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Cuando era niño, nunca había pensado que Toronto tendría algún día espaciopuerto. Pero ya casi todas las ciudades lo tenían, al menos potencialmente. Los aviones espaciales podían despegar y aterrizar en cualquier pista que fuera lo bastante grande para un jet jumbo.

Los vuelos espaciales comerciales eran algo curioso desde un punto de vista jurisdiccional. El avión espacial al que estábamos a punto de subir despegaría de Toronto y volvería a aterrizar en Toronto; nunca visitaría ningún otro país, aunque volaría sobre un montón de ellos a una altura de más de 300 kilómetros. Con todo, como técnicamente era un vuelo doméstico, y como nuestro destino final, a bordo de un vehículo diferente, era la Luna, que no tenía gobierno ninguno, no necesitábamos pasaporte. Eso era conveniente, porque los habíamos dejado para nuestros… «sustitutos» me parecía una palabra adecuada.

El finger estaba ya conectado cuando llegamos al vestíbulo de salida. Nuestro avión espacial era una gigantesca ala delta. Los motores iban montados sobre el ala, en vez de debajo: para protegerlos en la reentrada, supuse. La parte superior del casco estaba pintada de blanco y el vientre era negro. El logo de North American Airlines aparecía en varios lugares, y el aparato tenía un nombre grabado en letra cursiva cerca del vértice del triángulo: Icaro. Me pregunté a qué burócrata aficionado a la mitología se le había ocurrido.

Éramos diez las personas relacionadas con Inmortex que íbamos a volar aquel día, más otros dieciocho pasajeros que iban a la órbita por otros motivos (principalmente para hacer turismo, a juzgar por los fragmentos de conversación que oía). De los diez pasajeros de Inmortex, seis éramos pellejos descartados (un término que había captado al vuelo, aunque sospechaba que no tendría que haberlo hecho) y cuatro eran miembros del personal de reemplazo que iban a sustituir a otra gente que ya estaba en Alto Edén.

Subimos a bordo por filas numeradas, igual que en un avión cualquiera. Yo estaba en la fila ocho, asiento de ventanilla. El tipo que tenía al lado resultó ser uno de los miembros de reemplazo. Tenía unos treinta años y esa cara pecosa que suelen tener los pelirrojos, aunque no podía estar seguro de qué color era el suyo.

Mi silla era uno de los asientos especiales de los que había hablado Sugiyama durante su disertación: estaba cubierto de un acolchado esculpido ergonómicamente y relleno de algún tipo de gel para absorber los golpes. Quise protestar. No necesitaba ningún asiento especial (mis huesos no eran quebradizos), pero el vuelo iba completo, así que no hubiese tenido ningún sentido hacerlo.

Tenía entendido que el recitado de las normas de seguridad en los aviones era algo rutinario, pero tuvimos que pasar una hora y cuarenta y cinco minutos escuchando y participando en demostraciones de seguridad, sobre todo referidas a lo que teníamos que hacer una vez estuviéramos en ingravidez. Por ejemplo, había receptáculos con aspirador para echar la pota si nos mareábamos; al parecer, es muy fácil ahogare con tu propio vómito en microgravedad.

Finalmente, llegó el momento del despegue. El avión se separó del finger y se dirigió a la pista. Pude ver que el aire titilaba a causa del calor. Rodamos muy pero que muy rápidamente por la pista y, justo antes de llegar al final, salimos disparados hacia arriba en un ángulo brusco. De repente, me alegré del acolchado de gel.

Miré por la ventanilla. Volábamos hacia el este, lo que significaba que teníamos que pasar por el centro de Toronto. Eché un último vistazo a la Torre CN, el SkyDome, el acuario y las torres de las orillas.

Mi hogar. El lugar donde había crecido. El sitio donde mi madre y mi padre aún vivían.

El lugar…

Los ojos me picaron.

El lugar donde aún vivía Rebecca Chong.

Un lugar que nunca volvería a ver.

El cielo empezaba ya a ennegrecerse.

