—Bien —dije, sintiendo la necesidad de llenar el vacío—, ¿qué aventuras ha tenido usted?
Ella guardó silencio un instante, y me sentí mal. No era mi intención desafiarla, pero supongo que en mis palabras había cierto tonillo de «colabore o calle».
—Lo siento —dije.
—Oh, no —respondió Karen—. En absoluto. Es que hay tantas.
He estado en la Antártida y en el Serengueti… cuando todavía se podía cazar. Y en el Valle de los Reyes. —¿De verdad?
—Por supuesto. Me encanta viajar. ¿A usted no?
—Bueno, sí, supongo, pero…
—¿Qué?
—Nunca he salido de Norteamérica. Verá, no puedo… no podía volar. Temían que los cambios de presión en un avión dispararan mi síndrome de Katerinsky. Era una probabilidad remota, pero mi médico dijo que no debía arriesgarme a menos que el viaje fuera absolutamente necesario.
Pensé brevemente en mi otro yo, camino de la Luna; casi con toda certeza sobreviviría al viaje, por supuesto. Los aviones espaciales eran hábitats completamente contenidos en sí mismos: su presión interna no variaba.
—Es una lástima —dijo Karen. Pero luego se animó—. ¡Pero ahora puede viajar a donde quiera! Me reí amargamente.
—¡Viajar! Cristo, si apenas puedo caminar…
El brazo mecánico de Karen tocó brevemente el mío.
—Oh, lo hará. ¡Lo hará! La gente puede hacer cualquier cosa. Recuerdo cuando conocí a Christopher Reeve y…
—¿A quién?
—Interpretó a Superman en cuatro películas. ¡Dios, qué guapo era! Tenía carteles suyos en las paredes de mi dormitorio cuando era adolescente. Años más tarde, se cayó de un caballo y se lastimó la columna vertebral. Dijeron que nunca volvería a respirar por su cuenta, pero lo hizo.
—¿Y usted lo conoció?
—Sí, en efecto. Escribió un libro sobre lo que le sucedió; entonces compartíamos editor y firmamos juntos en la BookExpo America. Qué inspiración era.
—Caramba —dije—. Supongo que siendo una escritora famosa habrá conocido a un montón de gente interesante.
—Bueno, no he mencionado a Christopher Reeve para lucirme.
—Lo sé, lo sé. Pero ¿a quién más ha conocido?
—Vamos a ver… ¿qué nombres significarían algo para una persona de su edad…? Bueno, conocí al rey Carlos de Inglaterra poco antes de que muriera. Al Papa actual, y al anterior. A Tamora Ng. Charlize Theron. Stephen Hawking. Moshe…
—¿Conoció a Hawking?
—Sí. Cuando di una conferencia en Cambridge.
—Caramba —repetí—. ¿Cómo era?
—Muy irónico. Muy ingenioso. Naturalmente, comunicarse era toda una odisea para él, pero…
—¡Pero qué mente! —dije—. Un genio absoluto.
—Sí que lo era. ¿Le gusta la física?
—Me encantan las grandes ideas… física, filosofía, lo que sea.
Karen sonrió.
—¿De verdad? Bueno, pues tengo un chiste para usted. ¿Sabe ese de un policía de tráfico que detiene a Werner Heisenberg?
Negué con la cabeza.
—Bueno —dijo Karen—, el poli dice: «¿Sabe lo rápido que iba?» Y, sin pestañear, Heisenberg responde: «¡No, pero sé dónde estoy!»
Solté una carcajada.
—¡Qué bueno! Espere, espere… yo tengo uno. ¿Sabe el de Einstein en el tren?
Ahora le tocó a Karen el turno de negar con la cabeza.
—Un pasajero se le acerca y dice: «Discúlpeme, doctor Einstein, pero ¿para Nueva York en este tren?»
Karen soltó una carcajada.
—Usted y yo vamos a llevarnos bien —dijo—. ¿Es físico profesional?
—Qué va. Nunca fui lo bastante bueno en matemáticas para conseguirlo. Pero estudié un par de años en la Universidad de Toronto.
—¿Y?
Me encogí un poco de hombros.
—¿Ha estado a menudo en Canadá?
