Oh, nunca he sido fabulosa. —Extendió los brazos—. Éste es el aspecto que tenía en 1990. Pensé en ser más joven, pero eso habría sido una tontería.

—Mil novecientos noventa —repetí—. Entonces tendría unos…

—Treinta años —dijo Karen, sin vacilación. Pero me sorprendí sabía que no está bien visto preguntarle a una mujer su edad; mi intención era mantener en privado mis cálculos.

—Me pareció un compromiso sensato entre la juventud y la madurez —continuó ella—. Dudo que pudiera falsear lo vacía que era a los veinte años.

—Tiene un aspecto magnífico.

—Gracias —dijo ella—. Usted también.