Reconocí pronto las dificultades sociales de estar dentro de un cuerpo artificial. La biología ofrecía excusas: tengo que comer, estoy cansado, necesito ir al cuarto de baño. Todas esas excusas habían desaparecido, al menos con esos cuerpos concretos. De hecho, me pregunté si Inmortex acabaría por añadir esas cosas. Después de todo, ¿quién quería cansarse? Era un inconveniente en el mejor de los casos; algo peligroso en el peor.

Siempre me había considerado un tipo básicamente sincero. Pero de pronto tuve clarísimo que había sido un constante proporcionador de mentirijillas. Me había basado en lo subjetivamente plausible (tal vez estaba cansado de verdad) para librarme de situaciones embarazosas o aburridas; cuando era biológico, tenía un repertorio de frases que me permitían escapar con gracia de una situación social en la que no quería estar. Pero ya ninguna de ellas sonaba a verdadera: sobre todo no para otro descargado. Me sentía humillado por mi incapacidad para caminar, y estaba desesperado por escapar de aquella anciana maternal en su envoltorio de treinta años, pero no conseguía encontrar una salida amable.

Y teníamos que quedarnos allí para tres días de pruebas: era martes, así que estaríamos allí hasta el viernes. Cada uno de nosotros disponía de una habitación pequeña… irónicamente equipada con una cama, aunque era algo que no necesitábamos. Pero yo anhelaba retirarme para quedarme a solas de una puñetera vez.

Seguía vestido con el batín de felpa. Usé el bastón mientras recorríamos el pasillo que acababa de derrotarme. Karen había tratado de echarme una mano para ayudarme, pero yo la había rechazado, y apartaba la mirada de ella y me fijaba en la pared más cercana mientras continuábamos.

Karen estaba evidentemente mirando en la misma dirección, puesto que comentó el panorama.

—Parece que va a llover —dijo—. Me pregunto si nos oxidaremos.

En otra ocasión, el chiste me habría hecho gracia, pero estaba demasiado avergonzado, y demasiado fastidiado conmigo mismo y con Inmortex. Con todo, parecía adecuado dar algún tipo de respuesta.

—Esperemos que no sea una tormenta eléctrica —dije—. No llevo el pararrayos puesto.

Karen se echó a reír, más de lo que merecía mi comentario. Continuamos nuestro camino.

—Me pregunto si podremos nadar —dijo.

—¿Por qué no? —contesté—. Seguro que no nos oxidamos.

—Oh, eso ya lo sé. Hablo de la flotabilidad. Los humanos nadamos tan bien porque flotamos. Pero estos nuevos cuerpos podrían hundirse.

La miré, impresionado. —No se me había ocurrido.

—Va a ser una aventura descubrir cuáles son nuestras nuevas capacidades y limitaciones.

De algún modo emití un gruñido; fue un extraño sonido mecánico.

—¿No le gustan las aventuras? —preguntó Karen.

Continuamos recorriendo el pasillo.

—Yo… no creo que haya corrido jamás una.

—Oh, claro que sí —dijo Karen—. La vida es una aventura.

Pensé en todas las cosas que había hecho en mi juventud: todas las drogas que había probado, las mujeres con las que me había acostado, el único hombre con el que lo había hecho, las inversiones sabias y las alocadas, los miembros y los corazones rotos.

—Supongo que sí.

El pasillo desembocó en un vestíbulo, donde había máquinas expendedoras de refrescos, café y aperitivos. Seguramente eran para el personal, no para los descargados, pero Karen indicó que continuáramos. Tal vez estuviera cansada…

Pero no. Por supuesto que no. A pesar de todo, para cuando me di cuenta de eso ya nos habíamos acercado a la zona de descanso. Había varios sillones acolchados de vinilo y unas cuantas mesas pequeñas. Karen ocupó uno de los sillones, alisando cuidadosamente su vestido floral bajo las piernas al hacerlo. Luego me indicó que ocupara el otro asiento. Usé mi bastón para sujetarme mientras bajaba el cuerpo y sostuve el bastón delante de mí una vez me hube sentado.