—Alguna que otra vez, a lo largo de los años.
—¿Y bebe cerveza?
—Cuando era más joven —dijo Karen—. Ya no puedo. Quiero decir, que no podía, ni siquiera con mi antiguo cuerpo… no desde hace una década o más.
—¿Ha oído hablar de Sullivan Select? ¿O de la Oíd Sully's Special Dark?
—Claro. Son… ¡oh! ¡Oh, vaya! Se llama Jacob Sullivan, ¿verdad? ¿Ésa es su familia?
Asentí.
—Vaya, vaya, vaya. Así que no soy la única que tiene una identidad secreta.
Sonreí débilmente.
—Karen Bessarian se labró su fortuna. Yo tan sólo heredé la mía.
—De todas formas, debe de haber estado bien —dijo Karen—. Cuando yo era joven, siempre me preocupaba el dinero. Incluso tenía que ir a la casa de empeños de vez en cuando. Debe de haber sido relajante saber que nunca vas a tener problemas en ese campo.
Me encogí de hombros un poco.
—Era una espada de doble filo. Por un lado, cuando fui a la universidad pude estudiar lo que quise, sin preocuparme de si iba a conseguir trabajo. Probablemente fui el único tipo del campus que eligió física cuántica, historia del teatro, e introducción a los presocráticos.
Karen se rió amablemente.
—Sí —dije—. Fue divertido… un poco de esto, un poco de aquello. Pero la pega de tener todo ese dinero era que no aceptaba que me trataran como a una basura. Los graduados de la Universidad de Toronto tienen muy buena reputación, pero es una fábrica de estudiantes. Digámoslo de otra forma: si pasas todos los días por delante de la Biblioteca Sullivan y tu apellido es Sullivan, no te gusta que te empujen.
—Supongo —dijo Karen—. Nunca me gusta usar la palabra «rica» en relación a mí misma; parece alardear. Pero, bueno, todos los clientes de Inmortex son ricos, así que supongo que no importa. Pero, naturalmente, nunca pensé que fuera a ser rica. Quiero decir, la mayoría de los escritores no lo son; es una vida muy dura, y yo he tenido mucha, mucha suerte. —Hizo una pausa, y en su ojo artificial volvió a aparecer aquella chispa—. De hecho, ¿sabe cuál es la diferencia entre una pizza grande de pepperoni y la mayoría de los escritores?
—¿Cuál?
—Con una pizza grande de pepperoni come una familia de cuatro.
Me reí, y ella hizo otro tanto.
—De todas formas, no empecé a hacerme rica hasta que anduve rondando la cincuentena. Fue entonces cuando mis libros empezaron a despegar.
Me encogí de hombros.
—Si yo hubiera tenido que esperar hasta los cincuenta años para ser rico, no estaría aquí. Sólo tengo cuarenta y cuatro.
Sólo. Oh, Cristo, nunca lo había pensado en esos términos antes.
—Yo… por favor, no se lo tome a mal pero, en retrospectiva, me alegro de haber empezado siendo pobre —dijo Karen.
—Supongo que crea carácter —contesté—. Pero yo no pedí ser rico. De hecho, hubo ocasiones en que lo odié, y a todo lo que representaba mi familia. ¡Cerveza! Por el amor de Dios, ¿cuál es la conciencia social de fabricar cerveza?
—Pero ha dicho que su familia donó esa biblioteca a la universidad.
—Claro. Comprar la inmortalidad. Es…
Hice una pausa, y Karen me miró expectante.
Después de un instante, volví a encogerme de hombros.
—Es exactamente lo que he hecho, ¿no? —Sacudí la cabeza—. Ah, bien. De todas formas, tener todo ese dinero cuando eres joven a veces se te sube a la cabeza. Yo, humm, no fui la mejor de las personas cuando era joven.
—Paris la Heredera —dijo Karen.
—¿Quién?
—Paris Hilton, la nieta del magnate hotelero. Debía de ser usted un bebé cuando ella fue brevemente famosa. Era… bueno, supongo que era como usted: heredó una fortuna, tuvo miles de millones a los veinte años. Vivió lo que los escritores llamamos una vida disipada.
—Paris la Heredera —repetí—. Está bien.